La brújula del duelo - Semanario Brecha
Sobre la violencia y la condena de la violencia en Israel y Palestina

La brújula del duelo

Los temas que más discusión pública necesitan, los que de forma más urgente necesitan ser discutidos son los que resultan difíciles de discutir dentro de los marcos que tenemos ahora a nuestra disposición. Aunque una desee ir directo al tema en cuestión, se topa con los límites de un marco que hace casi imposible decir lo que una tiene que decir. Quiero hablar de la violencia, de la violencia actual, de la historia de la violencia y de sus múltiples formas. Pero si una quiere documentar la violencia, lo que significa entender el bombardeo y los asesinatos en Israel por parte de Hamás como parte de esa historia, puede ser acusada de «relativizar» o «contextualizar». Tenemos que condenar o aprobar, lo cual tiene sentido, pero ¿eso es todo lo que se exige éticamente de nosotras? De hecho, condeno sin reservas la violencia cometida por Hamás. Fue una masacre aterradora y abominable. Esa fue mi reacción inicial, y perdura. Pero hay, también, otras reacciones.

Casi de inmediato, todos quieren saber de qué «lado» estás, y está claro que la única respuesta posible a esas matanzas es una condena inequívoca. Pero ¿por qué a veces pensamos que preguntar, si estamos usando el lenguaje correcto o si tenemos una buena comprensión de la situación histórica, socava la posibilidad de una firme condena moral? ¿Estamos realmente relativizando si preguntamos qué es exactamente lo que estamos condenando, cuál debería ser el alcance de esa condena y cuál es la mejor manera de describir la configuración política o las configuraciones a las que nos oponemos? Sería extraño oponerse a algo sin entenderlo o sin describirlo bien. Sería especialmente extraño creer que condenar exige negarse a entender, por temor a que el conocimiento solo pueda cumplir una función relativizadora y minar nuestra capacidad de juzgar. ¿Y si fuera moralmente imperativo extender nuestra condena a otros crímenes tan atroces como los que repetidamente ponen en primer plano los medios de comunicación? ¿Cuándo y dónde empieza y termina nuestra condena? ¿No necesitamos una evaluación crítica e informada de la situación, que acompañe la condena moral y política, sin el temor de que adquirir conocimientos nos convierta, a los ojos de los demás, en incapaces morales cómplices de crímenes abominables?

Hay quienes usan la historia de violencia israelí en la región para exonerar a Hamás, pero para lograr ese objetivo emplean una forma corrupta de razonamiento moral. Seamos claros, la violencia israelí contra los palestinos es abrumadora: los bombardeos implacables, el asesinato de personas de todas las edades en sus casas y en la calle, las torturas en las cárceles, la hambruna provocada en Gaza y el despojo de viviendas. Y esta violencia, en sus múltiples formas, se libra contra un pueblo sin Estado, sujeto a las reglas del apartheid y el dominio colonial. Sin embargo, el Comité de Solidaridad con Palestina de Harvard comete un error cuando emite una declaración en la que afirma que «el régimen del apartheid es el único culpable» de los ataques mortales de Hamás contra objetivos israelíes. Es errado atribuir la responsabilidad de esa manera, y nada debería exonerar a Hamás de la responsabilidad por los horribles asesinatos que ha perpetrado. Al mismo tiempo, este comité y sus miembros no merecen por ello ser incluidos en una lista negra ni ser amenazados. Tienen toda la razón cuando llaman a tener en cuenta la historia de violencia en la región: «Desde las confiscaciones sistemáticas de tierras hasta los ataques aéreos de rutina, desde los arrestos arbitrarios hasta los checkpoints militares, desde las separaciones forzadas de sus familias hasta los asesinatos selectivos, los palestinos se han visto obligados a vivir en un estado de muerte, tanto lenta como repentina».

