En Cali la memoria reviste las paredes. La tercera ciudad más populosa de Colombia está adornada con murales que representan el estallido social: las inmensas protestas que sacudieron Colombia entre abril y junio de 2021, originadas por las despiadadas condiciones sociales existentes y recibidas con una represión feroz por parte del Estado colombiano. Pinturas de cinco metros de jóvenes asesinados por la Policía dominan carreteras congestionadas, señalando la negativa de los residentes a olvidar los crímenes cometidos por el régimen autoritario de Iván Duque (2018-2022). Este año, en el segundo aniversario de la revuelta, los puntos de resistencia de la ciudad han sido reimaginados. Se han creado nuevas obras de arte callejero, al tiempo que se han organizado comidas comunitarias y actuaciones musicales para reunir a los afectados por los acontecimientos: los padres y las madres de los activistas muertos en la represión, los manifestantes con heridas que les han cambiado la vida, etcétera. «A la Policía no le gustaba que nos reuniéramos así antes», comenta un grafitero con un aerosol en la mano. «Pero, desde las elecciones, tienden a dejarnos en paz.»
En junio de 2022 la revuelta contra Duque culminó con la elección del primer gobierno progresista de Colombia, encabezado por el presidente Gustavo Petro y la vicepresidenta Francia Márquez. La última vez que un izquierdista hizo una apuesta seria por la presidencia fue en 1948, cuando la probable victoria de Jorge Eliécer Gaitán se vio frustrada por su asesinato.
El PBI colombiano se sitúa en torno a la media latinoamericana, pero los niveles de desigualdad se cuentan entre los más altos de la región. Durante décadas, las poblaciones campesinas, indígenas y afrocolombianas han sido desplazadas por la fuerza para facilitar una mayor concentración de la tierra. Desde principios de la década del 80 los paramilitares han expulsado a las poblaciones de enormes extensiones de las zonas rurales a medida que se ha ido extendiendo la economía extractiva, junto con la ganadería, la agricultura intensiva y la producción de cocaína. Durante la presidencia derechista de Álvaro Uribe (2002-2010), la oligarquía terrateniente, que solo representa una ínfima fracción del total de propietarios, aumentó sus posesiones de tierras agrícolas del 47 por ciento al 68 por ciento del total, mientras que el 80 por ciento de los campesinos vivía en situación de pobreza. La clase trabajadora urbana ha sufrido permanentemente bajos salarios e inestabilidad laboral, y su capacidad de organizarse para mejorar las condiciones se ha visto fatalmente debilitada por la violencia sistemática ejercida contra los líderes sindicales y los activistas comunitarios. Durante el mandato de Duque, el 42 por ciento de la población se hallaba en situación de pobreza, gracias a la combinación de políticas hiperneoliberales y mala gestión de la pandemia.
Estas asimetrías son, en parte, consecuencia del corrupto sistema político colombiano. En 1958 los dos partidos de la élite gobernante, el Partido Liberal y el Partido Conservador, acordaron que el poder rotaría entre ellos como parte del pacto denominado Frente Nacional. Este duopolio antidemocrático fue contestado por los movimientos guerrilleros surgidos tras la revolución cubana: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Las FARC, en particular, encontraron apoyo entre la población pobre de las zonas rurales, ya que la guerrilla proporcionaba infraestructuras, servicios y seguridad en territorios abandonados por el Estado. Tras medio siglo de lucha, en 2016 el grupo acabó firmando un acuerdo de paz con el gobierno de Juan Manuel Santos.
Cuando Duque llegó al poder, dos años después, prometió romper los acuerdos y adoptar una línea dura contra las fuerzas guerrilleras. Su gobierno privó al acuerdo de financiación y recursos y se negó a aplicar sus mecanismos de seguridad y sus programas de desarrollo rural. Los asesinatos de activistas sociales y de exguerrilleros se dispararon.
