Hace algunos días me invitaron a una conversación en torno a un libro polifónico sobre el genocidio en Palestina. La actividad se desarrollaba de manera amena entre los participantes, que debatían la eterna cuestión en torno a la pertinencia del debate teórico en situaciones de urgencia como la actual. Cuando se estaba cerrando la charla tomó la palabra una mujer con el anuncio de que iba a decir algo que iba a incomodar a muchos, pero que, como feminista de larga trayectoria, no podía callar. Nerviosa y alzando la voz sostuvo que no debía olvidarse que el 7 de octubre Hamás había violado mujeres y había decapitado bebés, y esto era algo que ella, como feminista, no podía dejar de mencionar. Terminada su fervorosa alocución, se levantó y se fue, dejándonos con la palabra en la boca a quienes respondimos, ya en su ausencia.
Una situación similar se había dado en los días posteriores al ataque de Hamás cuando la periodista Melisa Trad, invitada a un programa de televisión argentino para hablar de su experiencia en Palestina, tuvo que soportar el desplante de uno de los conductores, abanderado de la diversidad, que se levantó y se fue mientras ella hablaba. Para excusarse de escucharla, el conductor sostuvo con indignación que Hamás no la dejaría estar vestida como lo estaba en ese momento. Esta observación parecía ser suficiente para desvalorizar el testimonio de Trad, que por exponer la situación palestina fue acusada de apoyar a Hamás.
Mientras que a priori podemos pensar que la feminista de larga trayectoria tendría una posición más cercana a la nuestra, la naturaleza emocional de ambos los inhabilitaba como interlocutores y de ahí su negativa a dialogar; es imposible discutir con emociones, se discute con argumentos. El que propongo aquí tiene que ver con el carácter profundamente racista y violento de ambas posiciones; violento en términos epistemológicos y hasta ontológicos, ya que niega la propia existencia, el ser palestino, centralizado en la dimensión de género.
La deshumanización de la población palestina, asociada con una naturaleza inferior, y el estatus supuestamente degradado de sus mujeres como barómetro de civilización no es un fenómeno nuevo. Se trata de un recurso que se utilizó desde los inicios del proyecto colonial sionista para arrebatar Palestina de su población originaria y convertirla en un enclave occidental en una región ya deshumanizada y diezmada por el imperialismo europeo. Allí, la dimensión de género ha estado en el centro de esta narrativa, tanto en la construcción de la población palestina como esencialmente misógina y retrógrada –y con cierta «naturaleza terrorista»– como en el uso sistemático del abuso sexual como forma de humillación y sometimiento por parte de las fuerzas sionistas desde el inicio de la colonización.
Alineada con esta nefasta tradición, la construcción de los nativos como bárbaros, salvajes y lascivos –«animales humanos», «serpientes», etcétera– no solo sigue siendo útil para continuar la limpieza étnica del país, sino que también cimentó una narrativa que habilita que cualquier historia temeraria que se diga sobre ellos, como las violaciones o decapitaciones, probadas fake news, se tomen como banderas que algunas feministas de larga trayectoria y defensores de la diversidad se niegan a bajar.
Vaciar el cuerpo físico y social palestino
La violencia sexual ha estado en el centro de las prácticas colonizadoras sionistas desde el inicio, emplazándose como una política sistemática que llevaron adelante los gobiernos laboristas y de derecha por igual. Desde su constitución en 1948, el Estado de Israel se erigió como el fecundador de una tierra ajena, como un violador orgulloso que intentó despojar de su identidad a la población nativa. En el imaginario colonial sionista el cuerpo del nativo estaba vacío, como la tierra, y es mercantilizable; en él se prueban armas y tecnología, pero también se ponen a prueba estrategias políticas y se reafirma el carácter homonacional de un Estado levantado en un espacio racializado, que desarrolla y depende de estrategias de dominación profundamente estructuradas en relaciones de poder basadas en el género, típicas de las sociedades coloniales.
En los albores de la creación del Estado, el caso más emblemático es el del ataque al poblado Deir Yassin el 9 de abril de 1948, donde se reportaron violaciones brutales a las mujeres y niñas de la aldea en el marco de la masacre cometida por las tropas judías. Las atrocidades cometidas allí fueron ampliamente publicitadas para implantar el terror en la población palestina. Según relata el historiador israelí Ilan Pappe, «en su momento, los líderes judíos anunciaron con orgullo un elevado número de víctimas en Deir Yassin para hacer de la aldea el epicentro de la catástrofe: una advertencia a todos los palestinos de que un destino similar les aguardaba si se negaban a abandonar sus hogares y marcharse». La carencia de investigaciones inmediatamente posteriores no permite conocer el impacto real de la difusión de los acontecimientos ocurridos en Deir Yassin, teniendo en cuenta que huir era la respuesta más razonable ante los bombardeos y el sitio de los lugares en general. Lo cierto es que los casos conocidos de violaciones no se incorporaron a las narrativas de las atrocidades de la Nakba-catástrofe palestina.
