Al menos desde las primeras elecciones tras la dictadura, el desplazamiento del electorado residente en el exterior se vuelve noticia, particularmente el de aquel radicado en Argentina. El tema aparece en las notas durante la veda, ameniza la espera de los resultados y suma la emoción de aquello que sus protagonistas viven –entre otras formas– con la alegría del carnaval. Los arribos de barcos, ómnibus y automóviles traen sus colores, sonidos, reencuentros, lágrimas y abrazos. También estrellas: en 1984, las cámaras seguían a la actriz Alicia Muñiz; las fotos la muestran sosteniendo en una mano la bandera uruguaya y, en la otra, la tricolor atravesada por la palabra “Libertad”. Me gusta imaginar que la elección de su vestuario no fue casualidad. De shorcito blanco y remera marinera, entre miles de tripulantes cívicos a bordo de la travesía hacia la democracia, sonreía, posaba, decía: “Este viaje parece el primero después de 11 años. Voy a compartir este gran momento, que comenzó el año pasado en Argentina, hoy sigue en Uruguay y pronto esperamos que se produzca también en Chile”. Quince años después, en 1999, Alicia nos faltaba a todas, y las cámaras se embarullaban alrededor de Natalia Oreiro, que llegaba a votar por primera vez. Su voz había acompañado la campaña en la que el frenteamplismo cantó, una y mil veces, “cambio dolor por libertad”.
En otras ocasiones, los desplazamientos electorales se incorporaron a los cálculos de lo insondable. En 2004, cuando Tabaré Vázquez gana en primera vuelta por una diferencia imprevista, se instaló la idea del voto Buquebus como factor decisivo. La interrogante sobre la incidencia cuantitativa retornó el domingo 24. Estos votos, junto con el tenebroso mensaje de Manini Ríos y los frutos territoriales de la campaña Voto a Voto, explicarían la extrema paridad de los resultados. En ambas ocasiones, surgieron las preguntas: ¿cuántos son?, ¿mueven la aguja? Ante ellas, otras: ¿por qué sería importante este dato? ¿Qué representaciones asumiría?
Entre el ábaco y las notas de color circulan los juicios de valor. Hay quienes relativizan su compromiso –“vienen, votan y se van”– y objetan las prácticas que lo sostendrían –“les regalan el pasaje”–. Como caras de una misma moneda, la moralización del voto extraterritorial se completa con lecturas relativas a la participación cívica y política de la población extranjera residente en Uruguay. Sobre ella también se juegan y se dirimen legitimidades. El 26 de octubre, de cara al primer turno electoral, el diario El País informaba sobre la cantidad de inmigrantes empadronados. En su portada, el título era “Votar en casa ajena…”. Este segmento no es el que “viene, vota y se va”. Para seguir con la imagen, está integrado por quienes “llegan y se quedan”. Sin embargo, su voto no parece resultar menos extraño o impropio, dos sinónimos de ajeno. Más allá de lo habilitado por las leyes, unos y otros expresan la distancia que procura un “nosotros” –una “casa”, una comunidad política– probo a la hora de decidir. Claro está: aunque en el último proceso electoral estas representaciones hayan encontrado referentes políticos y voceros públicos, no son las únicas posibles.
OTRAS FRONTERAS. Los desplazamientos del electorado extraterritorial despiertan un sentimiento de gratitud. La valoración del esfuerzo, el compromiso y la voluntad acompañan las descripciones de la “patria peregrina” que viene a “apoyar” o “dar una mano”, más que a pronunciarse sobre su propia gobernabilidad. Desde hace tiempo sabemos que entre estado, territorio, comunidad y cultura no existe una relación unívoca; también, que esos términos pierden su densidad si son enunciados en singular y con mayúscula.
