La máquina de sentir (II) - Semanario Brecha

La máquina de sentir (II)

Accesos a Montevideo, en pleno Capurro.

Foto: Juan Milans.

Accesos a Montevideo. En pleno Capurro, la bahía se abre coronada por el puerto y las altas edificaciones del Centro, en una de las mejores vistas de la ciudad. Desde el inicio me impactaron sus barcos, en especial los sobrevivientes, gigantes, oxidados, camino al hundimiento. Pasé no hace mucho, había caído la noche, el puerto era aquella pintura de Van Gogh deleitosa en azules y luces. Sobre ella, muy cerca, un barco arrumbado, un tajo sobre el lienzo. Me sigo pidiendo: acércate, lleva tu cámara y juega al artilugio, ve pronto, antes que el barro del Plata lo trague para siempre.

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Atardece. El jacarandá de mi vereda se enreda en el cielo, es el banquete perfecto para el picaflor y la solitaria abeja que avanzan sobre sus flores, la gula cabalgando muy cerca. Debajo de tanto lila, pasa la gente pisada por cierto gris de domingo. Hoy no corre el tren. Una señora rubia, como enojada, un cigarrillo entre sus dedos.

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Pocas plantas huelen tan rico como la del tomate. Me toman de la nariz para llevarme a una infancia con abuelos en el campo, caminando junto a mí por su vasta huerta, recogiendo algo de la enorme producción hogareña. Pensar que un solo tomate encierra en sí la simiente de tantas vidas, pequeñas plantas multiplicándose para calmar todas las hambres y honrar con su sabor y su color nuestra cocina. En mi patio de apartamento, ya lejos del campo y de la niñez, en mi intento de abonar otras plantas ha brotado una docena de tomateras. Triste es saber que no llegarán a dar fruto, no hay sol, ni aire, ni tierra suficientes. Pero persisten en crecer rumbo a un cielo con claraboya. Serán infecundas y quizá ellas también lo sepan, pero hasta la más pequeña logra arroparse de suficiente perfume, aromas que me transportan a caballo de la memoria. Puede que parte de su misión esté cumplida.

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Miro al fin la lata con monedas de cambio que tengo sobre la heladera. Parecen muchas, casi llenan un ataúd de sardinas. Dos décadas atrás hubieran sido motivo de una enorme alegría, correría a cambiarlas al almacén donde Aníbal preguntaría cuántas son y me daría su equivalente en billetes. Vería sus manos empujar la montañita sobre el cajón abierto. Su esposa, en cambio, las contaría una por una, usando sus índices.

Vuelvo a la lata, sumo sonoramente unas pocas monedas que tengo en la billetera. Así empiezo el juego de contarlas, esta vez sin una cinta adhesiva para los números redondos. Hay una moneda de cincuenta, muchas de diez, ya no el plateado de las de cincuenta centésimos. Cosa inmunda el dinero –pienso–, cuántas manos sucias antes, viajes en bolsillos, microbios, cuántos niños contentos corriendo, apretando una ilusión en su puño. ¿Para cuántas personas habrá sido su última moneda? La abuela de Malvín, con delantal y severa vehemencia, enseñándome a lavarme las manos después de haber tocado plata.

Vaya sorpresa; contando la última mulita, el último Artigas, quedo estupefacto: doscientos pesos exactos. Ni en los mejores tiempos.

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Ansiaba el calor con ahínco y el esquivo tiempo cumplió su deseo. Quitó el calientacamas, las frazadas y los guardó en el alto ropero, así la pesada ropa del invierno. “Hasta pronto, querido saco, me aburrí de vos, ya te amaré cuando el frío vuelva”.

Pero el frío volvió esa noche y heló sus huesos. El ventilador brincaba; estaba en calzoncillos, un pie afuera, apenas una sábana sobre parte del cuerpo.

Como la niña de Guatemala, se murió de hipotermia.

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El muchacho venía acercándose a la parada, de espaldas al ómnibus, mate y termo a su costado. Cuando lo advirtió a un lado, comenzó a correr junto a él con la torpeza de las chinelas, levantando aparatosamente su brazo libre, ordenándole parar. Cuando quise acordar, el joven había corrido cuadra y media, nunca tan rápido para leer su destino, ni para escuchar el grito de una señora: “¡es expreso, boludo!”.

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Acabo de matar un ciempiés. Intruso reciente en el patio de mi apartamento, cesó de existir sembrando culpa en su ejecutor. Era de una arquitectura perfecta, como el elegante torito o la menos agraciada cucaracha; arquitectura que jamás podrá igualar ningún hombre. Sigo apenado, necesité muchos golpes de champión para imponerle el adiós.

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Le tocó recibir el primer hueso. Anoche, hijo del puchero, un trozo de osobuco tibio y carnoso. La pequeña perra lo tomó con fervor e inició el procedimiento. Nunca lo había practicado, pero su sangre le cantaba cómo roer un hueso. Fue meticulosa, paciente como nunca; al rato ya estaba limpio, sin nada adherido a su cuerpo marfil, huella casi imperceptible de una vaca devastada por el hombre para el mismo hombre y su amigo fiel. Un testigo cortado a sierra con un ojo ya hueco, que cae y suena como piedra.

El hueso siempre es presente para el perro que sigue encontrando en él atractivo. Así fue que, distraídos, no la vimos entrar al dormitorio, subir a la cama y sobre las sábanas limpias conversar con su amigo. A mi encuentro levantó la vista con la fingida inocencia de siempre, jamás asumiendo las pruebas para el castigo.

Pero el hueso también es futuro. Si bien sigue jugando con él, es probable que lo termine escondiendo bajo tierra, y no por piedad a la vaca, sino por el instintivo miedo a un porvenir donde el alimento se vuelva escaso. Ojalá nunca le llegue ese tiempo al animal y a sus dueños. Por lo pronto, es bueno seguir su consejo.

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Hoy voy a contarte el sueño que tuve ayer. Me dio mucho miedo. Había un niño que fue picado por una súper víbora y se salvó. La sangre le chorreaba para todos lados. Otro niño murió de eso. Al sepelio no fue ninguna madre, lo enterraron en la escuela.

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La claraboya es una boca que sonríe al cielo. El tiempo pasa y los dientes pierden hueso y se aflojan hasta caer. Si el clima es adverso, pueden quebrarse para siempre y anegar las casas de llanto. Por suerte existen dientes postizos, aunque quedan pocos dentistas de claraboyas. Los que aún ejercen –vaya obviedad– cobran caro.

La claraboya es un cuerpo desnudo que se entrega al cielo. Empieza siendo espléndido, merece cada rayo que lo penetra, cada luna llena. Pero, como es de esperar, obra el tiempo, el cuerpo se corrompe y la piel suave se transforma en escamas, mil pescados varados en las azoteas de Montevideo.

Confieso que he ingresado en su misterio y fui dentista sin mayor título que el de la curiosidad y la paciencia. Entonces la liberé de escamas, afilé su esqueleto, limpié su dentadura dispersa, cambié los dientes quebrados por otros de idéntico tamaño, descubrí los colores de un vitraux tras la mugre de los hombres.

Ahora, por un nuevo tiempo, vuelve a sonreírle al cielo, como la bella piel de una mujer que se vuelve etérea.

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