“Otra vez las voces se callaron.
Todo vuelve a la normalidad.
Varias manchas de sangre han quedado:
el alto precio de la seguridad.
Seguridad.
¿Seguridad?
¿Para qué quiero
la seguridad?”
Los Estómagos
“Vivir sin miedo”, la propuesta de Larrañaga que busca militarizar las fuerzas de seguridad e instaurar una suerte de patrullaje omnipresente, abre la puerta a –aunque quizá ahora habría que hablar de una agudización de– un “estado de excepción”, es decir, al dispositivo que suspende formalmente la ley para producir o restaurar un orden social legal puesto en cuestión en un momento crítico.
El estado de excepción no es únicamente un instrumento de las dictaduras o de los totalitarismos, sino un espacio vacío que pertenece a la estructura de lo jurídico: es el momento en que la ley conecta con la mera violencia. En el estado de excepción lo legal está vigente, pero no se aplica –no confiere sentido, no vincula, no unifica los distintos fines de los individuos–, y una violencia sin máscara jurídica adquiere fuerza de ley. Dicho de otra forma, la suspensión de la ley da lugar a una violencia con fuerza de ley, pero que niega la misma ley.
Esa lógica ya impera en las zonas más periféricas de Montevideo. En nombre de la seguridad ya hay muertes por gatillo fácil, detenciones de estudiantes, activistas sociales, trabajadores informales o por “portación de cara”, desapariciones temporarias, etcétera. Habría que fijarse qué es lo que realmente entra en juego cuando se pone –o no– la papeleta del Sí. Porque hay altas probabilidades de que la próxima víctima no sólo sea el “pichi” que se enseña a odiar porque “se mantiene con mis impuestos”. Podrá ser cualquiera de nosotros. Incluso usted.
Expliquémoslo de otra manera: donde caiga la sospecha de que no hay normas claras, ni principios aceptados por todos, lo que se impone es la gestión. Es decir, se trata de resolver los problemas de la manera que sea, por fuera de cualquier garantía penal o procesal, aunque hacerlo de ese modo implique el riesgo de llevarse puesto a un altísimo porcentaje de inocentes. Entonces la policía militarizada se convierte en la figura central. A la Policía ya se le permite hacer cosas que la ley no autoriza, cuando se entiende que se enfrenta a situaciones excepcionales. Pero en un estado de excepción los métodos se generalizan y la violencia hace metástasis mediante la supresión del otro y el permiso para una futura persecución por cuestiones de clase, ideológicas, étnicas o religiosas. Los últimos acontecimientos en Argentina, Brasil y Chile confirman esta tesis.
“Vivir sin miedo” configura la presencia de lo que podríamos denominar un “enemigo cómodo”, concepto que procede de la sociología y encierra con precisión la categoría de infraclase, con la cual se estigmatiza a los pobres. El enemigo cómodo viene concebido desde fuera, o sea desde la sociedad “oficial”, y sobre todo desde “arriba”, desde los especialistas de la producción simbólica –políticos, periodistas, instituciones–, con el fin de etiquetar a los presuntos miembros de tal clase y ejercitar sobre ellos el poder de control y el disciplinamiento. Y los medios de comunicación son el mejor aliado. Contribuyen a la construcción del discurso securitario, y a la legitimación de medidas de represión y de lucha en detrimento de otras actuaciones, como las de inclusión, que llevan consigo la elaboración y sobre todo la asunción del problema. Como afirmó el criminólogo argentino Eugenio Zaffaroni en más de una oportunidad, los medios de comunicación social son una parte importante en la propaganda de las tesis securitarias actuales. Y si la realidad social no se filtrase en clave paranoica a través de los medios masivos, la opinión pública entendería la falacia de los discursos justificadores y no se podrían inducir los miedos en el sentido que desean las hordas de Larrañaga.
La cuestión es que esos miedos, palanca electoral de una derecha peligrosamente cavernaria, los están dirigiendo mayormente contra aquel que no se puede defender, contra el exiliado de las dinámicas de una economía que todavía tiene umbrales de desregularización. Va contra aquel cuyo discurso fue construido como lo marginal, por más que sea el que limpia la cuneta, revoca las paredes o vende pan con un canasto al hombro. Pero también contra quien pueda mostrar el signo de la disidencia en su rostro.