Quizás cuando eras chica tuviste varicela, o
alguna enfermedad similar, y tu madre, para hacer más llevadera la fiebre o
simplemente para ayudar la llegada del sueño, te leyó alguno de esos cuentos
que aún resuenan en la memoria y que tienen hasta el día de hoy marginada la
imagen de ella en el borde del colchón, pasando su mano suave por tu frente y
entre los pelos vírgenes que se acumulaban en tus sienes –que se acumulan
también hoy, capaz, como remolinos rubios e incontrolables sobre los que
pasaste una y otra vez la planchita de pelo cuando tenías 13 años y querías a
toda costa convertirte en otra persona (o tan solo alejarte un poco más de
ella, de su pelo salvaje y negro y enorme; negar que ese vientre todavía
llamaba y que todavía llama, como única cuna real para cuando la cabeza pesa
demasiado). Y en ese entonces te parecía que “nunca hubo un tiempo en el que
ella/ no conociese esa historia –la joven chica/ y su benevolencia, la joven
chica y su casa de barro”. Y vos, medio dormida en la penumbra o tan sólo
agotada y con los músculos débiles, la escuchabas narrarle al vacío los viajes
y aventuras de personajes con tu mismo nombre, con tu mismo aspecto, con los
mismos lentes; la escuchabas pasando las páginas como un suspiro y con la misma
delicadeza con la que rascaba tu espalda y acariciaba tu cuero cabelludo. Y
entonces ahora, después de pasados todos esos años, ahora que estás agarrotada
contra la camilla metálica y disfrazada de enferma, o ahora, todavía “firmando
papeles que dicen que no estás más enamorada de él”, vuelve a la memoria el
murmullo de esas yemas tibias contra la piel, esos minutos largos donde todo
estaba bien, donde todo era cálido, cuando todavía no habías descubierto el
rencor, la rabia sin sentido, porque fue ella quien te hizo mujer, quien te guardó
en su seno todo ese tiempo, la que te dijo que tuvieras cuidado, que no
confiaras en esos hombres, que te cuidaras de ellos y de los pliegues de sus
intenciones; porque fue ella quien te dio esos ojos, y esa culpa, y la manía de
apretar los dientes por angustia, cuando llega la hora de dormir y perdiste la
costumbre de la caricia noctámbula, pero, sí, la añorás desesperadamente.
Entonces, después de todos estos años, acostada panza arriba esperando algún amparo, quisiste creer que “esa generosidad viene también de Dios/ quien ahora, cuando ya tenés la fuerza para preguntar/ podría empezar a contar esa historia de nuevo, tal y como tu madre lo hacía/ empezar a narrarla desde el mismo punto en el que fue abandonada aquella vez”.
Keetje Kuipers nació en Oregón, Estados Unidos. Es profesora en la Universidad de Auburn. Tiene tres libros editados, Beautiful in the Mouth,The Keys to the Jaily All its Charms. Su poesía ha sido publicada en American Poetry Review, Prairie Schooner y otras revistas literarias. Fue nominada varias veces para el premio Pushcart. Actualmente, vive en Auburn con su esposa e hija.