—¿Cómo surgió tu vínculo de trabajo con el periodista Antonio Ladra, con quien también trabajaste en el ciclo de entrevistas Pecados Capitalistas, para la Sala Verdi?
—Me enteré de este caso por una noticia vinculada a la muerte de una adolescente, cuyo cuerpo se encontró en el arroyo Solís Chico. Se me instaló en la cabeza la imagen de ella desnuda, con el arroyo encima, caminando por la ciudad, mojando a todos a su paso. Luego vi que Antonio había publicado los nombres de los victimarios: fue el primer periodista que lo hizo; le propuse hacer el trabajo periodístico de la pieza. Hicimos entrevistas a Darviña Viera, la fiscal a cargo del caso, y a las fiscales adjuntas; al fiscal de corte Jorge Díaz, a Interpol, a la unidad de víctimas, a la ONG El Paso, a un victimario y a una víctima.
—¿Tenías un objetivo claro al hacer las entrevistas?
—Tratar de mantener una charla fluida, que fuera lo más espontánea posible. Con el victimario y la víctima lo que más me importaba era generar un espacio de confianza, que ellos se sintieran bien y nos contaran lo que querían contarnos. No fui con el plan de enjuiciar ni de incomodar, tampoco sentí ningún tipo de rechazo.
—¿Cómo fue la reunión con el equipo de Interpol?
—Pensé que nos iba a recibir el jerarca superior y nos recibieron todos, la primera plana, todos varones. Cuando los ves, pensás que estás frente a todo el cliché del machismo, toda la testosterona junta y, sin embargo, apenas empezaron a hablar, se me cayeron los prejuicios. Decían: «Son niñas que se disfrazan de mujeres, están construyendo una imagen determinada para Instagram, pero emocionalmente son niñas». En general ves una imagen y rápidamente vas al casillero de «tal persona es así». Una joven linda que muestra determinadas partes físicas te lleva a un determinado lugar, con un varón pasa lo mismo y ni que hablar si cumplen un rol. La imagen es feroz, devoradora del pensamiento. Así que tuve que enfrentar mis propios prejuicios. Salí de la reunión con Interpol tocada y pensé que deberíamos tener más encuentros, en vez de estar googleando sobre el otro. Me pasó lo mismo con la fiscal Darviña Viera, yo estaba bastante nerviosa porque fue la primera entrevista que hicimos, en la fiscalía de Ciudad Vieja. Me encontré con una persona completamente lisa, alejada de cualquier personaje, sin divismos, que convirtió la situación en algo sencillo por su capacidad y don de gente.
—¿Tuviste que reformular tus ideas escénicas luego de las entrevistas?
—No, empecé con las entrevistas. Lo único que escribí al principio, que fue una necesidad física sin un destino, fue un texto muy poético sobre la chica que fue encontrada muerta. Y veía tres personajes. Pero quería enfrentarme a lo inesperado, dejar que me sorprendiera. Eso me permitió vincularme desde un lugar más despojado, más permeable y poroso con los entrevistados. Cuando entrevistamos a la víctima, ya había cumplido los 18 años y te encontrabas con una chiquilina que no coincidía en nada con las imágenes que uno podía ver de ella en Instagram. Muy madura en algunos aspectos y en otros no, te contaba cosas de su vida y sus ilusiones. Cuando contactás a una persona aparece alguien con luces y sombras, con una personalidad real.
—Venís trabajando en una línea fronteriza entre realidad y ficción.
—En esta obra hay datos reales de las entrevistas, de informes de prensa, frases literalmente dichas y otros textos que son totalmente ficción, que nacen de mi interpretación o de lo que me pasa con ese material. Por ejemplo, había decidido dejar el nombre real de la chica. Eso generó una discusión importante en el equipo. La mayoría decía que no estaba de acuerdo; desde mi punto de vista, era un homenaje, una forma de darle vida poética a alguien que tuvo un final abrupto muy joven. En el camino, las abogadas de las familias de las víctimas se comunicaron con Antonio Ladra porque se habían enterado de que usábamos el nombre real de ella y nos manifestaron que les parecía que iba a ser muy doloroso para la familia. Me pareció que era un error, porque colocaban a la prensa y al teatro en el mismo lugar, pero lo comprendí, lo respeté y saqué el nombre. Cambié eso, pero me generó un desajuste interno. Tuvimos una discusión con el elenco porque ellos no querían renunciar al nombre. Uno de ellos dijo algo muy fuerte luego de un ensayo, me dijo que había estado caminando por la rambla donde supuestamente la vieron por última vez con vida y que había sentido que nosotros la habíamos vuelto a matar. Eso me derrumbó. Porque la habíamos recuperado al traer su nombre y darle un espacio y un cuerpo, una voz y una posibilidad de hablar, y con esta decisión la habíamos vuelto a matar. Eso quedó resonando en nosotros y reescribí la última escena y le puse «la que nunca muere».
—¿Cómo trabajaste con los actores?
—Investigamos sobre el lenguaje, desde qué lugar contaríamos lo que contamos. La consigna que les di fue que usaran el texto como un insumo para encontrar un sitio, para ver cuáles son los universos y territorios que los habitan, pero después que lo tomaran como quisieran. Eso generó un respirador interno, estaba la columna que los contenía y luego probaban los límites, las incomodidades, los desajustes, salirse del rol: ¿hasta dónde se sostenía el personaje con esa letra, con otra, con ese comportamiento, con otro, con ese vestuario, sin vestuario? Quisimos crear una crudeza realista, pero a su vez una poética sobre esa realidad. ¿Qué es lo real y qué lo ficcionado? Todo el tiempo esos planos están fusionados. Para lograr esa superposición, tengo un elenco envidiable, con una entrega animal, una sensibilidad abismada, que se fortalece en el conflicto.
—¿Te fue difícil trabajar sobre el personaje masculino, el victimario?
—Y sí. Álvaro es un gran actor, gigante, no cualquiera puede enfrentar los infiernos y defenderlos. Todos pasamos por quiebres emocionales importantes. Hay una polarización social y cultural muy alta. Cuando los actores pudieron salir del impacto de la realidad que se filtra, lograron trabajar más tranquilos y desarrollar más profundamente los personajes sin estar tan afectados. Nosotros no construimos monstruos, son personas normales, que tienen vidas normales, familias, buenos padres, buenos jefes. El personaje de él nos importaba mucho, dice cosas para la platea que a veces te hacen pensar que tiene razón, porque hay un tironeo constante por la verdad, y él lucha ferozmente por convencerte de la suya.
—¿Cómo trabajaste el tema del cuerpo con los actores?
—Con Sofía Lara, que es la actriz que representa a Jana, trabajamos el quiebre, la belleza de la fealdad, las preguntas sobre cómo te ves linda o fea, la falsa percepción de lo que te devuelve el espejo, qué es estar muerta, qué es estar drogada, qué es un cuerpo inerte que tiene sexo. Fue muy profunda la investigación física, trabajamos en cómo se cae y se levanta, de forma casi constante.
—¿Cuáles son tus intereses escénicos hoy en día?
—Me voy en agosto a España para dirigir una reescritura mía de Fuenteovejuna, es un proyecto importante con elenco de allá, y también va la actriz Mané Pérez. Estaremos en Cádiz y en Madrid. Tengo otros proyectos en Galicia e Italia y una invitación a Finlandia por Enemigo del pueblo. Creativamente, me interesa profundizar en todo lo que tenga que ver con la línea documental. Me pregunto de qué manera, como artista, podés ser un catalizador de lo que está pasando, y cómo lo transformás o traducís escénicamente para acompasar la velocidad de los cambios que vivimos.