Los delitos violentos recrudecen. El comportamiento de los homicidios tomó, hace ya más de un año, un perfil más propio de los tiempos prepandémicos. A pesar de los discursos triunfalistas, las causas y las dinámicas de las violencias se mantienen inalteradas. Si bien hay una Policía algo mejor de la que emergió de la dictadura y acompañó a la recuperada democracia, y existe un proceso penal reformado que presenta mayores niveles de eficiencia que el proceso inquisitivo, todo ello es y será marcadamente insuficiente para lidiar con problemas de hondas raíces estructurales. Por si fuera poco, tenemos un gobierno de derecha que hizo durante 15 años una oposición estruendosa y demagógica en temas de seguridad; que llevó agua para su molino y hoy se le desborda; que amortiguó el tema durante los primeros meses de su gestión gracias a la pandemia, y que sobrevive con base en la política de «guerra a las drogas» y en los señalamientos constantes a las gestiones del Frente Amplio (FA). Las derechas saben defenderse con argumentos que creen arraigados en el sentido común de las representaciones dominantes, no importa qué tan falsos y abusivos puedan llegar a ser. ¿Nos sorprende, acaso, lo que estamos viendo? ¿Podemos esperar de este gobierno algo distinto? ¿Dónde materializar las esperanzas políticas para un proyecto eficaz, sostenible y democrático en seguridad?
A lo largo del tiempo nos hemos formulado varias veces esta última pregunta. Hemos creído que en el espectro político de izquierda, con sus más y sus menos, estaba latente esa posibilidad, que debía ser trabajada sin descanso. El paso del tiempo ha diluido esas esperanzas y, al observar hoy las formas y los discursos predominantes a la hora de ejercer la oposición en estos temas, las razones para el escepticismo no merman. La profundidad de los problemas, la previsión de agravamiento, la explotación un tanto oportunista de los dramas de la gente, el estancamiento de la imaginación política que no logra proyectar ideas más allá de lo que se hizo, la sensibilidad extrema para detectar la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio, la imposibilidad de ambientar discusiones serias, pues siempre hay algo en juego (elecciones, disputas internas), son algunos elementos que contornean esa percepción negativa.
Ese sentimiento puede ser sesgado o lisa y llanamente carecer de fundamento. No faltarán las voces de los que siempre viajan en las olas del pensamiento superado y defienden todo lo que existe (tal cual existe) que digan que hay cuadros y estrategia, que las cosas se están moviendo, que tenemos por delante una alentadora discusión programática asentada en una mejora de la capacidad de escucha y comprensión de las demandas. Aprendemos y revisamos el rumbo, sostienen. Nadie tiene derecho a erosionar ese lento resurgir del entusiasmo. Más aún, para que ese proceso no sea una respuesta refleja o un mero autoengaño, sería importante que se acompañara con el cumplimiento de algunos requisitos.
En el área de la seguridad y la convivencia, la primera tarea es tomar plena conciencia de lo que se hizo –y cómo se hizo– durante los tres gobiernos del FA. No es un trabajo sencillo, pues hay que aquilatar dónde estuvieron concentrados los mayores esfuerzos y entender por qué muchas líneas promisorias quedaron en borrador. Las políticas inspiradas en el «realismo de derecha» coparon la agenda (en especial desde 2010), mientras se sostuvo un discurso ambiguo y se habilitaron algunas iniciativas que no pasaron a mayores. Ideas, procesos y resultados se combinaron complejamente, y evaluar todo eso exige dedicación analítica y mucho nivel de apertura política. Obliga al balance y a la revisión.
El problema es que, en un tema tan sensible, nunca es el momento de hacer esos balances, pues eso nos debilitaría aún más ante la derecha, según se sostiene desde distintos lados. No perdamos de vista un punto clave: las políticas de seguridad del FA quedaron afectadas por una profunda crisis de credibilidad y los costos políticos se han pagado y se seguirán pagando. No zafaremos de esas deudas pagándole al gobierno actual con la misma moneda. Solo a algunos pocos que tienen pretensiones –o a algunos de sus satélites– les ha servido este escenario. El proyecto colectivo ha quedado dañado y es muy difícil no sentirse inconsistentes. ¿Qué iniciativa, línea de acción o construcción política tenemos para defender con solidez ideológica y certeza de sus resultados?