LAS PROMESAS Y LOS LÍMITES
El «gobierno del cambio» de Petro, formado por una amplia panoplia de partidos ubicados desde el centro hacia la izquierda del espectro político y constituido en el llamado Pacto Histórico, fue elegido con la promesa de abordar estas crisis sociales y políticas endémicas. Petro obtuvo el 50 por ciento de los votos en 2022, con unos índices de participación inusualmente altos en las desatendidas regiones del Pacífico, el Caribe y la Amazonia, mientras que su oponente, el populista de derecha Rodolfo Hernández, obtuvo el 47 por ciento. El nuevo presidente prometió satisfacer las necesidades de los marginados: comunidades rurales, minorías étnicas, jóvenes y trabajadores de bajos ingresos, lo que se lograría mediante la reactivación del proceso de paz y la estimulación del desarrollo económico, esto es, implementando el acuerdo de 2016 y desarrollando, al mismo tiempo, una transición verde. Desde el punto de vista legislativo, el gobierno se ha centrado hasta ahora en tres áreas clave –el mercado laboral, la sanidad y las pensiones–, al tiempo que ha iniciado un diálogo con los distintos grupos armados del país.
Los posibles logros de Petro están sometidos a límites precisos, dado que constitucionalmente solo puede optar a un único mandato de cuatro años y se enfrenta a una enconada oposición por parte del establishment colombiano. La falta de una mayoría en el Congreso ha comprometido su capacidad para aprobar reformas significativas. La alianza inicial entre el gobierno y los partidos de la élite tradicional –Partido Liberal, Partido Conservador y Partido de la U– se ha fracturado, mientras que el uribista Centro Democrático (CD) y la Liga de Gobernantes Anticorrupción, de Hernández, han hecho todo lo posible por obstruir las políticas sociales.
La administración está bajo el ataque constante de los medios de comunicación de las grandes empresas, liderados por la revista neoconservadora Semana, propiedad del conglomerado bancario Gilinski. Y Eduardo Zapateiro, comandante en jefe del Ejército colombiano desde diciembre de 2019, tras haber sido nombrado por Duque, ha denunciado enérgicamente a Petro, llegando incluso a tacharlo de «criminal» durante la campaña electoral. Aunque Zapateiro renunció a su cargo poco después de las elecciones de 2022 y Petro destituyó rápidamente a 15 generales vinculados a violaciones de los derechos humanos, sigue existiendo incertidumbre sobre la relación entre el Ejército y el Poder Ejecutivo.
REFORMAS Y TRANCAZOS
Los derechos de los trabajadores colombianos se cuentan entre los más endebles del mundo, tras años de legislación antisindical y asesinato de miles de sindicalistas desde la década del 70 a manos de las fuerzas del Estado y de sus representantes paramilitares. El nombramiento por Petro de una sindicalista experimentada, Gloria Ramírez, como ministra de Trabajo ha supuesto un paso importante para corregir este sangriento historial. La legislación laboral estrella del gobierno, cuyo proyecto de ley ha sido presentado al Congreso a principios de este año, prevé aumentar los salarios de las horas extraordinarias y el trabajo nocturno, tomar medidas drásticas contra la subcontratación y fortalecer los contratos de trabajo. También aboga por imponer un marco regulador al vasto sector informal, que representa al menos la mitad de la fuerza de trabajo colombiana y es especialmente vulnerable en tiempos de crisis. El 20 de junio este conjunto de reformas fue archivado por falta de quorum, un resultado celebrado por el CD uribista y el partido de centroderecha Cambio Radical. Mientras que los opositores han proclamado que la legislación está muerta y bien muerta, el Ministerio de Trabajo insiste en que puede reactivarse, aunque todavía no ha conseguido reunir los votos necesarios.
A la reforma sanitaria de Petro le ha ido un poco mejor. La reestructuración de la sanidad pública era una necesidad urgente tras la pandemia, ya que el personal de los hospitales moría o dimitía en masa debido a las peligrosas condiciones de trabajo imperantes en ellos. La infrainversión crónica hace que los niños de regiones periféricas, como La Guajira y Chocó, sigan muriendo de desnutrición y enfermedades evitables, mientras que muchos colombianos pobres, sobre todo en las zonas rurales, tienen dificultades para acceder incluso a una atención médica rudimentaria. El nuevo proyecto de ley del gobierno consagra la asistencia sanitaria como un derecho universal, afirmando que la posición de clase no debe determinar las posibilidades de supervivencia. Además de mejorar la remuneración del personal, el proyecto de ley pretende reducir las disparidades en el acceso a la sanidad entre la población urbana y la rural, así como aumentar las pruebas preventivas de enfermedades.
