Pese a que su nombre integra desde hace más de setenta años el panteón de las letras fundacionales de la alta modernidad, James Joyce sigue siendo una incógnita para muchos lectores uruguayos. Dueño de una escritura polifónica, de múltiples facetas, en estos últimos tiempos su traducción se ha mostrado como un reto no exento de polémica, especialmente en Argentina. El año pasado, el Ulises que Rolando Costa Picazo vertió con bienvenida audacia a un castellano que, sin ser localista ni regional, mantiene vínculos con el registro rioplatense supo ser un gran divisor de aguas en notas y reseñas de la vecina orilla. Probablemente, también lo sea la versión que de su poesía completa hace, ahora, Pablo Ingberg.
En la introducción de esta entrega bilingüe, Ingberg establece la necesidad de atender, en la poesía de Joyce, a las influencias de tres grandes tradiciones: la de la propia literatura inglesa, la de la literatura francesa y la de la literatura italiana. En el libro se pueden encontrar los poemarios Música de cámara (1907) y Poemas a un penique (1927), al igual que otros textos líricos que quedaron en algunas ediciones póstumas o aparecieron sueltos en distintas publicaciones, como el poema “Ecce Puer”. El libro se divide luego en secciones que incluyen poemas satíricos, tempranos, del ciclo de música de cámara, de ocasión y limericks (una modalidad poética muy conocida en el mundo anglosajón, formada por cinco versos, con marcada intención humorística y a menudo obscena). A eso se le suma otra sección tan valiosa como escasamente conocida, que es de traducciones y versiones. Con todo, Ingberg aclara: “Llamar ‘Poesía completa’ a cualquier compilación de poemas de Joyce es inducir a error, un error en que ninguna edición inglesa ha incurrido: se sabe, por ejemplo, de algunos inéditos cuyos manuscritos no se han encontrado hasta ahora, pero podrían aparecer, al igual que de otros cuya existencia no hay noticia; entre los que hay, los hay de autoría o pertinencia discutidas; de algunos hay distintas versiones; las ediciones de Aubert, Ellmann‑Walton Litz y Mays incluyen todas alguno no contemplado en las otras; ninguna contiene todos los poemas de Joyce incorporados en sus cuentos y novelas, de los cuales sólo en Ellman-Walton Litz se incluye la ‘Villanela de la tentadora’ de Retrato del artista adolescente. De allí que me haya inclinado por llamar a esta compilación Poesía, a secas; es la que reuní según mi propio criterio, sobre la base de la bibliografía a mi disposición. Parte de ese criterio, coincidente con el de Mays, es que todos los poemas de Joyce incorporados en sus narraciones forman parte de esas narraciones y tienen su lugar en ellas, no en la Poesía”.
Otro de los puntos a considerar es la estructura marcadamente musical de esos textos, que se corresponde en buena medida con la utilización de rimas y esquemas métricos deudores del cancionero isabelino, así como de las composiciones provenzales de la Edad Media. Este aspecto nos acerca a otras valoraciones de la traducción de Ingberg, quien plantea que existe una simplificación excesiva que tiende a ver dos polos: “Uno que privilegia el sentido literal, si tal cosa existe, en los mejores casos sin dejar de prestar atención a las cualidades rítmicas características de la poesía, y otra que privilegia esas cualidades rítmicas, en los mejores casos sin desatender el sentido. (…) Personalmente, me interesa menos la separación entre ambos polos que la búsqueda de una zona de intersección entre ambos”. En ese ítem hay que reconocer que esa búsqueda llega a buen puerto. Incluso se puede decir que hay aquí una simultánea –y, por ende, dificilísima– lealtad al autor, a la lengua y al lector.
Joyce, quien se dedicó a desarmar todos los convencionalismos de la palabra escrita, sabía que para eso había que conocer perfectamente la tradición que los sostiene. Incluso podemos hacer suyo el ímpetu con el que caracteriza al personaje de su novela Stephen el héroe, cuando afirma que “estaba decidido a luchar con todas sus fuerzas contra lo que ahora consideraba el infierno de los infiernos, esa región en que todo resulta obvio”. Vale recordar que esta afirmación surge en un pasaje en el que el yo narrador habla del tesoro de las palabras y nos transmite su sorpresa, hipnotizada, por las conversaciones más banales. Son las llamadas “epifanías”: ese efecto que produce el acto de tomar una frase escuchada y extraerla del contexto. A partir de ese trabajo de aislamiento, el escritor hace que esa frase empiece a revelar algo más o menos inefable, haciendo que el sentido previsible o lógico de esta quede en suspenso. La epifanía, de acuerdo con Joyce, se relaciona con la “claritas”, la tercera cualidad de lo bello según santo Tomás de Aquino: eso que permite que la cosa se revele en su esencia. Lo interesante de esta edición es, justamente, que la traducción de Ingberg logra que las epifanías del irlandés dejen de resultarnos exóticas o extrañas y se nos revelen como parte de un legado propio, que también está vivo en nuestra lengua.