El nombre de Rodra anda rondando por el circuito musical de la capital. Es una de las tantas nuevas artistas que han aparecido en los últimos años. Como muchas de ellas, destacable, pero, en su caso, también particular.
Su música genera cierto impacto en el primer contacto por su variada mezcla. Hay del neo-soul de Erykah Badu y Hiatus Kaiyote, del jazz-pop moderno de Esperanza Spalding, de las búsquedas abstractas de Fiona Apple, del pop experimental de Kate Bush, de lo progresivo de Peter Gabriel, de la canción escurridiza de Spinetta, de la canción popular uruguaya. Pero no es simplemente picar de aquí y allá y meter en la licuadora. La mezcla de muchos géneros en un mismo tema aparece por las múltiples secciones que puede tener –a veces como una mutación transitiva, a veces como un portazo– o por los múltiples arreglos que hay en los instrumentos. Son canciones que constantemente abren ventanas hacia otros lugares.
Algo característico de su música es la grandilocuencia pasional muy cercana a la estética del pop y el rock de los ochenta, algo que el público uruguayo podría tildar de demasiado. Sin duda nuestra idiosincrasia es de una gran resistencia a la apertura emocional, a la transparencia total: mejor ser reservados, mejor dejarlo en el ámbito privado. Rodra parece pensar (y hacer) lo contrario: una música cuya pasión es una ola oceánica con aquello de los ochenta que nadie quiere rememorar.
Su trabajo discográfico empezó en 2017 con El aire, donde la música se asemejaba más a la actual canción popular uruguaya en guitarra. En Al humo, de 2021, pegó un salto compositivo y de producción: una especie de rock progresivo estridente con las tendencias pop de hoy en día, plagado de constantes cambios. A finales del año pasado lanzó 103, que presenta otra cara de la música que viene construyendo.
Estrictamente hablando, 103 es un EP: cinco canciones, 14 minutos de duración. Sin embargo, es un disco muy trabajado, con una sonoridad propia y un desarrollo claro. No es un rejunte de canciones desechadas o una creación a la pasada. Y en verdad hay algo de EP en la música misma: si un EP es algo más pequeño que un LP, la música aquí se achica con respecto a los lanzamientos que la preceden. «Este nuevo proyecto plantea una estética más despojada: se retrata la canción desde la intimidad, utilizando sutilmente capas sonoras como sustento para la voz y la guitarra», dice Rodra al respecto.
Algunas nuevas influencias aparecen para inspirar: Frank Ocean, Aurora Aksnes, incluso Pat Metheny. Tal vez alguien escuche y se pregunte dónde diablos están estas influencias en la música, pero a veces las influencias no se evidencian materialmente, sino en lo que despiertan. Aun así, para el caso de Metheny, por poner un ejemplo, hay alguna reminiscencia en el tema «Tus ojos», que ejemplifica perfectamente el aire de este disco: un rasgueo manso con chorus, algo cristalino, pero que, por su formato canción, recuerda a la Joni Mitchell del disco Shadows and Light, donde el propio Metheny toca. En la canción aparece, sin embargo, también la grandilocuencia de la que hablaba previamente, pero, al ser llevada a través de capas etéreas, la cosa se torna ambiental y de ensueño.
En 103, algo a destacar es el trabajo vocal. Hay, literalmente, un timbre de voz diferente para cada tema, algo que ayuda a darle un arco narrativo al disco. Podemos encontrarnos con pop ochentero («Pecarás»), algo más reflexivo y playero («Quién S.O.S.») o pasión y desgarro («Epifanía»).
Aunque 103 es un disco solista, Rodra hace énfasis en la colaboración con el productor Diego Morales: «Compusimos mucha de la música en conjunto. Hubo mucha data de él, sobre todo desde lo rítmico, que es parte de la esencia de los temas. Compartimos muchas referencias musicales y nos inspiramos mucho en ellas».
El nuevo trabajo de Rodra es un disco pequeño, sumamente melancólico e íntimo, incluso en su grandilocuencia, y despierta algo muy lindo, lo que lo vuelve un disco entrañable.