Los partidos del establishment pertenecientes a la alianza de Petro en el Congreso se opusieron unánimemente a esta reforma. Como respuesta a ello, Petro rompió el pacto y destituyó a los principales ministros que se oponían a los planes de eliminar el papel de los proveedores privados. De este modo, logró que la legislación pasara a la fase uno, en la que ahora espera un nuevo debate. Pero la ruptura del acuerdo en el Congreso ha socavado sus intentos de proyectar una imagen de unidad y puede dificultar la aprobación de otras leyes más adelante.
La ley de pensiones de Petro pasó su primer debate en el Congreso el 14 de junio pasado y tiene programados otros dos en medio de la oposición frontal del CD de Uribe y de los conservadores. En el sistema actual, el empleo informal y los bajos ingresos hacen que solo una cuarta parte de los trabajadores colombianos tenga derecho a una pensión, lo que obliga a muchos de ellos a pasar penurias económicas o a depender de sus familias. Las nuevas propuestas garantizarían una pensión mínima a todos los jubilados, reducirían la brecha entre los que ganan menos y los que ganan más y transferirían los fondos de pensiones privados al sistema público de Colpensiones. Los opositores afirman que esto penalizaría a los trabajadores con mayores ingresos, mientras que el gobierno estima que sacará de la pobreza a 3 millones de personas mayores.
LA ESQUIVA PAZ
Hasta ahora, el intento de Petro de poner fin al conflicto armado y revivir el acuerdo con las FARC, conocido como la estrategia de Paz Total, ha arrojado resultados ambivalentes. Consciente de que los acuerdos de 2016 fueron socavados anteriormente por la hostilidad de la derecha, Petro ha intentado enmarcar el proceso de paz como un proyecto nacional en lugar de presentarlo como una tregua bilateral, nombrando a oponentes políticos, como José Félix Lafaurie, presidente de la ultraconservadora asociación de ganaderos Fedegán, en sus equipos de negociación. Sin embargo, como los gobiernos anteriores no aplicaron el acuerdo de paz, en las zonas que antes controlaban las guerrillas han proliferado grupos armados más pequeños que compiten por ocupar el vacío de poder.
Como resultado, el conflicto sigue siendo moneda corriente en los departamentos de Cauca, Nariño y Putumayo, en el suroeste del país; en los departamentos de Antioquia, Córdoba y Chocó, en el noroeste, y a lo largo de la frontera con Venezuela, en los departamentos de Arauca y Norte de Santander. Duque exacerbó estos problemas aumentando la militarización, lanzando bombardeos que mataron a civiles y dando vía libre a los soldados para cometer abusos sin mermar seriamente las capacidades de los grupos objetivo de la represión. Petro, por el contrario, ha intentado poner en marcha programas de desarrollo en estas zonas, pero esta solución a largo plazo aún no ha supuesto un alivio para sus comunidades. Un total de 82 activistas sociales y 19 exguerrilleros de las FARC han sido asesinados solo en el primer semestre de 2023.
Las negociaciones con el ELN, la mayor organización guerrillera activa existente en Colombia, se han reanudado en el punto en que quedaron durante el mandato de Santos. Pero, mientras que este se negaba categóricamente a discutir cuestiones macroeconómicas, Petro ha intentado buscar puntos de encuentro. El 27 de abril el gobierno y el ELN firmaron una agenda de negociación, bautizada como Acuerdo de México, que prometía examinar «el modelo económico, el sistema político y las doctrinas que obstaculizan la unidad y la reconciliación nacionales», y afirmaba que la construcción de la paz requiere «la eliminación del actual sistema de explotación y depredación, así como la creación de condiciones para la equidad social y económica».
Las conversaciones no han sido coser y cantar, pero parece que ahora puede alcanzarse una solución. La tercera ronda concluyó con el anuncio de un alto el fuego bilateral, que comenzó esta primera semana de agosto y tendrá una duración inicial de seis meses. También se han mantenido conversaciones con dos grupos armados «disidentes»: la Segunda Marquetalia, que abandonó el proceso de paz anterior, y el Estado Mayor Central, que nunca lo suscribió. En este caso, el alto el fuego ha resultado más difícil de alcanzar y Petro ha tenido que enfrentarse a la oposición de políticos que lo instaban a abandonar la iniciativa.
