Hace ya treinta años, en la década de 1980, Abimael Guzmán (presidente del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso) acuñó una frase tremenda: “Salvo el poder, todo es ilusión”. El aserto era tan brutal como la organización que lo formulaba. Desde la cultura de izquierda que siempre practicamos en este país, el poder era concebido como un servicio o un paso necesario para transformar la sociedad y mejorar la situación de la gente. Nunca un fin en sí mismo.
La tiranía del tiempo no deja nada en su lugar. Aquello que parecía abominable se fue convirtiendo en sentido común. Lo que debía ser combatido comenzó a formar parte de la propia manera de ser y actuar. La diferencia entre medios y fines se fue difuminando hasta desaparecer. La ética dejó de ser el faro y la brújula para convertirse en discurso sin relación con la acción cotidiana.
A diferencia de lo que sucede estos días en Brasil, referencia casi ineludible cuando hablamos de crisis de las izquierdas, en Uruguay y en el Frente Amplio la corrupción no juega un papel determinante. El sistema político uruguayo funciona de otro modo, los partidos tienen formas más o menos transparentes de financiación correspondiendo al Estado una parte significativa. Los montos que reciben los partidos para las campañas electorales no tienen –como el país– el tamaño que revisten entre los vecinos.
La cultura política uruguaya no admite la utilización de los cargos públicos para el enriquecimiento personal y los casos existentes, que los hay y cada vez más, siguen siendo minoritarios. Lo novedoso es que los casos de corrupción afectan a todos los partidos. O, mejor, están involucrados siempre los que ostentan cargos públicos más allá del partido por el que hayan sido elegidos.
El gran problema del Frente Amplio es el apego al poder. Nadie se atreve entre nosotros a pronunciar la máxima senderista, pero una revisión somera de las carreras personales desde 2005, o desde 1989 cuando el FA gana la intendencia de Montevideo, revelan esa tremenda tendencia a no despegarse del sillón. Las biografías de los líderes y de los cuadros medios incrustados en la administración no sólo lo confirman sino que agregan un dato mayor: la ubicuidad.
Hay quienes han pasado de cargos municipales a ministerios, y viceversa; de entes a ministerios y al revés; rotando, siempre rotando, pasando de un cargo a otro aunque la tarea a cumplir no tenga la menor relación con la anterior. Se diría que no son especialistas en otra cosa que no sea estar en algún cargo con poder. Hasta que la jubilación ofrezca el merecido descanso.
Los casos en los que el cargo retorna a la base, como un ciudadano más, son excepcionales. La vida política se fue convirtiendo en una interminable escalera ascendente cuyo primer peldaño es el sindicato y el último el parlamento. Esto era lo que sucedía hasta 1989. De ahí en más, el límite superior se estiró y se sitúa ahora en el gabinete y en los directorios de las empresas estatales. Siempre para trabajar por el país y por los más postergados. Faltaría más.
La impresión es que cuando la izquierda lleva 12 años en el gobierno nacional y más de un cuarto de siglo en el poder municipal de la capital, la vieja cultura política dio paso a otra, impronunciable, irreconocible, tejida en torno a la mediocridad de saltar –como en la rayuela– de un lugar a otro sin descanso.
La hipótesis es que la voluntad de poder deglutió la voluntad de cambios, que la administración de lo existente insume tantos esfuerzos que no deja restos para crear algo nuevo, que es la única forma de cambiar el mundo. Miremos hacia atrás. La descentralización fue el momento de mayor entusiasmo de la izquierda, porque era de verdad algo nuevo, diferente, supuso la creación de comisiones en los barrios que, por lo menos en los primeros años, se llenaron de vecinos.
Transformar es crear. Para administrar lo que hay hace falta poder y poco más. El poder nos convierte en conservadores ya que se trata de seguir estando en el lugar conquistado, estirando todo lo posible la gestión. Desde 2005 la confusión sobre lo que es ser de izquierda creció exponencialmente, tanto o más que desde 1990 cuando el FA asume la intendencia de Montevideo. Hoy son pocos los que pueden decir, de forma sencilla y clara, en qué consiste la izquierda.
Siento que esto recién empieza, entre otras cosas porque el Frente Amplio tiene por delante un buen tiempo para seguir siendo gobierno. Oteando el horizonte, es poco probable que pierda elecciones aunque parece difícil que consiga detener el desgaste que comenzó a manifestarse en los resultados de 2014. Vivimos en medio de un ciclo frenteamplista (que no es lo mismo que un ciclo progresista ni de izquierda). Los ciclos no se terminan por una mala gestión de gobierno. Ahí está el larguísimo ciclo colorado para mostrarlo, en el que hubo gobiernos buenos y otros deplorables. No fueron los malos gobiernos los que llevaron al Partido Colorado a la ruina, sino una combinación de factores, de coyuntura y estructurales, entre los que jugaron un papel determinante la crisis de 2002 y el ciclo de luchas sociales 1967-1969, que agrietó definitivamente la cultura política hegemónica.
Una cultura no nace ni muere de golpe. Las culturas necesitan tiempos largos para leudar, y aunque las caídas parezcan más breves, bien miradas son tan o más duraderas. Como cultura política el Frente Amplio nace en la primera mitad del siglo XX al calor de la cultura obrera que emanaba el movimiento de los trabajadores, cobra forma en la unidad sindical y el Congreso del Pueblo a mediados de los sesenta, se materializa en las calles en los años de fuego del pachecato, antes de convertirse en organización formal.
Durante esa lenta fragua era mal mirado quien aspiraba al ejercicio del poder para beneficio personal. Esa era la cultura de los otros, la que se combatía. Ahora se rinden homenajes incluso a los cargos que la justicia condena. Si hubiera modo de medir el comienzo de la decadencia, ésta debería situarse en la pérdida de la identidad mucho más que en la pérdida de votos. Lo primero anticipa lo segundo.
Se dirá, y se cree ampliamente, que mientras la economía funcione razonablemente bien, la izquierda no tiene nada que temer. Los hechos no dicen eso. En Brasil fue la calle, en junio de 2013, la que puso límites al lulismo. Entre nosotros, la mayoría parece haber olvidado agosto de 2015, cuando el Ejecutivo impuso la esencialidad al conflicto en la enseñanza. ¿No estamos ante una pérdida de identidad, en aras de afirmar lo que se mal entiende como poder?
Nadie deja jirones de identidad impunemente. Mucho antes de ser derrotada por la derecha, la izquierda empezó a serlo por ella misma.