La máquina de sentir - Semanario Brecha

La máquina de sentir

El joven dark despidió a su novia.

Joven Dark. Ombú

Azotea. Está fresco. Gimen las chicharras. Mosquitos buscan su festín, revolotean, pero no asestan. Ronca a dos cuadras una moto. Chocan suaves, a lo lejos, los gritos de los perros. Un transeúnte pasa sin saber que lo observo. No veo la luna… ¿Se habrá caído? 

***

 Te cuenta que va por la ruta y que vio a un grupo de caballos correr alocados, masticando quien sabe qué fibra de libertad. Pero no es pradera, tras sortear el alambrado está el peligro del asfalto, el deseo de que no pase nada. Los automóviles aminoran la marcha, no lo hace un camión que atropella a un potrillo. Siento el dolor de la mujer que me lo cuenta, su voz doblada como el junco; pienso sin pausa en Yupanqui, “mi alazán, te estoy nombrando…”. 

***

 La vi hacer uso de su elocuencia, pero carecía de síntesis, incluso era visible que pocos tenían interés en escucharla. Gordita, con aspecto levemente masculino, la volví a ver en la plaza donde me tocaría esperar el ómnibus. Conversaba simpática con un panchero, se la notaba contenta en su gestualidad resonante. Pasaron minutos. A un nuevo golpe de vista la volví a rozar, caminaba como pisando pollitos, en la mano izquierda llevaba un pancho, en la derecha un cigarrillo; la vi alternando el bocado y la pitada…

Por alguna extraña razón quise ser su amigo. 

***

 Me encontré con el hombre de la otra vez. Pude analizar con minucia su procedimiento. Primero, desde la sombra del fresno, observa la llegada de un nuevo pasajero, se acerca rápido y cuando está cerca disminuye su paso, te mira a los ojos, su bigote siempre bien puesto, sus palabras ajadas, su bolsa ecológica agarrada con ambas manos.

—Hola, disculpame, yo soy del Interior, ¿viste? Y cuando me vine a Montevideo hice un curso de panadería…

Si en este punto la negativa todavía no llegó, el hombre saca su táper y lo abre provocando el característico ruido.

—Hice estas golosinas para que puedas disfrutar en el viaje, son las últimas que me quedan, son sanas y caseritas; no están hechas con dulce de leche Conaprole, pero sí con Silvita, que es muy rico…

La vez anterior no supimos cómo negarnos; la golosina, muy dudosa, terminó en mi mochila y luego en la basura. Pero esta vez estaba solo. Enredado entre un amasijo de trufas y un silencio que se tornó denso, encontré la excusa:

—Recién desayuné, te agradezco.

El hombre cerró el táper con encono y ademán de víctima, y fue por otro potencial cliente. Repitió con éste la misma consigna, exacta, cerró el recipiente y lo devolvió a la bolsa.

Al poco rato apareció una pareja madura, con mate, típicamente progresista. Fueron inmediatamente interceptados. Observaron con atención todo el procedimiento; luego el hombre miró con incredulidad a su mujer, que miró su cartera y luego su billetera para sacar veinte pesos que entregó al vendedor sin mirarlo, pero diciendo que no gracias, que no quería la golosina. El panadero se retiró con paso de tortuga.

Entonces fue el momento de tomarme el ómnibus que me llevaría a Colonia, no sin pensar en qué historias (sórdidas, luminosas o simplemente tristes) hay detrás de los hombres solitarios que vagan por las grandes ciudades. 

***

El joven dark despidió a su novia en la entrada de un edificio. Al principio pensé que eran dos chicas besándose en la brumosa mañana de sábado en la que desgraciadamente tuve que trabajar. Pero cuando llegué a la parada él vino detrás, vestido de negro, y con una abundante y ensortijada cabellera al tono. Era insultante la lozanía de su rostro, el contraste con las vestiduras. Intuí pronto su coraza, su caparazón para protegerse del mundo. Y así lo vi, acomodando entre sus manos un collar con la cabeza de una muñequita muerta. Luego sacó un paquete de galletitas rellenas ya empezado –naturalmente, de chocolate– y comenzó a comer una de ellas suavemente, acaso sin hambre, mordiendo lentamente una tapa y luego la otra.

Se bajó en la ruta. La lentitud del ómnibus me permitió verlo entrar por un largo camino donde la niebla ocultaba una casa.

 ***

 —Tuve que pagar por el arreglo dos palos y medio, casi tres… Los hijos de puta del seguro no me lo cubrieron porque debía tres meses, ¿podés creer? Manga de fantasmas…

El padre escuchaba a su hijo hablar, sentado a su costado, pero no lo miraba. Tan sólo acompañaba la víspera del examen teórico para la libreta de conducir.

—El otro día iba en la moto, por Instrucciones y esta… ¿cómo es? Bueno… no me acuerdo. Iba por Instrucciones y me pasó un Corsa de los que tienen cola, ¿podés creer que el tipo frenó de golpe y me tuve que correr, si no me agarraba? Le dije de todo menos que era lindo, y como se hizo el cosa le pegué una piña que le mandé la cabeza para adentro del auto… Le sangraba toda la cara.

El muchacho era gordinflón, vestido con ropa deportiva y, más allá de las palabras, su aspecto no infundía temor alguno. Seguí sumando a su descripción cuando lo vi levantarse, dialogar con una funcionaria y –de espaldas a su acompañante– pagar amablemente el servicio. Ahora el padre lo miraba cansino, con una mezcla exacta de orgullo y decepción.

Me quedé pensando en otra cosa, hasta que hallé al muchacho sentado frente a la pantalla que le exigía responder treinta preguntas. El ademán de su generoso cuerpo, ahora sugería inseguridad; miraba atontado a su alrededor, cabizbajo, como si del aire o de las manos de su padre pudieran brotar las respuestas correctas.

Cuando me tocó ir a una de esas pantallas, el joven ya se levantaba. Con movimientos lentos, le preguntó a la funcionaria el resultado de su prueba. La mujer respondió como una máquina:

—Reprobado con 14 errores. Siéntese y espere a que lo llamemos para darle nueva fecha.

El muchacho cumplió con el pedido, sin intercambiar palabras. Mientras tanto me tocaría comprobar que el examen no era fácil, y el diseño de algunas preguntas –más allá del conocimiento– exigía una aceitada comprensión lectora.

Cuando volví a mi lugar, esperando que me entregaran el papel para la prueba de pista, el padre mantenía su misma mirada hacia el piso, en aparente escucha.

—No seas malo, re tramposas las preguntas. Además metí 16, más de la mitad, ¿pueden ser tan hijos de puta?

 ***

 La niebla se traga 18. Frente a la inmensa Universidad abrazada de verde, como desde otra época, veo al historiador pasar, su cuerpo cada vez más espigado y solitario, su barba crecida y ya blanca. ¿En qué estará pensando?

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