La crisis total de la Iglesia chilena - Semanario Brecha

La crisis total de la Iglesia chilena

El escándalo de los abusos sexuales.

Uno de los coletazos de la desastrosa visita papal a Chile efectuada a comienzos de año fue que el propio Francisco se dio cuenta de la gravedad de la situación de la Iglesia Católica chilena, y de los profundos desaciertos que él mismo había cometido al respecto, al designar y mantener tozudamente a Juan Barros como obispo de Osorno. Barros fue uno de los discípulos más fieles del sacerdote pederasta Fernando Karadima, sancionado por la Iglesia a comienzos de esta década. Una de las cosas que llevó finalmente al papa a reaccionar positivamente fue el verdadero reto que recibió del cardenal Sean O’Malley, arzobispo de Boston, por las descalificaciones que al final de su visita hizo de las víctimas de Karadima, que vienen cuestionando desde hace años a Barros como encubridor del anterior.

Producto de ello, Francisco designó como investigador especial de la Iglesia chilena al arzobispo de Malta, Charles Scicluna, el mismo que dirigió la investigación que condujo a Benedicto XVI a sancionar al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, por sus crímenes de pederastia. Las conclusiones de la investigación de Scicluna han sido devastadoras para la jerarquía eclesiástica chilena. Su informe no se ha dado a conocer públicamente (ni siquiera los obispos chilenos lo han visto todavía), pero el papa ya señaló que se ha constatado que miembros de su jerarquía presionaron a investigadores canónicos de abusos eclesiales y que ordenaron la destrucción de documentos.

Como resultado de dicho informe, Francisco les ordenó a los obispos chilenos que se presentaran colectivamente en Roma, donde les expresó su profundo malestar por lo señalado en aquel documento y les pidió que pusieran sus cargos a disposición. Evidentemente no es sólo el desolador panorama de encubrimiento de abusos lo que ha salido a luz a raíz del informe de Scicluna. También se ha puesto completamente de manifiesto que la Iglesia chilena, una de las más notables defensoras en el continente de los derechos y la dignidad humana arrasados bajo la dictadura de Pinochet –estando encabezada por el cardenal Raúl Silva Henríquez y una pléyade de obispos promotores de la “opción preferencial por los pobres”, estipulada en Medellín y Puebla–, se ha convertido en una Iglesia espiritualista e intimista que ha olvidado su doctrina social, concentrándose en materias de moral sexual. Y hasta en esto ha sido desastrosa, como lo demuestra su sistemático encubrimiento de la pederastia eclesiástica.

A lo anterior hay que agregar que en la Iglesia chilena han decaído completamente las comunidades eclesiales de base, que fueron también fuertemente estimuladas por las conferencias episcopales latinoamericanas efectuadas en Medellín (1968) y Puebla (1979). Y han proliferado con gran poder un conjunto de movimientos de Iglesia con fuertes componentes elitistas, espiritualistas y conservadores, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, Schoenstatt, el Sodalicio de Vida Cristiana, el Camino Neocatecumenal, la Renovación Carismática Católica, etcétera. Incluso algunos de ellos han desarrollado características sectarias, con culto a la personalidad, control mental y búsqueda de uniformidad de sus miembros. Y, por cierto, estos movimientos han dejado virtualmente de lado la doctrina social de la Iglesia y la opción preferencial por los pobres. Más aun, tanto en términos de composición social, orientación doctrinal y hasta de identificación política de muchos de sus miembros, podría decirse que desarrollan una “opción preferencial por los ricos”. Todo esto ha sido también relevado en ocasión del informe Scicluna.

Muchas de estas características son comunes a la evolución experimentada por la Iglesia Católica mundial debido a la orientación ultraconservadora impuesta por Juan Pablo II en su largo pontificado (1978-2005). Sin embargo, en el caso de Chile todo esto ha estado agravado por la influencia nefasta que tuvo para su Iglesia el también ultraconservador nuncio Angelo Sodano, que se mantuvo en el país como tal entre 1977 y 1988, y que desde 1991 fue secretario de Estado del Vaticano, convirtiéndose en la segunda autoridad de la Iglesia hasta el fallecimiento de Juan Pablo II. Además, dado el pésimo estado de salud de éste en sus últimos años, puede considerarse que las decisiones más importantes de la Iglesia en el mundo las tomó Sodano durante varios años.

Como nuncio chileno desarrolló un rol clave en las designaciones de los obispos de este país –que fueron monolíticamente conservadoras–, y con el mismo cargo, y como segunda autoridad vaticana, Sodano fue decisivo en la rápida aceptación de la renuncia que por motivos reglamentarios de edad el cardenal Silva Henríquez tuvo que presentar en 1983, con 75 años, pese a que estaba en muy buenas condiciones de salud. Sodano lo remplazó por el notorio conservador Juan Francisco Fresno.

Además el nuncio desarrolló muy buenas relaciones con Augusto Pinochet, que se manifestaron en toda su extensión cuando, como secretario de Estado del Vaticano, en 1998, fue una de las pocas altas autoridades mundiales que apoyaron al gobierno de Frei Ruiz-Tagle cuando pidió la liberación de Augusto Pinochet, detenido en Londres a solicitud de la justicia española por sus crímenes contra la humanidad. Mantuvo también muy buenas relaciones con los sectores más conservadores de la Iglesia Católica, incluyendo a Fernando Karadima, el destacado pederasta que había desarrollado, en torno a una parroquia del sector acomodado de Santiago (El Bosque), una congregación de sacerdotes y un movimiento de laicos de tendencia extremadamente conservadora y pinochetista. Sodano lo favoreció a tal punto que logró que cinco sacerdotes formados espiritualmente en el movimiento de Karadima llegaran a ser obispos, incluyendo el ya mencionado Juan Barros.

Ahora bien, ¿qué grado de transformación promoverá Francisco en la Iglesia chilena? Se puede suponer que será muy profunda, según lo que ya ha dicho, y sobre todo por la reciente e inédita renuncia del conjunto del episcopado chileno (el pasado viernes 18). El papa ha dicho que se requieren medidas de corto, mediano y largo plazo. De partida, se puede especular que las renuncias efectivas serán como mínimo de unos diez obispos, sumando a los “obispos de Karadima” y varios que deberían hacerlo por tener más de 75 años. Se puede esperar también que –ya se trate de una renovación total o parcial– los nuevos obispos tendrán una especial identificación con la doctrina social de la Iglesia y dispondrán de inmaculados antecedentes en el plano de los abusos sexuales y su encubrimiento.

Asimismo sería deseable que se establecieran protocolos mucho más exigentes en materia canónica para tratar los casos de sacerdotes o religiosos denunciados por pederastas. Asimismo, que se instituyeran un mayor control y rigor en la admisión y formación de nuevos aspirantes al sacerdocio. Sobre políticas y planes pastorales de más largo plazo es difícil anticiparse. Pero esperemos que tengan una clara intención de volver a priorizar todo lo que inspiró a la Iglesia chilena entre 1960 y 1980: un compromiso con las denuncias y anuncios que promuevan mayor fraternidad, justicia social y respeto por la dignidad y derechos de todos los chilenos; particularmente de los más pobres, de los niños y mujeres, de los encarcelados y de los inmigrantes.

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