Lo que acabaría siendo este libro se fue haciendo en capas a lo largo de varios años. Comenzó como el intento de contar la historia detrás de la aparición, en 2019, de quien sería identificada como la nieta 129 recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo en Buenos Aires. Esa historia tenía algunas particularidades: involucraba en mayor o menor grado a dos países, Argentina y Uruguay, e incluso a un tercero, España, y el padre de aquella niña, reaparecida en 2019 al cabo de 40 años de secuestrada su madre y apropiada ella, estaba vivo. La idea original fue confrontar las visiones de los protagonistas: el padre y la hija; el padre y sus dos hijos varones, uno crecido con él, el otro no; los hermanos –o medio hermanos– entre sí.
Quisieron las cosas que mientras avanzaba en ese relato –en esos relatos– comenzara a tomar cuerpo en Uruguay un colectivo que ya tenía varios años de consolidación en Argentina y algo menos en otros países de la región, que venía en cierto modo a aportar una nueva pieza al rompecabezas de los daños causados por las dictaduras: el de los hijos y las hijas (se fueron sumando luego otros parentescos) de los represores. Contarlo desde sus protagonistas, cruzar los testimonios locales con otros de los países circundantes –fundamentalmente argentinos–, para dar cuenta de un fenómeno y un contexto comunes, pasó a constituir otro eje de trabajo.
Involucramientos laborales e intereses personales mediante, los dos temas fueron confluyendo hasta el punto de terminar imbricándose y, en cierto modo, dialogando entre sí, algo que no parecía en principio tan evidente. […]
I. DEL OTRO LADO
En 2017 surgía en Argentina un nuevo actor colectivo en la ya muy poblada escena de las organizaciones de defensa de los derechos humanos vapuleados por las dictaduras latinoamericanas. Era un actor raro, porque no provenía del lado de las víctimas, de los damnificados, sino del contrario: del corazón mismo de la represión.
Hijas (por entonces había que hablar exclusivamente en femenino; hoy mayoritariamente) de militares y policías, algunos de ellos de alto rango, habían decidido agruparse para repudiar públicamente a sus padres, denunciarlos ante la Justicia en la medida de lo posible, contribuir al esclarecimiento de casos de desapariciones y asesinatos y aportar, desde el otro lado, a la «construcción de memoria», según repitieron en diversas declaraciones asumiendo el lenguaje de las organizaciones –digamos– clásicas del campo de los derechos humanos. También para liberarse de una ya insoportable carga personal y, a veces, de un estigma.
En aquellos primeros tiempos del grupo, al que llamaron Historias Desobedientes, sus integrantes eran apenas un puñado: se contaban con los dedos de una mano. Luego fueron creciendo, sumando género y parentescos: sobrinos y sobrinas, primas y primos, hasta nietas y nietos de represores, y también se expandieron fuera de fronteras: hacia Chile, luego hacia Brasil, hacia Paraguay, hasta llegar a El Salvador. Siempre con versiones autóctonas. En Uruguay, la antena local apareció casi cinco años después que en Argentina.
También irradiaron hacia España, conectando con descendientes de franquistas, y hacia Alemania, donde se relacionaron con parientes de funcionarios y soldados nazis. Y últimamente hacia Italia, contactando con familiares de exjerarcas de un fascismo que está volviendo, reciclado, por sus fueros. No había en los dos países europeos que supieron ser parte del Eje ninguna estructura similar a Historias Desobedientes. Tampoco en la España del posfranquismo. Allí, los repudios filiales habían dado pie a otras formas de rebeldía individuales o colectivas –la militancia política en la izquierda, por ejemplo–, pero no a una estructuración a partir del linaje. Esa ha sido una «especialidad» latinoamericana, a un lado y otro de la barricada. Los (las) desobedientes introducirían la novedad de hacerlo desde el rechazo, desde las rupturas de las cadenas de filiación, como señalaron en un libro, más aún aquellos del grupo que, al renunciar explícitamente a su apellido paterno –en medio incluso de procesos públicos–, asumirían una identidad por elección, subvirtiendo la lógica del familismo y la centralidad del ADN.
