En las últimas semanas, a raíz de la pandemia del coronavirus, aparecieron numerosos ensayos sobre los modos en que la crisis actual podría generar profundas transformaciones en la forma de organización de la sociedad. No hay duda de que la pandemia irrumpe la cotidianidad y cuestiona formas de organización que suelen naturalizarse. Sin embargo, no puede descartarse la restauración ni inferirse qué formas de organización vendrán (o retornarán). Es tentador saltearse la incertidumbre y visualizar qué formas permitirán retomar el sentimiento de seguridad, pasada la crisis. Podemos soñarlas y proponerlas, pero es fundamental conceptualizar el pasaje hacia ellas. Para ello propongo moderar el énfasis en caracterizar el porvenir y enfocarlo en la naturaleza de su vínculo con la crisis actual. El planteo de Žižek es un ejemplo: la actual crisis “es un golpe letal” que necesariamente llevará al fin del capitalismo y obliga a pensar un nuevo comunismo.
Una crisis es, justamente, un momento de negatividad, que propende a la deconstrucción y la desnaturalización del orden hegemónico. La contingencia irrumpe donde antes había una necesidad. Pero, nuevamente, la crisis no es un dato suficiente para inferir el porvenir. Gramsci planteaba que una crisis de hegemonía posibilita el avance hacia una transformación revolucionaria o rupturista, pero también puede devenir en una restauración, por la vía del transformismo.1 Sin ceñirnos a este esquema conceptual, concebir la relación entre la crisis y el mundo por venir como una tarea de construcción de hegemonía permite despejar un campo estructural de posibilidades sobre las cuales puede fundarse un nuevo sentido de lo social.
A riesgo de alternar abusivamente entre teoría y coyuntura, este enfoque intenta contribuir a la reflexión de dos cuestiones centrales, en cierta forma complementarias, para el Uruguay actual: 1) ubicarnos como sujetos transformadores en un plano de contingencia que opera con los elementos de la actual coyuntura y, desde allí, estructurar un discurso político de izquierda capaz de interpelar una base popular más amplia; 2) conceptualizar las estrategias de restauración vía transformismo que recientemente hemos visto emerger frente a la crisis (pienso en el intento del gobierno de dividir el campo popular, postulando un antagonismo entre trabajadores públicos y privados).
La crisis como indecidibilidad. La crisis está en pleno desarrollo, pero ya es una crisis sistémica. Exhibe las limitaciones de las formas de organización social antes mencionadas, explicita su carácter arbitrario, precario e incompleto. Las reglas de juego vigentes son insuficientes para regular situaciones graves e inéditas. Eficiencia, rentabilidad y libertad individual ya no son criterios de aplicación universal y absoluta. Se debilitan consensos y concepciones del mundo que habíamos naturalizado, que daban sentido a nuestras interacciones y hacían previsible el curso de la vida en sociedad.
Promesas que dotaban de sentido el orden social cotidiano y parecían objetivas ahora revelan su carácter mesiánico. ¿La disposición al trabajo proveerá el pan de cada día? Si pagué mis impuestos y cumplo mis obligaciones de ciudadano, ¿el Estado me asegurará acceso a un respirador? ¿Para qué le sobamos el lomo tanto a Estados Unidos si ahora Trump quiere la vacuna sólo para él, China asume el liderazgo internacional y el antiviral exitoso lo produce una isla a cuyo gobierno no invitamos a la asunción presidencial? Descubrimos que el consenso en torno a estas promesas más bien está instituido sobre una coerción o amenaza originaria (de la burguesía, del Estado, de la potencia mundial) que marca las coordenadas de nuestra subjetividad, punto desde donde objetivamos el mundo.
Por otra parte, el cuestionamiento simultáneo a una amplia diversidad de formas de organización social evidencia el sentido de conjunto, que predomina sobre su heterogeneidad. El argentino Jorge Alemán, por ejemplo, plantea que la pandemia expone la naturaleza contingente de la articulación –hegemónica en Occidente– entre democracia, liberalismo y economía de mercado.2 En el actual contexto neoliberal, el predominio del mercado sobre los otros dos elementos debilita el Estado, lo que, de acuerdo a Alemán, explica nuestra menor capacidad de enfrentar la pandemia con relación a China (donde el mercado sería considerado un instrumento del Estado). El sistema, sostenido por esas relaciones contingentes (sedimentadas durante siglos hasta tornarse objetivas), ya no ofrece sentido a las personas. En otras palabras, la crisis hegemónica desnuda las limitaciones de una “objetividad social” histórica, contingente y precaria.
El momento de la decisión política. Como dije anteriormente, las nuevas formas sociales no pueden, simplemente, resultar de una inferencia lógico-conceptual, puesto que la objetividad social está cuestionada. Por el mismo motivo, tampoco pueden resultar de un acto de gestión técnica gubernamental. Esto define la situación de indecidibilidad, “aquella condición a partir de la cual no se sigue de modo necesario ningún curso de acción” (Laclau, 1996: 141). Las nuevas formas de organización necesariamente resultan de una decisión política adoptada en un plano de contingencia. Y, dado que la objetividad está cuestionada, la decisión es un acto de afirmación subjetiva, de emergencia del sujeto: “El momento de la decisión, el momento de la locura, es este salto desde la experiencia de la invencibilidad a un acto creativo, un fiat que requiere su pasaje a través de la experiencia” (Laclau, 1998: 112).
