¿Qué tiene que ver el hambre con la política?, dijo la señora de pelo amarillo y campera negra. No fue una vuelta retórica ni el título de una mesa‑debate. Fue una pregunta real en la puerta de un supermercado. La señora de calzas y lentes negros en la cabeza interrogaba así a un joven que pedía comida. Como ella se negó a comprarle una leche o cualquier otra cosa, el chico hizo algo impensado: le contestó. “Usted seguro votó a Macri.” Le habló del presidente, la trató de usted, usó tono de sorna. Yo casi aplaudo. Pero no hubo tiempo, porque la señora pálida de fular rojo tuvo un rapto de indignación, luego de violencia, y dejó lo que estaba haciendo en el súper para salir a la calle y aleccionar al joven, que parecía un estudiante exiliado de la Urss, con sobretodo gris deshilachado, una bufanda escocesa y zapatos de cuero de suelas despegadas. Tenía una elegancia oscura y la mirada inteligente. Pero le había retrucado con Macri a la señora de bolsa ecológica y eso no iba a quedar así. Entonces ella gritó la frase de campeonato, la del hambre y la política. Fue al día siguiente de que las noticias contaran cómo Sergio Zacaríaz, de 52 años, se había muerto de frío a pocos metros de la Casa Rosada. No tenía nada en el estómago. Su corazón dejó de bombear. La primera semana de julio vino con ola polar y llevan muertas por estar a la intemperie al menos ocho personas en todo el país. Desde el gobierno salieron a defenderse diciendo que Sergio –que inmediatamente se transformó en símbolo– se había dejado morir por no aceptar ayuda estatal. Hablaron de refugios y de Ong y de repartos de comida. Acá se muere el que quiere, les faltó decir. Unos días después, mientras River abría sus puertas para la noche más fría del año, se debatía si las iglesias debían dar cobijo o qué y en las redes circulaban datos de albergues para ayudar (sacar) a nuestros sin techo personales. Prendieron fuego a un hombre en las calles de Santa Fe. Le incendiaron el colchón mientras dormía. Un medio le sacó una foto a su cuerpo quemado.
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El Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad de Buenos Aires publicó el segundo censo popular de personas en situación de calle. Desde 2017 se viene articulando con decenas de organizaciones de la sociedad civil para retrucar los informes oficiales de Rodríguez Larreta y darles sustancia a los números. Este año la cifra es 7.251, casi siete veces más que lo que dice el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. De esas personas censadas, 1.600 están en la calle por primera vez este año, más de quinientas tienen algún tipo de discapacidad; el 19 por ciento son mujeres y el 1 por ciento personas trans. La respuesta a los reclamos es que hay políticas públicas con paradores, albergues y organizaciones del bien. El reclamo del grueso de las personas en situación de calle es el acceso al empleo y a la vivienda en una ciudad llena de casas vacías. La caja de resonancia de estos números‑personas es un país en estado electoral lleno de señoras y señores que irán a las urnas con la certeza de que nada tiene que ver con nada.
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El chico con pinta de estudiante de otro tiempo se quedó en la puerta del supermercado. No se amedrentó con las palabras de la señora de botas de peluche. La esperó a la salida. Tampoco se achicó con la arenga del nuevo amigo de la señora, un hombre canoso con pinta de tener la bandera argentina colgada en el balcón que salió en su defensa al grito de: “Si quieren cosas, que vayan a trabajar”. Yo, que no había aplaudido al principio, esta vez me comporté como la porteña putativa que soy y le pegué un grito al señor. La cosa fue escalando hasta límites confusos. Seguíamos haciendo la cola para pagar y el personal del súper –todos migrantes venezolanos– intentaba contener una escena argentinísima en la que, en realidad, no pasaba gran cosa. En un momento alguien propuso llamar a la policía, faltaba más.
Cuando la señora de las bolsas repletas finalmente traspasó la puerta, miró al joven y le dijo: viste, por politizar todo te quedaste sin nada. El chico esta vez no le contestó. Empezó a caminar calle abajo, con la mirada fija en una canaleta. Con las suelas de los zapatos traqueteando, seguía una corriente de agua de caño roto, emprendiendo un improbable camino a casa.