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Irma Gutiérrez tenía 36 años y su hermana Ana Laura 35 cuando dieron el puntapié inicial de la versión uruguaya de Historias Desobedientes. Finalizaba 2021. Su padre, el sargento Armando Gutiérrez Bentancourt, había muerto en 2019, su madre, Margot Ubal, había muerto siete años antes y ambas se sentían ya más o menos libres como para empezar un camino de ruptura con su historia familiar. De niñas y adolescentes ambas vivieron un calvario. Más Irma que Ana Laura. «Era una zona de guerra nuestra casa», dice la hermana mayor:
—En cierta manera, no nos costó tanto romper toda atadura, física y simbólica, con la familia porque no teníamos recuerdos buenos. Por lo menos yo. Casi no tengo imágenes ya no de felicidad, sino de haber estado alegre de chica. ¿Reírme, divertirme jugando con mis padres? Nada de nada. […]
«Violencia y soledad marcaron mi infancia», insiste una y otra vez Irma: su madre pegándole por cualquier cosa («a veces pasaba por al lado mío y me daba un cachetazo simplemente porque estaba allí, sin ninguna causa especial y con cualquier cosa [un zapato, la mano abierta, un cinturón]»); papá Armando haciéndose el distraído.
[En 2022, el primer año de existencia del grupo,] las hermanas Gutiérrez habían pensado manifestar con un distintivo de Historias Desobedientes Uruguay. Así lo habían hecho pocas semanas antes en Buenos Aires, el 24 de marzo, cuando participaron en las movilizaciones por el aniversario del golpe de Estado de 1976. Finalmente lo descartaron. Analía Kalinec [fundadora de la organización original argentina] las acompañó.
A Kalinec la marcha uruguaya la impresionó por lo multitudinaria: no es algo común en ningún país latinoamericano que una manifestación de esta naturaleza reúna cada año a 50 mil, 60 mil personas, a veces más. Y Uruguay no es un país como los otros de la región: en pequeñez les gana por lejos. Pero hubo algo que le chocó, o al menos no entendió: el silencio. «Quedé un poco contrariada», dijo. No solo porque en Argentina las movilizaciones son muy ruidosas, sino porque en este tipo de temas el mutismo le parece particularmente inapropiado. «Sabemos del pacto de silencio de los represores. Y en Historias Desobedientes venimos denunciando también los mandatos de silencio intrafamiliares.» El propio lema de la marcha de ese año, «La verdad sigue secuestrada y es responsabilidad del Estado», le parecía incongruente, contradictorio, con las bocas cerradas de los manifestantes, que solo las abrían para gritar presente a cada mención de los nombres de los desaparecidos por los altoparlantes o para cantar el himno nacional. […]
II. RUTA 129
Fue un día de abril de 2019 que un positivo en un test de compatibilidad genética le confirmó a Marcela (argentina de 42 años residente en España desde casi dos décadas atrás) que su apellido materno real era el que creía que era desde que vio en un archivo de Abuelas de Plaza de Mayo la foto de Norma Síntora, desaparecida en Buenos Aires en 1977, y no el que había llevado desde poco después de su nacimiento. Supo igualmente ese día que su padre biológico vivía y que estaba en Uruguay. Y que tenía un hermano mayor en Córdoba y un medio hermano en Montevideo. Marcela Solsona Síntora se convertía entonces en la nieta 129 encontrada por las Abuelas de Plaza de Mayo (unos meses después aparecería el nieto 130 y luego, hasta fines de 2024, el 131, el 132, el 133, hasta el 139), sobre un total de alrededor de 500 personas apropiadas cuando eran niños y niñas por quienes secuestraron e hicieron desaparecer a sus madres. Comenzaba Marcela oficialmente un proceso para el cual ya se había estado preparando, acaso inconscientemente –dice ella–, desde hacía varios años, pero que no inició en serio hasta que le llegó la confirmación de su identidad biológica. Y que suponía, para empezar, un desdoblamiento: que en algunos ámbitos se la comenzara a conocer por una combinación de sus apellidos biológicos y su nombre de pila de «adopción» y en otros siguiera siendo «la de siempre». Y luego descubrimientos (hasta deslumbramientos). Choques. Idas y vueltas. Y cruces: entre países, historias, ambientes, ideas del mundo.
