La mirada de Rosina - Semanario Brecha

La mirada de Rosina

Estrena el 6 de junio “Los tiburones”.

Los tiburones.

“Tiburón, que buscas en la orilla”, canta Blades desde los ecos de mi infancia. En la película de Lucía Garibaldi, no hay tiburones que busquen en la orilla, sino al revés: hay personas que buscan tiburones. Los tiburones no existen, pero sí existe todo lo que provocan: el bicho, en todo caso, se vuelve un significante medio vacío. La película es discreta, no enuncia un sentido preciso y, tal como explicitó Lucía varias veces, se cuida mucho de no subrayar alegorías. Esa ausencia, eso que falta, vertebra todo el relato, pero esto no la vuelve una película sobre la nada o una historia mínima alargada, porque esos días en el verano de una adolescente son un tiempo condensado, lleno de emociones inciertas. Son días claves para Rosina, porque algo está pasando, algo la conmueve, sólo que no todo el mundo atraviesa de la misma manera los momentos memorables.

En ese terreno de asumidas ambigüedades, la perspectiva de género resulta un dato tan insoslayable como difícil de situar: esta heroína defrauda estereotipos. El relato la toma con distancia: la seguimos unos pasos atrás, como en los travellings; no nos pone dentro de su cabeza, no sabemos bien qué le pasa. Da la sensación de que ella tampoco lo sabe bien; no sabe cómo sentir ese deseo, cómo vivir su condición femenina, cómo dejar la infancia. Actúa por impulso, porque no logra construir un diálogo con todos esos referentes que la rodean. Parece que ellos sí conocen los manuales de funcionamiento: su hermana mayor sabe jugar en ese mundo, los adultos respetan sus roles, su hermano pequeño se siente cómodo en esa impunidad de la infancia. El único lazo que le corresponde a Rosina es el que establece con el perro. Luego están los muchachos, que son un misterio y, también, pieles, voces y gestos atractivos. Es en este punto que se evidencia la perspectiva de género: se salta de la focalización a la instancia que nos narra, que mira como una mujer y construye un personaje femenino como sujeto que desea y a ellos como objeto de ese deseo. Más aun, lo que la película evita es la representación del cuerpo de Rosina como un cuerpo para ser mirado, con esa cualidad del “to-be-looked-at-ness” de la que hablaba Laura Mulvey. Ni su cara, ni su malla roja y su espalda descubierta, ni sus pantalones cortitos y sus piernas se disponen en la pantalla para el regodeo de la mirada masculina (o femenina). Hay un desplazamiento de esa mirada deseante –o curiosa, o inquieta– a los ojos de ella sobre la piel sudorosa de Joselo, sensación contaminada por los olores.

Este mundo perceptivo no sólo se expresa en el rostro de Rosina y sus acciones, sino también por medio de la puesta en escena. Ella pasa gran parte de la película corriendo y desplazándose, tratando de escapar del encuadre. Parece estar encerrada en esos lugares abiertos y amplios. Son días soleados de verano, pero la luz se siente fría, desangelada. En esta historia, que nos habla de una iniciación sexual, el rojo se asocia con la sangre de los animales. Siguiendo con los contrastes, nos vemos rodeados de agua por todos lados, pero falta agua y nos empieza a dar sed, y nos sentimos sucios y sudorosos.

El pasaje de iniciación se nos muestra diverso más que disidente, y, más que plegarse a las tendencias no binarias, la película reconoce que no hay una forma habilitada de sentirnos “mujer”. En un momento, la madre le dice que se parece a un macho, poniendo en el centro del asunto el tratamiento de los pelos como forma de gestión de lo femenino. En esa tensión, Rosina decide manifestarse con su ropa holgada y su andar desgarbado, pero también mirando más que siendo mirada, provocando acciones e incidiendo en su mundo. Rosina, como el tiburón, sigue despierta, buscando, intranquila, acechando… y, al final, sonriendo.

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