Tan importante como el rumbo es evaluar cómo se hicieron las cosas. Cómo se diseñó la política, cómo se enrolaron a los aliados y cuál fue el encuadre para sostener los diálogos. Mirada a la distancia, la política se fue cerrando sobre sus propios intereses, excluyendo toda crítica (organizaciones como Ielsur y Serpaj fueron tildadas de «neoliberales» por sus reparos a las políticas criminales propias del realismo de derecha), priorizando una gestión particularista de las demandas, y sin ahorrar en golpes de efecto y en la utilización de la espectacularización mediática a través de la política del operativo. No hubo síntesis ni mediación, sino imposición, o a la sumo transacción.
Una segunda tarea consiste en el esfuerzo para reinterpretar las demandas. Frente a una problemática real y ante las tasas crecientes de victimización, «lo que la gente pide» ha sido siempre un enorme escollo para la gestión política. Obligados a las respuestas inmediatas, se apela a los instrumentos existentes para producir control, seguridad y autoridad. Pero esas demandas, a pesar de los esfuerzos, nunca logran satisfacerse, entre otras cosas porque están expresando dimensiones más escondidas de las experiencias. A la luz de lo que estamos viendo hoy en los territorios más vulnerables, que consiste en un repliegue vergonzoso del Estado, debemos valorar y replantear los intentos de los gobiernos anteriores. Al principio, las demandas de seguridad y convivencia buscaron canalizarse a través de un modelo participativo (por ejemplo, las Mesas Locales de Convivencia y Seguridad Ciudadana), que rápidamente fue sustituido por la lógica vertical de la Policía y la interpelación ciudadana en términos de «informantes». Los gobiernos locales y los programas sociales aportaron contenidos y estrategias para incidir en la raíz de las demandas, pero esos intentos estuvieron lejos de ser suficientes y, además, fueron interferidos muchas veces por la lógica del modelo de actuación policial y el peso del encierro como medidas de control.
Poner el ojo en estos asuntos nos llevará bastante más allá de las falsas oposiciones entre los enfoques sociales y las respuestas policiales. No alcanza con señalar que hay mucho para hacer y postular nuevos equilibrios. Hablar de integralidad, de política de Estado o de que la Policía no puede con todo tendría sentido si fuéramos capaces de ver qué tanto hemos hecho en esas líneas y qué espacio hay para nuevos discursos que las llenen de contenido.
En este contexto de época, habría que aspirar a políticas de redistribución y reconocimiento más ambiciosas. Los espacios sociales más vulnerables deben transformarse a través del trabajo y la formalidad, y no necesariamente por medio de operativos represivos. El gobierno de la seguridad tiene que habilitar otras estructuras institucionales para permitir la coordinación y el despliegue de políticas preventivas (el desarme civil, por ejemplo), nuevos proyectos de regulación y control de drogas, y programas de inserción para adolescentes y jóvenes. Las iniciativas institucionales para sostener las trayectorias de los más vulnerables y para desarticular socialmente las lógicas de la violencia y la venganza son tan imprescindibles como la transformación sustantiva del trabajo de la Policía, con base en un modelo que combine lo comunitario y la resolución de los problemas y que desarrolle fuertes mecanismos de fiscalización interna y externa. Las políticas criminales deben reformularse, con prioridad en las penas alternativas y en la inversión para la reinserción social. Una política de seguridad exitosa es la que reduce, al mismo tiempo, tanto la victimización (en particular, la victimización más violenta) como los niveles de crueldad y arbitrariedad que se imponen a través de los castigos (legales o no).
Estas y otras ideas deben discutirse y acordarse para luego plasmarse en una estrategia creíble. Lograr eso supone una reforma política de primer orden, pues implica cambiar las lógicas y las dinámicas hoy predominantes. La izquierda necesita nuevos libretos, actores y herramientas que restablezcan una credibilidad rota. Nada de eso será posible si no hay voluntad de enfrentar las resistencias y de redistribuir poder. A veces las inercias y los optimismos de circunstancia pueden esconder mucha impotencia, que a la larga es funcional a los intereses de unos pocos. Para un proyecto de izquierda, el propósito central siempre será construir una sociedad sin violencias. En los esfuerzos críticos y en las voces del silencio también hay un germen de esperanza.