La máscara como vector - Semanario Brecha

La máscara como vector

Carnavales dominicanos.

Debe haber pocas maneras más fascinantes de aproximarse a la cultura de un pueblo que a través de sus máscaras, porque revelan y esconden al mismo tiempo, y en esa operación dual delatan sentimientos y expresiones complejas.

No deja de sorprender esta colección latinoamericana de Claudio Rama que sigue aumentando año a año, y de la que hemos ido dando cuenta desde estas páginas. Sorprende el rigor de una pesquisa que sabe multiplicarse en casi infinitas variantes: llegó la hora de repasar los carnavales y las máscaras de República Dominicana, país cuya reciente afluencia migratoria a Uruguay ha cobrado relevancia.1

Según se lee en sala, el Carnaval dominicano es la fiesta popular de mayor tradición y se vincula, en su origen europeo, a los festejos previos al ayuno de la cuaresma cristiana. Pero ya en tiempos de la colonia se mezcló con “las costumbres de la población taína originaria y las culturas africanas heredadas de los esclavos traídos por los colonizadores a la isla”.

La máscara es un vector de sincretismos culturales, definibles, y es también el espacio simbólico impreciso donde confluyen energías primarias, prerracionales y atávicas. Así, en el municipio de Mao de la provincia de Valverde, podemos encontrar al personaje “Abechiza”, combinación de abeja, chivo y sapo. ¿A qué atributos responde este extraño cruzamiento? Precisamente a las diferencias anatómicas que distancian en el mundo real a estos animales y que en la máscara se fusionan para tentar una diferencia absoluta. Lo feo y lo pavoroso impactan y descolocan tanto al portador de la máscara –que se transforma al calzársela– como a su ocasional observador, que es modificado también por esta presencia. No olvidemos que la máscara siempre viene acompañada de la música y la danza: es ritual de incorporación de “lo otro”.

Observando las espectaculares caretas de los lechones joyeros (del barrio Joya), de abundantes espinas, o los lechones pepineros (de Pepines), eternos rivales de los anteriores en la provincia de Santiago, resulta evidente que la comodidad no es el criterio de uso. Es la expresividad y el miedo lo que prima. Sin miedo real no hay transformación, por eso la participación de los niños es clave en todo carnaval, pues son los primeros en vivenciar el sacudón social y “cosmogónico” que representa. Por eso también, la presencia más frecuente en este carnaval es la del diablo, ya sea la versión del Diablo Cojuelo –se dice que era tan travieso que el mismo demonio lo expulsó a la tierra y fue esa caída lo que provocó su renguera– que viene acompañado por el personaje de la Muerte, o la del demonio mismo, el Diablo con mayúscula. Estos personajes portan vejigas de vaca o de goma con las que aporrean a los niños y a los desprevenidos.

Mención aparte merece el Carnaval Marino de río San Juan, en la provincia de María Trinidad Sánchez, uno de los pocos de su tipo en el mundo. Allí se mixturan las tradiciones carnavalescas de origen europeo con las costumbres de un pueblo de pescadores. Los disfraces agregan caracolas, escamas de pescados, corales, dientes de tiburón y elementos referidos al mar, celebrando el concepto de “carnavarengue”.

Carnaval es también intercambio de roles sociales y acentuación de las diferencias peculiares. Varían sustancialmente de una provincia a otra. Los carnavales de Montecristi, La Joya, Cotuí, San Pedro de Macoris, La Vega, San Juan de la Maguana, Salcedo representan idiosincrasias distintas y en ciertos aspectos hasta contrarias, y cada singularidad regional se expresa en las máscaras. Pero a todos los une un sentimiento mítico y el aire festivo, que es su condición primordial.

  1. Los otros rostros. Máscaras e identidades de República Dominicana. Colección Claudio Rama. Museo de Arte Precolombino e Indígena.

 

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