Tras haber hecho campaña sobre la necesidad de eliminar gradualmente la dependencia económica de Colombia de los combustibles fósiles, que ha fomentado la deforestación y la contaminación de los recursos naturales, el gobierno ha impulsado una legislación contra el fracking, al tiempo que ha prohibido nuevas licencias de exploración de petróleo y gas. En marzo el gobierno anunció sus planes de transición hacia una economía verde, por medio de la inversión en energías renovables y la modernización de sus infraestructuras. La vicepresidenta Márquez, protectora insobornable del medioambiente, ha sido una poderosa defensora de este programa, pero, como la riqueza mineral de Colombia sigue fluyendo del subsuelo del país a las arcas extranjeras, no será fácil conseguir el nivel de cooperación internacional necesario para implementar una gran transición energética. Y si los ingresos procedentes de las exportaciones de combustibles fósiles empiezan a disminuir, el gobierno deberá encontrar fuentes de financiación alternativas –que pueden escasear– para los proyectos redistributivos y de consolidación de la paz.
ESCENARIO REGIONAL
El proyecto de Petro se ha visto fortalecido por el resurgimiento de gobiernos progresistas en Brasil, México, Chile, Bolivia y otros países. A pesar de sus divisiones internas, este bloque de poder regional ha hecho menguar las influencias estadounidense y europea en la región. El ascenso de China ha contribuido a este reequilibrio, ya que los Estados miran cada vez más hacia el Este en busca de comercio e inversión, lo que contrasta con lo sucedido durante el período 2015-2019, en el que los gobiernos conservadores de América Latina actuaron como enlaces voluntarios de la política exterior estadounidense.
Mientras que Duque se unió al intento de golpe de Estado respaldado por Estados Unidos contra el gobierno de Maduro, Petro reabrió rápidamente las relaciones diplomáticas con Venezuela, coordinando una respuesta conjunta a la migración masiva y el aumento de la violencia en las zonas fronterizas. El consenso regional también se ha vuelto bruscamente en contra de la «guerra contra las drogas» liderada por Estados Unidos, que ha devastado el continente durante más de 50 años. Aunque el antimperialismo de la primera ola bolivariana no se ha manifestado con tanta fuerza en esta segunda, la configuración de un mundo cada vez más multipolar ofrece a Petro y a sus aliados un mayor margen de maniobra. Las preocupaciones de que la potencia hegemónica global pudiera desestabilizar su gobierno aún no se han hecho realidad.
EQUILIBRIO Y COMPROMISOS
Sin embargo, el gobierno sigue siendo vulnerable en otros frentes. Margarita Cabello, la procuradora general de la nación, de derecha, encargada de supervisar la conducta de los cargos electos, ha señalado a congresistas del Pacto Histórico para su destitución, alegando su oposición a la Policía durante las protestas de 2021. Y Francisco Barbosa, el fiscal general de la nación, nombrado por Duque, ha obstaculizado los procesos de paz al negarse a levantar las órdenes de detención que pesaban contra determinados líderes de los grupos armados e impedir su participación en las conversaciones de paz. A principios de junio, la jefa de gabinete de Petro fue acusada de someter a la niñera de su casa a vigilancia ilegal. Poco después, el propio Petro fue acusado de beneficiarse de la financiación ilegal de su campaña, basándose en una grabación de audio filtrada de su asesor Armando Benedetti. El presidente describió estos escándalos inventados como un intento de golpe blando y los vinculó a la larga historia de lawfare desplegado contra otros líderes socialdemócratas en toda América Latina.
El Pacto Histórico termina así su primer año de gobierno, intentando equilibrar las demandas de los movimientos sociales que lo impulsaron al poder con las de una clase política que conserva el poder legislativo. El compromiso será esencial, lo que podría significar el sacrificio de algunos elementos centrales de la agenda de Petro para que otros puedan avanzar. Un plan de sucesión también es crucial para el «gobierno del cambio», ya que, de lo contrario, sus logros podrían ser revertidos por el próximo presidente. Las elecciones de 2022 se ganaron por un estrecho margen, que podría desaparecer por una mala planificación de la campaña de 2026. Tal vez inevitablemente, en medio de la constante corriente de publicidad negativa y el aparentemente inextricable atolladero legislativo, los índices de aprobación de Petro han empezado a descender recientemente. Las elecciones locales previstas para octubre servirán de referéndum sobre su mandato. ¿Podrá la oposición aprovecharlas para socavar aún más sus ambiciones reformistas o el espíritu del estallido social sostendrá a la izquierda colombiana?
(Publicado originalmente en inglés por New Left Review y traducido al español por El Salto.)