Hay nubes que se van y dejan respirar al sol. Hay manzanilla humeando en una taza y un libro abierto. Hay música instrumental adornando el silencio. Por la ventana, la cabellera roja de un tardío malvón se hamaca en la brisa. Como si todo se fuese a arreglar.
Comienza el frío, pero todavía quedan rescoldos del verano. En la alacena, elijo uno de los frascos, le quito el polvo, me dejo halagar por la promesa de los higos tras el cristalino vidrio. Tomo un cuchillo, ablando la tapa, la invado con mi mano, la giro y hago entrar como bocanada el aire, después de meses de un sellado al vacío. El dulce casero de higo tiene aroma a paraíso detenido en el tiempo, sabor a paraíso recuperado.
Miro una fotografía, tus viejas herramientas junto a la pared como si fuesen instrumentos musicales. Hay maderas y metales, pero no en los ropajes de un arpa, un piano o un violonchelo. Las herramientas están gastadas, alcanza con mirar las empuñaduras, la forma menguada que ha ido adquiriendo el hierro, el color que sólo puede darles el tiempo. Están fatigadas de entrar en la tierra, e imagino un desgaste similar en quienes tuvieron que trabajar con ellas. Miro la azada que quita malezas y abre surcos, una pala que hace pozos (una idéntica vi en manos de un sepulturero), otra de cuatro dientes que arranca el fruto de la tierra. También se ve un pesado marrón para quebrar la piedra y un hacha que ha segado la vida de los árboles o los ha fragmentado. Miro la fotografía, las herramientas viejas y mudas que alguien vende, ajeno a las historias que en ellas se encierran.
Cómo olvidar los desplazamientos. Cómo olvidar los viajes pretenciosos en busca de uno, los minutos en que el avión nocturno planea la ciudad llena de estrellas (el firmamento está debajo y es tan artificial como bello) y va descendiendo hacia un aeropuerto que no vemos, como sí vislumbramos el mar que cada vez está más cerca y, sobre él, barcos luminosos a cuenta de no sabemos qué, a una distancia cada vez más exigua… Cómo olvidar la sensación poderosa, el miedo solitario que mastica los huesos, la intuición de un súbito golpe de ala sobre el agua que desatará el caos y la irreversible muerte. Tiene algo de destino poético, quién podría negarlo, pero siempre será mejor lo conocido: al fin la pista impoluta y vacía; a los pocos segundos, el sonido de ruedas sobre el cemento.
Un contenedor de basura, su tapa colgada a un costado, peinada como un jopo por el viento. Pasa un perro negrísimo, inmenso perro de la noche que mira, anuncia el salto, ya se pierde en un universo de residuos. Se escuchan sus patas pisando lo blando, muy pronto una bolsa tan negra como él asoma colgada de su boca. El animal aterriza en la vereda de una calle desierta, rompe el nailon y abre un mundo de basura olorosa, algo de alimento entre los desechos muertos. Hurga y saborea con minucia (no hay mucho allí, pero queda satisfecho), luego emprende camino.
En la esquina aparece una muchacha de tapabocas. El perro detiene el paso, se deja acariciar, sigue. La bolsa queda en la vereda como un vientre abierto a cuchillo, doblemente despreciado.
Una mosca andaba molestando. Se posó en una página de la novela que estaba leyendo. La miré fijo, con genuino odio, apoyé mis manos sobre las tapas duras del libro y, al canto interior de «estas páginas serán tu mortaja», pac, cerré el volumen a toda velocidad.
Mi vista no captó su fuga, así que me quedaba el acto desagradable de sacarla del libro. Con el lomo en dirección al techo, fui pasando las páginas suavemente, esperando que la gravedad lanzara sobre las baldosas al bichito. Cayó el lápiz de las anotaciones con un sonido más agudo, luego un peine y hasta una media de rombos que hacía perdida. Pero la mosca no estaba o, mejor dicho, ahora estaba posada en mi frente.
Pobre de ella. Allí está, expectante de su plato de comida, que va llenándose como todos los días. Más allá de alguna pequeña colación que nos roba tras insistir, lo que cae en su plato no reviste novedad alguna. Tomo un cilindro de misteriosa carne procesada, corto un trozo a cuchillo y lo deshago con mis manos para que no lo lleve a su guarida, protegiéndolo de una competencia que no existe. Siempre el mismo ritual, y tú lo recibes con ansiedad, con algo parecido al entusiasmo (el hambre puede excitarte, pero tú siempre tienes gula, siempre pides lo que –sabes– no te será negado, qué distinta eres al inmenso perro de la noche).
Al principio me daba algo de pena su comodidad, su incapacidad para ver en la repetición un enemigo a ser combatido. Luego sentí envidia: el perro no parece sufrir lo que nosotros, los humanos; su memoria es breve y puede seguir amando al que ha sido desdeñoso con él. Pero quizás estaba siendo soberbio, podría estar ante el cangrejo de Unamuno, quizás mi perra resuelva ecuaciones de segundo grado, quizás sea ella la que cada noche reflexiona sobre la vida humana. Mientras nos mira en silencio, podría estar pensando en ese fulano que nos da de comer y deshace el misterioso alimento con sus propias manos, para que no sospechemos, para que comamos dócilmente, para que no cuestionemos la aparente certeza.
El saxofón de Coltrane serpentea por mi casa. Se hace hueco entre los libros, juguetea con el pequeño vaso de grapa. Sale por la ventana, trepa la claraboya camino a la azotea, ama al sol, pero golpea en la puerta de la noche. Añora el cigarrillo y el humo que nunca salió de mí, mira con extrañeza las plantas, la ropa tendida, entra al bolsillo de las camisas. El saxafón de Coltrane serpentea por mi casa, mejora cada cosa que toca, levanta un templo con mi carne.