Esa es una descripción acertada, y es algo que debe ser dicho, pero de allí no se desprende que la violencia de Hamás sea solo violencia israelí con otro nombre. Es verdad que debemos entender por qué grupos como Hamás cobraron fuerza a la luz de las promesas incumplidas de Oslo y de ese «estado de muerte, tanto lenta como repentina» que describe la experiencia vital de muchos palestinos que viven bajo ocupación, ya sea por la vigilancia y la constante amenaza de detención administrativa sin el debido proceso o por el cerco cada vez más intenso que le niega a la población de Gaza medicamentos, alimentos y agua. Sin embargo, no obtenemos una justificación moral o política para las acciones de Hamás haciendo referencia a su historia. Si se nos pide que entendamos la violencia palestina como una continuación de la violencia israelí, como nos pide el Comité de Solidaridad con Palestina de Harvard, entonces solo hay una fuente de culpabilidad moral, e incluso los palestinos no son dueños siquiera de sus propios actos de violencia. Así no se reconoce la autonomía de la acción palestina. La necesidad de separar la comprensión de la violencia generalizada e implacable del Estado de Israel de cualquier justificación de la violencia es crucial si queremos considerar qué otras formas hay de derrocar el dominio colonial, detener los arrestos arbitrarios y la tortura en las cárceles israelíes y poner fin al asedio de Gaza, donde el agua y la comida son racionadas por el Estado nación que controla sus fronteras. En otras palabras, la respuesta a la pregunta de qué mundo es todavía posible para todas las personas que habitan esa región depende de las formas de poner fin al dominio colonial. Hamás tiene una respuesta aterradora y espantosa a esa pregunta, pero hay muchas otras. Sin embargo, si se nos prohíbe referirnos a «la ocupación» (que es parte del Denkverbot1 alemán contemporáneo) y si ni siquiera podemos debatir sobre si el gobierno militar israelí en la región es o no apartheid racial o colonialismo, entonces no tenemos ninguna esperanza de comprender el pasado, el presente o el futuro. Mucha gente que ve la masacre a través de los medios se siente muy desesperanzada. Pero una de las razones por las que no tienen esperanza es precisamente que la están mirando a través de los medios de comunicación, viviendo en el mundo sensacionalista y pasajero de la indignación moral desesperada. Una moral política diferente requiere tiempo, una forma paciente y valiente de aprender y nombrar, para que podamos acompañar la condena moral con imaginación moral.

Me opongo a la violencia que Hamás ha infligido y no tengo excusas para ella. Cuando digo esto, estoy dejando en claro una posición moral y política. Pero no me pongo a dar vueltas cuando reflexiono sobre lo que presupone e implica esa condena. Cualquiera que se me una en esta condena podría querer saber si la condena moral debe o no basarse en cierta comprensión de aquello a lo que se opone. Una podría decir «no, no necesito saber nada sobre Palestina o sobre Hamás para saber que lo que han hecho está mal y condenarlo». Y si una se detiene ahí, confiando en las representaciones mediáticas contemporáneas, sin preguntarse si realmente estas representaciones son correctas y útiles, si estas representaciones permiten que las historias sean contadas, entonces una acepta una cierta ignorancia y confía en el marco que se le ha presentado. A fin de cuentas, todos estamos muy ocupados y no podemos ser todos historiadores o sociólogos. Esa es una forma posible de pensar y vivir, y mucha gente bien intencionada vive de esa forma. Pero ¿a qué precio?

¿Qué pasaría si nuestra moral y nuestra política no se agotaran en el acto de condena? ¿Qué pasaría si insistiéramos en preguntar qué forma de vida libraría a la región de esta violencia? ¿Qué pasaría si, además de condenar crímenes aborrecibles, quisiéramos también crear un futuro en el que esa violencia llegara a su fin? Se trata de una aspiración normativa que va más allá de la condena momentánea. Para lograrlo, tenemos que conocer la historia de esta situación: el crecimiento de Hamás como grupo militante en medio de la devastación que siguió a los Acuerdos de Oslo, especialmente para aquellos en Gaza que nunca vieron cumplirse las promesas de autogobierno; la formación de otros grupos palestinos con otras tácticas y objetivos, y la historia del pueblo palestino y sus aspiraciones de libertad y derecho a la autodeterminación, de liberación del dominio colonial y de la violencia militar y carcelaria generalizada. Entonces podríamos ser parte de la lucha por una Palestina libre en la que Hamás sería disuelto o reemplazado por grupos con aspiraciones no violentas de convivencia.

Para aquellos cuya posición moral se limita únicamente a condenar, comprender la situación no es el objetivo. La indignación moral de este tipo es, podría decirse, a la vez antintelectual y presentista. No obstante, indignarse también puede llevar a una persona a consultar los libros de historia para descubrir cómo pudieron ocurrir acontecimientos como estos y a pensar en cómo las condiciones podrían cambiar, de modo que un futuro de violencia no sea la única posibilidad. No debería darse el caso de que la «contextualización» se considere una actividad moralmente problemática, aunque existen formas de contextualización que pueden usarse para trasladar la culpa o para exonerar. ¿Podemos distinguir entre esas dos formas de contextualización? Solo porque algunos piensen que contextualizar la violencia nos desvía de o, peor aún, racionaliza la violencia, no significa que debamos capitular ante la afirmación de que todas las formas de contextualización son formas de relativización moral. Cuando el Comité de Solidaridad con Palestina de Harvard afirma que «el régimen de apartheid es el único culpable» de los ataques de Hamás, está adhiriendo a una versión inaceptable de responsabilidad moral. Parece que para entender cómo se produjo un evento o qué significado tiene tenemos que aprender algo de historia. Eso significa que tenemos que ampliar la lente más allá del espantoso momento presente, sin negar su horror, al mismo tiempo que nos negamos a permitir que ese horror represente todo el horror que hay que representar, conocer y rechazar. Los medios de comunicación actuales, en su mayor parte, no detallan los horrores que el pueblo palestino ha vivido durante décadas en forma de bombardeos, ataques arbitrarios, arrestos y asesinatos. Si los horrores de los últimos días en el sur de Israel asumen una mayor importancia moral para los medios de comunicación que los horrores de los últimos 70 años, entonces la respuesta moral del momento amenaza con eclipsar la comprensión de las injusticias radicales soportadas por la Palestina ocupada y por los palestinos desplazados por la fuerza, así como el desastre humanitario y la pérdida de vidas que está ocurriendo hoy en Gaza.