Distintas investigaciones analizan cómo los Estados también administran a su población más allá de las fronteras territoriales a través de políticas consulares de documentación, programas de vinculación y retorno, acuerdos de regímenes previsionales. El politólogo Juan Aldaba estudió las transformaciones del Estado uruguayo a partir del primer gobierno frenteamplista, cuando el país comenzó a avanzar en el diseño de una ciudadanía transnacional, dejando atrás los criterios restrictivos dominantes desde la recuperación democrática. Marcados y marcadas por la historia, quienes pueden avecinarse también llegan para emitir su opinión al respecto.
Al menos en parte, las prácticas políticas transnacionales son respuestas a las movilidades humanas que, a su vez, traen consigo preguntas sobre los desafíos que enfrentan las democracias liberales y los modos en que las sociedades reconfiguran su comunidad política. Sus flujos permiten pensar las competencias institucionales y explorar, entre otras cuestiones, los criterios de representatividad, legitimidad y participación electoral. No parecen cuestiones menores: aun en tiempos de “malestar en la representación” –al decir del politólogo Alfredo Joignant–, las y los emigrantes no sólo votan, también influencian el modo en que otros lo hacen, introducen ideas y estrategias políticas, disputan las agendas de las campañas y proveen o demandan fondos para llevarlas a cabo. Todo ello implica aprendizajes, experiencias y afectos guiados por un sentido de bifocalidad que nutre la vida política “aquí” y “allí”.
No podremos ponerle un número exacto al electorado extraterritorial ni determinar en qué proporción es frenteamplista, pero esto no significa que no podamos explicar su contexto de producción, al menos en Argentina. Su organización institucional comenzó hacia 1982, entre la guerra de las Malvinas y las elecciones internas uruguayas. Un año después, cuando Raúl Alfonsín asumía la presidencia, el Frente Amplio de Uruguay en Argentina (Faua) reproducía la estructura que se había dado la coalición desde su fundación en 1971: nucleaba más de 30 comités de base en distintas ciudades y editaba sus propios documentos de discusión y órganos de prensa. En 1984, con un multitudinario acto en la avenida Corrientes, Liber Seregni dio el puntapié a sus campañas electorales. Años después, el líder frenteamplista recordaba aquella jornada como “una cosa única en el mundo: un partido político realiza en tierra extraña un acto que era igual, y de repente superior, al de sus fuerzas políticas en Uruguay”.
Las campañas del Faua crecieron desde abajo. Antes que el voto Buquebus adquiriera dinámica y contara con la atención de la coalición que hoy lo caracteriza, fueron sus bases las que se ocuparon de movilizar un electorado territorialmente disperso. En este sentido, arriesgaría que, para la militancia frenteamplista en Argentina, las campañas siempre fueron voto a voto: búsquedas de uruguayos en este pajar vecino. Entre muchas otras tareas, juntaron dinero para enviar telegramas, idearon planes de financiamiento para rentar ómnibus, colocaron mesas de información en los más diversos espacios públicos y procuraron locaciones para los actos. Aunque fueron sumamente eficaces y con una pericia de décadas en la materia, no son meros “juntadores” de votos, tampoco sujetos que practican un “nacionalismo a distancia” o algo melancólico. Más bien lo que las y los caracteriza es su hiperintegración política. Parte de su capacidad para sostenerse en el tiempo –y, entre otras cuestiones, organizar y gestionar estos desplazamientos– reside en las robustas y heterogéneas redes políticas, sociales y sindicales locales que supieron tender durante nuestras transiciones, actualizar durante los ciclos neoliberales y equilibrar en los años de gobierno, cuando tronaron las relaciones bilaterales por las pasteras. Por ello, los desplazamientos desde Argentina indican más que una respuesta pragmática ante la inexistencia de un mecanismo que habilite el voto en el exterior; son la oportunidad de poner en acto algo mayor, indicativo de cooperaciones, voluntades y sensibilidades colectivas que se abrieron y se abren paso en las inequidades que persisten en la norma. En ello también radica la diferencia y el sabor de la historia a bordo.
* Investigadora de Conicet, docente de la Universidad Nacional de San Martín. Autora de El Frente Amplio en Argentina: trayectorias, redes y desplazamientos transnacionales, de próxima aparición.