ESPEJOS
Marcela está peinándose en el baño de su casa, en Buenos Aires. Tiene algo más de 19 años y hace mes y poco que murió quien ella pensaba que era su padre. Su abuela, que no es su abuela, por despecho hacia su propia hija, que no es la madre de Marcela, pero a la que entonces, e incluso hoy, Marcela llama su madre, le ha lanzado por esos días que es adoptada. Así, de un golpe, tras una discusión.
«Me lo tiró para herirme a mí, y sobre todo a mi madre, con la que se llevaba a las patadas. Mi madre –dice Marcela– era terrible, yo vivía peleando con ella, pero mi abuela era una gran hija de puta.»
Aquel día de 1997, mientras se estaba peinando frente al espejo, Marcela tuvo «una sensación muy rara», que hasta ahora recuerda nítidamente. «Una sensación de no saber si el cepillo era mío o no. Si la que se estaba mirando al espejo era yo o no.»
Con casi 20, «ya era bastante grande», dice, y por el año en que había nacido, 1977, podía suponer que era hija de desaparecidos. Así es la historia argentina –rioplatense, acaso latinoamericana– reciente: si uno es adoptado en condiciones no muy claras y tiene determinada edad, no es raro que piense que puede llegar a ser descendiente de desaparecidos políticos. Pero el tema no formaba para nada parte de su universo y ella no tenía «ningún interés» en averiguarlo. «Estaba muy satisfecha con mi vida. Acababa de fallecer mi papá y pensé que meterme a indagar en esas cosas era como traicionarlo, como faltarle el respeto.»
Le llevó un tiempo a Marcela lograr que Irma, su madre que no era su madre, le confirmara que no era su hija. Cuando lo hizo, le cuenteó una historia: que era nieta de un alto oficial del Ejército cuya hija había quedado embarazada muy jovencita y en familia, por esas cuestiones de honor por las que tanto apego tienen los militares, habían decidido darla en adopción.
Un médico amigo que trabajaba para la Policía Federal fraguó luego una partida de nacimiento según la cual Marcela había nacido el 30 de junio de 1977. En su casa y por «parto natural».
NATURALMENTE
Hubiera debido llamarse Soledad. Así lo habían decidido sus padres biológicos, Carlos Solsona y Norma Síntora, en aquella primavera de 1976 tan espantosamente convulsionada. Pero la niña le fue arrancada a su madre cuando apenas tenía dos días de nacida y de la existencia de Carlos recién se enteró pasados los 40. Hasta entonces vivió otra vida, acaso diametralmente opuesta a la que hubiera debido tener «si las cosas hubieran seguido su camino, digamos, natural». Carlos lo dice, pero enseguida duda: «¿Qué es lo que hubiera debido vivir “naturalmente” mi hija? ¿Cómo lo puede asegurar nadie?». Y luego: «Fue de las cosas más terribles que hicieron los milicos en todos estos países: que los quilombos naturales que cada uno tiene fueran mucho más profundos. Trastocaron las vidas de decenas de miles de personas de varias generaciones. Y lo planearon».
Marcela Solsona Síntora nació el 28 de junio de 1977 –no el 30 que constaba en la falsa partida– en algún centro clandestino de detención adonde fue llevada su madre Norma, detenida y secuestrada el mes anterior en la periferia de Buenos Aires. Nació en cautiverio, no «a domicilio». Y nunca fue legalmente adoptada.
Cuando fue detenida, Norma Síntora tenía 25 años y estaba embarazada de ocho meses. Militaba, como su pareja, tres años mayor, en el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Ambos también formaban parte de su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo. Eran ya padres de un nene, Marcos, de año y medio. Se habían conocido en Córdoba, la provincia de donde ella era oriunda y a la que Carlos, nacido en Santa Fe, había llegado recién veinteañero para ir a la universidad, meses antes de que en 1969 estallara el Cordobazo, una de las rebeliones más importantes de la historia latinoamericana reciente. […]
En esos hierros se forjó también Norma.