Algunas personas temen, con razón, que cualquier contextualización de los actos violentos cometidos por Hamás se utilice para exonerar a Hamás, o que la contextualización desvíe la atención del horror de lo que Hamás hizo. Pero ¿y si es el propio horror el que nos lleva a contextualizar? ¿Dónde comienza este horror y dónde termina? Cuando la prensa habla de una «guerra» entre Hamás e Israel, ofrece un marco para comprender la situación. En efecto, ha dado la situación por comprendida de antemano. Si se entiende que Gaza está bajo ocupación o si se la llama una «prisión a cielo abierto», entonces se transmite una interpretación diferente. Parece que fuera una descripción, pero el lenguaje constriñe o facilita lo que podemos decir, cómo podemos describir y lo que podemos conocer. Sí, el lenguaje puede describir, pero solo adquiere el poder de hacerlo si se ajusta a los límites impuestos a lo decible. Si se decide que no necesitamos saber cuántos niños y adolescentes palestinos han sido asesinados tanto en Cisjordania como en Gaza este año o durante todos los años de ocupación, que esta información no es importante para conocer o evaluar los ataques a Israel y las matanzas de israelíes, entonces hemos decidido que no queremos conocer la historia de violencia, duelo e indignación tal como la viven los palestinos. Solo queremos conocer la historia de violencia, duelo e indignación tal como la viven los israelíes. Una amiga israelí, que se describe a sí misma como antisionista, escribe online que está aterrorizada por su familia y sus amigos, que ha perdido gente. Y nuestros corazones deben estar con ella, como de hecho lo está el mío. Es inequívocamente terrible. Y, sin embargo, ¿no hay un momento en el que se imagine que su propia experiencia de horror y pérdida por sus amigos y familiares es lo que una palestina podría estar sintiendo del otro lado o lo que ha sentido después de años de bombardeos, encarcelamiento y violencia militar? También yo soy una judía que vive con un trauma transgeneracional a raíz de atrocidades cometidas contra personas como yo. Pero también se cometieron contra personas que no eran como yo. No tengo que identificarme con este rostro o ese nombre para nombrar las atrocidades que veo. O, al menos, me cuesta no hacerlo.

Al final, sin embargo, el problema no es simplemente de falta de empatía. Porque la empatía toma forma más que nada dentro de un marco que permite lograr la identificación, o al menos alcanzar una traducción entre la experiencia de otra persona y la mía. Y si el marco dominante considera que algunas vidas son más llorables que otras, entonces se deduce que un conjunto de pérdidas es más horripilante que otro conjunto de pérdidas. La pregunta de cuáles son las vidas que vale la pena llorar es una parte integral de la pregunta de cuáles son las vidas consideradas valiosas. Y aquí entra de manera decisiva el racismo. Si los palestinos son «animales», como insiste el ministro de Defensa de Israel, y si los israelíes ahora representan al «pueblo judío», como insiste Biden (colapsando en Israel a la totalidad de la diáspora judía, como exigen los reaccionarios), entonces las únicas personas llorables en la escena, las únicas que se presentan como candidatas para nuestro duelo son los israelíes, porque la escena de «guerra» se ha montado ahora como una lucha entre el pueblo judío y los animales que buscan exterminarlo. Esta no es la primera vez que un colonizador considera como animales al grupo de personas que buscan liberarse de las cadenas coloniales. ¿Los israelíes, cuando matan, son «animales»? Este encuadre racista de la violencia recapitula la oposición colonial entre los «civilizados» y los «animales» que deben ser derrotados o destruidos en orden de preservar la «civilización». Si aceptamos este marco al declarar nuestra oposición moral, nos encontraremos implicados en una forma de racismo que se extiende, más allá de los epítetos, a la estructura de la vida cotidiana en Palestina. Y frente a ello es necesaria una reparación radical.

