La libertad interminable - Semanario Brecha
Carlos Liscano, obra gráfica

La libertad interminable

Carlos Liscano. ARMANDO SARTOROTTI

Al igual que buena parte de su producción escrita, la obra gráfica y plástica de Carlos Liscano fue una continua exploración en sus propios mecanismos creativos. Vemos la cocina de su escritura, los cubiertos, las ollas, los ingredientes y los condimentos mientras cocina lo que escribe y dibuja. Una diferencia importante, sin embargo, con los textos literarios, con «la escritura del yo», es que sus dibujos ostentan el más absoluto desparpajo, carecen de cualquier pizca de ambición seria y respetable. No le pesa dibujar como un niño de 4 años, aunque nunca haya escrito como un niño de 4 años (sospechamos que ni siquiera escribió como tal a esa edad). No le pesa esto, al punto que es de los pocos pintores adultos en quienes resulta casi imposible reconocer la experiencia de vida a partir de algunos de sus dibujos. De cualquier modo, los exhibió en muestras y los publicó en un libro facsimilar de 2019 que se titula La interminable (por una libreta que él llamaba así) y en su prólogo dejó constancia de la deuda con el art brut, es decir, de su falta de inocencia en la materia: «Desde hace más de 40 años, cuando leí a Jean Dubuffet (Escritos sobre arte, Catálogo de la Biblioteca del Penal de Libertad, n.º 5363), me ha interesado el arte de los no profesionales (art brut). He acumulado lecturas sobre el asunto, y mi curiosidad (admiración) por esas obras, muchas de ellas hechas por alienados, no ha disminuido. Cuando hago estas cosas pienso en esa variante del arte menor. Pero nunca sé qué me motiva a hacerlas. A veces las veo como un diario gráfico de mis días». (Renglón aparte merece el hecho de que el libro de Dubuffet haya estado en el Penal de Libertad, siendo como es un libro subversivo en muchos sentidos de la palabra.) Esta libreta interminable –y se constata una vez más con la muerte de Carlos– está repleta de paradojas. De paradojas y de humor: «El ocio, padre del aburrimiento, del pecado, del vicio, del crimen, de la literatura». En sus páginas todo está servido en el mismo plato donde se fagocita la pintura y el texto, juntos y sin masticar: «Trato de no hacer nada como siempre. No se puede». Y escribe con grueso marcador sobre un marco de vagas reminiscencias torresgarcianas: «Noam Chomsky dijo hoy que a la especie humana le queda tiempo escaso. Eso, según entiendo, incluye a los uruguayos. Algo que, bien pensado, no deja de ser un alivio». Las peripecias y pastiches del señor y la señora Azul, los diálogos enervantes entre Soberbia y Sordera, y las máximas imposibles como «No olvidar: no escribir» jalonan un gran libro que es una libretita, que es un juego infinito y cortísimo, lógico y absurdo, como la vida y el arte. En Vida del cuervo blanco (2015) Liscano escribió: «Se busca en la palabra lo que se sabe, la palabra no puede dar. Se busca entender, se busca ser libre». Quizás eso que no pudo darle la palabra lo obtuvo con su pintura. No lo sabemos. Pero si no es la libertad, se le parece mucho.

Artículos relacionados

Cine. En Cinemateca: Dahomey, de Mati Diop

Las estatuas también viven

Linda Kohen (Milán, 1924) y Octavio Podestá (Montevideo, 1929)

Las zonas azules del arte

Cultura Suscriptores
A 150 años del nacimiento de Joaquín Torres García

Desde el panóptico montevideano