Un caso menos conocido es el ataque a una niña beduina poco después de la Nakba en Mishlat Nirim, muy cerca de uno de los kibutz atacados el 7 de octubre. Según está asentado en los propios archivos del Ejército israelí y en el diario personal del ex primer ministro Ben-Gurión, la niña fue secuestrada, violada y asesinada por un grupo de soldados en un puesto militar. Similares atrocidades fueron expuestas también por los soldados israelíes en sus relatos de la guerra de 1967, así como en miles de testimonios de mujeres, pero también de hombres prisioneros en las cárceles de la ocupación israelí hasta la actualidad.
Las violaciones a varones como método de tortura refuerzan la feminización como forma de humillación y sometimiento; la castración de los hombres tiene como fin el desgarramiento del tejido social palestino. En la actualidad, el centro de detención Sde Teiman, donde se encuentran más de 4 mil gazatíes arrestados tras el 7 de octubre, se ha convertido en un centro de torturas más terrible que Guantánamo o Abu Ghraib, según el relato de algunos testigos sobre los horrores y vejaciones sufridas por los prisioneros, incluyendo la violencia sexual. Sintomático de la aceptación social de estas prácticas al interior de la sociedad israelí han sido las manifestaciones contra el procesamiento de un grupo de soldados acusados de violar brutalmente a un prisionero palestino que debió ser hospitalizado.
En los márgenes de la humanidad
Las dinámicas del poder patriarcal son fundamentales para el colonialismo. Una comprensión feminista del colonialismo nos permite entender la compleja dinámica de poder de género entre colonos y colonizados. El Estado de Israel fue construido como un proyecto masculino, como una fraternidad emergida de la memoria, la humillación y la esperanza masculinizadas. Las metáforas sobre fecundar una tierra supuestamente virgen y con ello humillar a la población masculina nativa está en el centro de las narrativas coloniales (tierra vacía, cuerpos vacíos). La masculinidad blanca dominante se impuso no solo a través del discurso, sino también con las violaciones a las niñas y a las mujeres palestinas para instalar el terror en la población nativa, provocar su huida o expulsión y desmovilizar la resistencia a la ocupación.
En el mecanismo perverso de creación del enemigo-deshumanización-eliminación, la feminización del otro para anular su condición de sujeto juega un rol fundamental. La eliminación simbólica se expresa en la naturalidad con la que se asume la narrativa israelí-sionista y su fusión con la visión liberal occidental, instalada como sentido común en nuestros medios e incluso en algunos sectores progresistas y feministas. Este sentido común está cimentado en el imaginario occidental y ha operado como promotor de la imposibilidad de condenar –e incluso, en muchos casos, siquiera nombrar– a los responsables de los crímenes cometidos contra la población palestina. A pesar de las abrumadoras pruebas de las masacres salvajes y despiadadas desde la instalación del proyecto sionista en la región, ningún israelí fue juzgado por crímenes de guerra ni parece que vaya a serlo en el futuro cercano.
En la práctica cotidiana del necrocapitalismo, la comodificación [o mercantilización] de los cuerpos palestinos violados, desmembrados, confiscados y abandonados a la descomposición antes de ser devueltos a sus familiares forma parte del catálogo del horror que habilita la narrativa deshumanizante centrada en el género, y que arroja a la población palestina hacia los márgenes de la humanidad; si sus vidas no son humanas, sus cuerpos son violables y sus muertes no cuentan.
Lina Meruane titula Matarlo todo al texto que abre el libro que comentábamos al inicio. Allí, la escritora chileno-palestina se pregunta cuántas muertes hacen un genocidio. Quizás la desazón compartida sea porque no se trata de cuantificar las muertes, que ya son más de 40 mil, sino por cualificarlas, y preguntar qué muertes hacen un genocidio. Si Gaza se ha convertido en una tumba a cielo abierto, es la noción de humanidad occidental la que yace allí, como señala la cita de Mohamad Safa que abre el texto de Meruane; esa humanidad negada desde siempre a la población palestina.
* Politóloga y docente argentina (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires). Doctora en Estudios Árabes, experta en feminismos y cultura en Oriente Medio. Acaba de publicar Cine y género en el mundo árabe (Libretto, Buenos Aires, 2024). Residió en El Cairo entre 2007 y 2011.