Si pensamos que la condena moral debe ser un acto claro, conciso, sin referencia a ningún contexto o conocimiento, aceptamos entonces de forma inevitable los términos en los que se hace esa condena, el escenario en el que se han orquestado las alternativas. En el contexto más reciente, aceptar esos términos significa capitular ante formas de racismo colonial que son parte del problema estructural a resolver, de la injusticia persistente a superar. Por lo tanto, no podemos darnos el lujo de apartar la vista de la historia de la injusticia en nombre de la certeza moral, porque eso significa correr el riesgo de cometer más injusticias, y en algún momento nuestra certeza flaqueará en ese terreno minado. ¿Por qué no podemos condenar actos moralmente atroces sin perder nuestra capacidad de pensar, conocer y juzgar? Definitivamente podemos y debemos hacer ambas cosas.

Los actos de violencia que hemos presenciado en los medios son horribles. Y en el momento de mayor atención mediática, la violencia que vemos es la única violencia que conocemos. Repito: tenemos razón al deplorar esa violencia y expresar nuestro horror. Hace días que siento un nudo en el estómago. Todas las personas que conozco viven con miedo de lo que hará a continuación la maquinaria militar israelí, si la retórica genocida de Netanyahu se materializará en una matanza masiva de palestinos. Me pregunto si podemos llorar, sin reservas, las vidas perdidas en Israel y en Gaza sin empantanarnos en debates sobre el relativismo y la equivalencia. Tal vez en los confines más amplios del duelo encontremos un ideal más sustancial de igualdad, uno que reconozca el igual valor de las vidas y dé lugar a una indignación por el hecho de que estas vidas no deberían haberse perdido, que los muertos merecían más vida y un reconocimiento igualitario por sus vidas. ¿Cómo podemos siquiera imaginar una futura igualdad de los vivos sin saber, como ha documentado la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, que las fuerzas y los colonos israelíes habían matado a casi 3.800 civiles palestinos desde 2008 en Cisjordania y Gaza antes de que se iniciaran las actuales acciones? ¿Dónde está el duelo mundial por ellos? Cientos de niños palestinos han muerto desde que Israel inició sus acciones militares de «venganza» contra Hamás, y muchos más morirán en los días y semanas venideros.

No tiene por qué amenazar nuestras posiciones morales el tomarnos un tiempo para aprender sobre la historia de la violencia colonial y examinar el lenguaje, las narrativas y los marcos que ahora operan para informar y explicar –e interpretar de antemano– lo que está sucediendo en esta región. Ese tipo de conocimiento es fundamental, pero no con el fin de racionalizar la violencia existente o autorizar más violencia. Su objetivo es proporcionar una comprensión más verdadera de la situación que la que puede proporcionar un encuadre únicamente presentista. De hecho, puede haber más posiciones de rechazo y condena moral que agregar a las que ya hemos aceptado, incluida la condena a la violencia militar y policial que satura las vidas palestinas en la región, quitándoles el derecho a hacer el duelo por sus muertos, a conocer y expresar su indignación y solidaridad, y a encontrar su propio camino hacia un futuro de libertad.

Personalmente, defiendo una política de la no violencia, sabiendo que no es aplicable como principio absoluto para todas las ocasiones. Estoy convencida de que las luchas de liberación que practican la no violencia ayudan a crear el mundo no violento en el que todos queremos vivir. Deploro de manera inequívoca la violencia al mismo tiempo que, como tantas otras, quiero ser parte de la imaginación y la lucha por una verdadera igualdad y justicia en la región, una que haga que grupos como Hamás desaparezcan, que la ocupación termine y que nuevas formas de libertad política y justicia florezcan. Sin igualdad y justicia, sin un fin a la violencia estatal llevada a cabo por un Estado, Israel, que fue fundado en la violencia, ningún futuro puede ser concebido, ninguna posibilidad de paz verdadera (muy distinta a esa otra «paz» que no es más que un eufemismo para hablar de normalización, para mantener estructuras de desigualdad, falta de derechos y racismo). Pero ese futuro no puede lograrse sin tener la libertad de nombrar, describir y oponerse a toda la violencia, incluida la violencia estatal israelí en todas sus formas, y de hacerlo sin temor a la censura, la criminalización o a ser acusados, con mala fe, de antisemitismo. El mundo que quiero es uno que se oponga a la normalización del régimen colonial y apoye la autodeterminación y la libertad palestinas, un mundo que, de hecho, haga realidad los deseos más profundos de todos los habitantes de esas tierras de vivir juntos en libertad, sin violencia, con igualdad y justicia. Sin duda, para muchos esta esperanza parece ingenua, incluso imposible. Sin embargo, algunas de nosotras debemos aferrarnos a ella con todas nuestras fuerzas, negándonos a creer que las estructuras que existen ahora existirán para siempre. Para ello necesitamos a nuestros poetas y a nuestros soñadores, los locos indomables, los que saben organizarse.

1. En alemán, «censura del pensamiento».

(Publicado originalmente en London Review of Books, 13-X-23. Traducción de Brecha.)

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