La pandemia coloca a muchos gobernantes al borde del precipicio; deben dejar de administrar para tomar decisiones políticas: ¿cuán estricto debe ser el confinamiento?, ¿economía o salud?, ¿cuánta gente puede permitirse que muera?, ¿cuánto puede permitirse que se debilite el país?, ¿cuáles son mis socios imprescindibles y a quiénes puedo abandonar?, ¿a quién voy a ofrecer o pedir ayuda? A partir de estas decisiones, comienza a delinearse un nuevo sentido de lo social y una nueva identidad política (¿quiénes somos?).
Por supuesto, los movimientos políticos que asumen una tarea transformadora también se enfrentan a momentos decisivos: qué camino seguir para estructurar un discurso político que articule diferentes actores afectados por la crisis para constituir un nuevo sujeto político. Una decisión política con eficacia reactivadora es constituyente en varios sentidos: instaura una nueva hegemonía, con su correspondiente sentido común u objetividad social e instituye un nuevo sujeto político. Del primer aspecto se derivan nuevas promesas (que dan sentido a la vida social) y nuevas reglas (que ordenan). Del segundo, surgen nuevas identidades políticas (rupturistas o restauradoras). En torno a estos antagonismos se articulan diversas particularidades a partir de las cuales configurar identidades nuevas que definan un “nosotros” y un “ellos”, y permitan que los actores se identifiquen en alguno de los campos en disputa. Esto remite nuevamente al hiato entre el mundo en crisis y el porvenir, que ahora corresponde a la distancia entre la indecidibilidad social develada y la necesidad de una reinstauración del sentido y los consensos. La solución corresponde a una tarea hegemónica, la cual, vemos ahora, pende sobre la emergencia del sujeto político.
La pandemia y la emergencia de sujetos políticos. La reconfiguración de las identidades políticas a partir de la pandemia es un fenómeno generalizado. China proyecta su liderazgo a través de la “diplomacia de las mascarillas” y propone encarar la crisis global a nivel del G-20, ante la inoperancia del G-7 y la Ocde. En Europa, las posiciones se antagonizan entre el sur, ahogado de ajuste, y el norte, con un desempeño brillante que muestra récords de baja letalidad, al tiempo que Merkel se acuerda del desastre de la Segunda Guerra Mundial. En nuestro continente, Trump se choca con las limitaciones de la posverdad, pero busca reactivar la unidad nacional postulando un exterior constitutivo con el discurso de “el virus chino” (secundado por Bolsonaro).
En Uruguay, Luis Lacalle plantea, hábilmente, una cuarentena voluntaria y posterga la decisión entre economía y salud. Mientras tanto, reactiva eficazmente la política uruguaya a través del Fondo Coronavirus, que grava los salarios públicos de mayor monto. De esta forma, dicotomiza el espacio social estructurando un discurso populista (no en vano los primeros proponentes de esta idea fueron Manini y Mujica) fundado en el antagonismo público/privado (que viene a suplantar el antagonismo oligarquía/pueblo del populismo tradicional).
La crisis, que, como vimos, pone todo en cuestión, es una oportunidad que Lacalle aprovecha para proceder con una decisión que instaura un nuevo antagonismo que: 1) avanza en el ajuste anunciado; 2) intenta dividir al campo popular uruguayo (o, si se quiere, a la clase trabajadora); 3) disputa la capacidad de construcción de sentido de otros antagonismos postulados por el discurso de izquierda (trabajadores/empresarios, pobres/ricos).
El antagonismo público/privado profundiza la reconfiguración de las identidades políticas, que comenzó a operar durante la campaña electoral a través del antagonismo Interior/capital (promovido por Un Solo Uruguay y alentado por el Partido Nacional y Cabildo Abierto). En este discurso, el “nosotros” de la nacionalidad uruguaya es constituido por el pueblo trabajador del Interior, frente a los privilegiados empleados públicos de la capital.
Veamos algunas reacciones de la izquierda. El socialista Gonzalo Civila responde: “Lo público versus lo privado no es real, no es correcto”. Es absurdo discutir la corrección o adecuación del discurso, porque este no intenta evidenciar una realidad, sino que opera performando las identidades y creando sentido. Otras reacciones se afirman en la defensa corporativa del sector público, lo cual tiene como efecto reforzar el rol antagónico en el que Lacalle lo ha colocado y, de esa forma, hacer más eficaz su función performativa.
En este contexto, tal vez lo mejor para un discurso de izquierda sea reafirmar el antagonismo público/privado que Lacalle postula, retrucando, invirtiendo el orden, mostrando que la parte que representa al todo justamente yace del lado de lo público. En esa línea se inscribe, por ejemplo, el editorial de Aebu “No fueron ellos, fuimos nosotros”,3 que reivindica la importancia de un Estado fuerte para afrontar la pandemia. Y la pandemia, lamentablemente, va a ser una oportunidad para que la sociedad entienda la importancia de un sector público estatal comprometido con el bien común, como sucede en Asia. La crisis recién empieza y es una oportunidad para interpelar supuestos. Lacalle ya hizo el primer movimiento en este sentido. La izquierda debería hacerlo con un discurso que interpele a sectores populares que le han dado la espalda.
1. Un cambio hegemónico transformista opera modificando la base de consenso a través de la absorción de demandas puntuales de sectores sociales particulares, desarticulando, de tal forma, el riesgo de una ruptura populista. Así actuó históricamente el batllismo en Uruguay, según la interpretación de Francisco Panizza (1991).
2. “Coronavirus: pandemia XXI”, Página 12, 24-III-20.
3. Viernes 3 de abril, puede accederse en el siguiente enlace: ‹http://www.aebu.org.uy/noticias/15442›.