Si la novela policial en su edad de oro deparó tramas ambientadas en los sitios más impensados, con los detectives más estrambóticos y las resoluciones más impactantes (el adjetivo no está necesariamente empleado aquí como una señal virtuosa), en un arco tan variado y arbitrario que puede ir desde El crimen de las figuras de cera (1932), del estadounidense John Dickson Carr, en el que una serie de asesinatos de mujeres tiene como epicentro un olvidado museo de cera, a La muerte de incógnito (1950), del argentino Lisardo Alonso, en el que un crimen en un caserón de las afueras de Buenos Aires se relaciona con un pequeño manual sobre las 150 propiedades del limón, no es de extrañar que algún practicante del género ambientara una historia en el mundo de los libros antiguos.
El encargado de co...
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