Dos desayunos, algunas charlas, varios abrazos y el constante afecto que se siente por un hombre al que no se conoce del todo, pero en el que se adivina amabilidad y honradez: eso es todo lo que supe (o creí saber) de Jorge Jellinek, el crítico de cine que alcanzó, sin proponérselo, el privilegiado estatuto de mito cuando protagonizó la vida de un cinéfilo en un filme grandioso titulado “La vida útil”.
En junio de 2010, recibí un mail de Federico Veiroj. Me advertía que tenía una segunda película, “pequeña”, pero añadía: “muy cinéfila”. La vida útil aún no se había estrenado, y fue así que tuve el privilegio de ser uno de los primeros testigos de esa maravilla en la que se glosaba (mejor incluso que en Close Up) el sentido de la cinefilia. ¿Qué es un cinéfilo? Aquel que no sabe del todo si la propia memoria que circunscribe su identidad está hecha de experiencias propias o de películas que se sedimentaron como memorias personales. Esa indistinción se duplicaba en el filme: nadie sabía del todo si Jellinek era un personaje o si se interpretaba a sí mismo con las variaciones impuestas por una ficción que se limitaba a proponer el cierre imaginario de una institución cinematográfica y el devenir cine de uno de sus empleados. ¿No empezaba aquel hombre a protagonizar su propio filme? El cinéfilo desconoce el desamparo; ahí están las películas que lo cobijan.
Ese año me encontré con Jellinek en el Festival de Mar del Plata. Lo felicité por su magnífica interpretación en el filme y de ahí en más lo saludé siempre con un “¿Qué hacés, ‘vida útil’?”. Él solía reírse casi incómodamente, aunque pasados unos años, y luego de participar por segunda vez en un filme, en este caso de Javier Rebollo, el hombre de lentes con un aire a Jerry Lewis ya se había acostumbrado al elogio. Se habituó de a poco, porque asimiló que había empezado a vivir en las películas. Al respecto, como me dijo la última vez que lo vi, dos años atrás en el Bafici, Jellinek tenía algunas ofertas para hacer algunas películas. Era hermoso verlo pavonearse en su discreta pero legítima autoconciencia de estrella de cine.
He leído muy poco los textos de Jellinek, compartí con él una mesa redonda sobre programación, seguí la selección de los dos festivales que tuvo a su cargo en Uruguay y aún recuerdo su lista de las diez mejores películas que votó para la revista Sight & Sound en 2012, en la que se podía adivinar un perfil cinéfilo definido, propio de un hombre formado en la cinefilia característica de la década de 1970: El ciudadano, La strada, Andrei Rublev, Las reglas del juego. El título más misterioso y distinto de su lista –una colección de clásicos– era Wavelength, de Michael Snow, una película experimental que alborotaba una elección fiel a una tradición oficial de la cinefilia mundial. Sin duda, Jellinek abrazaba una idea moderna del cine y subscribía sin vacilaciones a la política de los autores. Como todos los críticos de su generación, asentía frente a la tesis de que un director expresa en la puesta en escena una visión del cine y del mundo. El crítico (y el cinéfilo) sigue entonces esa línea que va del primer filme al último intentando reconocer en ese camino las obsesiones de un autor, el temperamento estético materializado en una poética y la evolución general de una intuición inicial.
A quienes votábamos en la encuesta, Sight & Sound nos pidió un texto que acompañara la elección de las películas. No era obligatorio explicarse, pero Jellinek sí lo hizo. Las palabras finales adquieren inesperadamente un peso simbólico que nada tuvo que ver con el espíritu con el que fueron redactadas. Decía Jellinek, a principios de 2012: “Para explicar por qué he elegido estos diez títulos y por qué he dejado otros que también amo necesitaría un mayor espacio del que se pide razonablemente en esta votación colectiva. Prometo reconsiderar toda la lista si vuelvo a participar en 2022”. Faltan tres años para la nueva convocatoria y todos nosotros sabemos que Jellinek faltará a la cita.
Yo no sé si me volverán a llamar en 2022, y tampoco puedo saber si estaré vivo ese año. Quizás como protesta, tal vez queriendo conjurar la ausencia de Jorge –ahora sí quiero llamarlo por su nombre–, elegiré entre mis diez películas de todos los tiempos a La vida útil. Lo haré secretamente en su nombre, porque ese filme dejó de ser solamente una película hace mucho tiempo y ya es un segmento de mis memorias, porque ese filme, como ningún otro, y gracias al cuerpo y a la humanidad de Jorge, me ayudó a comprender que, después de un tiempo, todas las películas que se han visto constituyen un recurso espiritual del que se dispone para aliviar sufrimientos, pensar con generosidad la vida de los otros e imaginar tímidamente un mundo menos injusto y más amable.
Jorge ha pasado al gran fuera de campo del que no se conocen imágenes, porque nadie puede filmar (en) la muerte, pero unos años antes tuvimos la suerte de que Veiroj estampara la vida de Jorge en la endeble eternidad que le corresponde al cine. Ahí vivirá siempre, recitando a Mark Twain y bailando como un Fred Astaire fuera de línea en las escaleras de un edificio público mientras espera a su enamorada.