Murió Pepe Soriano (1929-2023): La ética por todo lo alto - Semanario Brecha
Murió Pepe Soriano (1929-2023)

La ética por todo lo alto

La última vez que vi en escena a Pepe Soriano fue en El padre, de Florian Zeller. Encarnaba a un hombre de más de 80 años –su edad se reflejaba en esa criatura– que lidiaba con el alzhéimer, con la particularidad genial de que, como pasaba con Willy Loman en Muerte de un viajante, todo transcurría dentro de su cabeza. Como espectadores, seguíamos los vaivenes de su mente, éramos voyeurs de sus confusiones, nos nutríamos de sus alegrías y sus desazones. En ese personaje, que en Montevideo hizo otro grande, Julio Calcagno, Pepe se movía con una sensibilidad exquisita, esa que fue forjando en todos los ámbitos en los que se manejó. Nos removía las tripas con su humor inquebrantable, aun dentro de los vericuetos más trágicos. Equilibraba los temores y la inocencia a través de esos ojos que rebosaban humanidad.

Hizo un último papel en Rotos de amor, de Rafael Bruza, en la que se enfrentaba a un perdedor desde una presencia muda y, según dicen, nuevamente conmovedora. «Me despido hoy, pero hasta los 100 años todavía tengo tiempo de volver», parece que bromeó. Quienes tuvimos la posibilidad de estar junto a él supimos que esa ternura, esa inmensa delicadeza vivían plenamente fuera de la pantalla, fuera del escenario, fuera de las luces que potenciaban, pero no inventaban, esa suerte de aura que se sentía en la charla pausada. Hace años tuve el privilegio de visitarlo en su casa natal, en Colegiales, y en ese encuentro tan llano como sincero pude comprobar, por si me faltaba hacerlo, que estaba ante un grande, uno de esos baluartes que plantó la bandera de la ética allí donde estuvo.

Pepe era único dentro de su estirpe. Padeció la dictadura y siguió trabajando en el país a pesar de las persecuciones y las amenazas. Recorrió Argentina con El loro calabrés, un espectáculo tan entrañable como él, que contaba la historia de sus ancestros con ternura infinita y que terminaba con un enorme pan que iba desmigajando y regalando a cada espectador que salía de la sala extasiado, conmovido, en comunión literal.

La inmigración estuvo en Gris de ausencia, en la que, fuera dos veces de la patria, ese anciano desilusionado recordaba una y otra vez la Argentina que había perdido, que habían perdido tantos, que tantos añoraban. A esa obra de Roberto Cossa se le sumó su versión para cine de La nona, en la que la ternura daba paso a la ferocidad inclaudicable de aquella abuela-símbolo que se tragaba, literal y metafóricamente, a su familia y al mundo. Llegó a hacerla en teatro, cuando, según dijo, tenía la edad apropiada.

Y Pepe fue mucho más. Fue aquel personaje inolvidable de La Patagonia rebelde, una de las películas emblemáticas del cine argentino. El de Los gauchos judíos, junto con nuestra China Zorrilla. El de Las venganzas de Beto Sánchez, el de Asesinato en el Senado de la Nación. Aunque no fue un bicho de cine o televisión, porque su terreno natural era el teatro. El escenario era su vida. Su otra vida. O donde se borraban las fronteras.

Era un ejemplo de ética, como Alfredo Alcón, a quien reconocía como el mejor actor argentino de todos los tiempos. La aplicó en su vida personal y profesional y la predicó desde la presidencia de SADAI (Sociedad de Intérpretes Argentinos). Recordarlo es un deber insoslayable. Un deber tan ético como él. Esa mirada que atravesaba horizontes, esa credibilidad que no precisaba adornos, esa capacidad para reflejar sus raíces, las de sus ancestros y las de su país. Para los jóvenes de estos años tan revueltos, cuando el marketing suele destellar con sus hologramas, siempre conviene volver a la esencia. Volver a encaramarse al carro de Tespis para que nos lleve por los pueblos a contar historias que nos hacen, simplemente, más humanos. Pepe, seguramente, está en este momento armando escenario, porque dentro de un rato empieza la función. A esa hora, estalla lo sagrado. Se abre el libro del mundo a partir de un actor que nos subyuga como si fuera la primera vez.

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