La multiplicación del dolor - Semanario Brecha
A propósito del caso de los rugbiers argentinos

La multiplicación del dolor

Condenados por el asesinato de Fernando Báez escuchan su sentencia en el tribunal de Dolores, provincia de Buenos Aires, Argentina, el 6 de febrero de 2023. AFP, JUAN MABROMATA

Esta semana se conoció la sentencia (de primera instancia) en el sonado caso de los rugbiers argentinos. Un tribunal de Dolores (provincia de Buenos Aires) condenó a cinco jóvenes de entre 21 y 23 años, en calidad de coautores, a prisión perpetua, y a otros tres, en calidad de partícipes secundarios, a penas de 15 años de prisión por el homicidio de Fernando Báez, ocurrido hace tres años en Villa Gesell, a la salida de un local nocturno.

La prisión perpetua, la pena más dura que contempla el Código Penal argentino, supone el cumplimiento efectivo de al menos 35 años de reclusión, con un máximo de 50. Para ciertos delitos es posible solicitar, bajo ciertos supuestos, la libertad anticipada a los 35 años, que está sujeta a la consideración favorable de un juez.

Ese beneficio no está disponible para los cinco rugbiers, que pasarán encerrados los próximos 47 años de sus vidas (llevan tres años de pena ya cumplidos, puesto que están presos desde que ocurrieron los acontecimientos), hasta que tengan entre 68 y 70 años de edad.

Se ha discutido mucho acerca del peso que pueda haber tenido sobre la sentencia el carácter espectacular del juicio, con un payaso de esos que salen en los programas de escándalos de la tarde con la cara deformada por el bótox como abogado estrella. Sin embargo, según una nota publicada en Clarín esta semana por la periodista María Virginia Messi, los cinco rugbiers considerados coautores del crimen fueron condenados a la única pena contemplada para la calificación que recibió el hecho. Messi describe una especie de embudo normativo que determinó de manera casi inexorable una pena de esas que los partidarios de la mano dura consideran «ejemplarizante». Si la información que suministra la periodista es correcta, los jueces no tenían mayor margen de acción, atenazados, como estaban, por un conjunto de normas que en los últimos lustros fueron agravando notablemente el castigo penal asociado a ciertos delitos.

Desde 1921 hasta 2004, lo que en Argentina se llama prisión perpetua tenía (siempre según Messi) un tope de 25 años, con la posibilidad de pedir la libertad condicional a los 20, salvo en el caso de los reincidentes. En 2004, durante la presidencia de Néstor Kirchner, la ley Blumberg estableció el nuevo límite en 50 años, con la posibilidad de pedir la libertad anticipada a los 35. En 2017, bajo la presidencia de Mauricio Macri, dos reformas complementarias prohibieron las salidas transitorias o la libertad anticipada al cumplir los 35 años de prisión para algunos delitos especialmente graves, como el homicidio agravado.

Esas transformaciones recientes en el Código Penal argentino siguieron una tendencia que lleva varios lustros en la región: el endurecimiento de las penas, especialmente las que conllevan encierro, una tendencia que no ha cambiado según el signo político (de izquierda o de derecha) de las fuerzas gobernantes.

El caso de los rugbiers argentinos, jóvenes que se enfrentan a la posibilidad cierta de no recuperar su libertad hasta que, si sobreviven a la cárcel, sean ancianos septuagenarios, ha puesto de nuevo sobre el tapete el espinoso asunto del castigo penal.

La pura descripción positiva del mecanismo es simple: cuando alguien ha transgredido la ley y con ello ha generado una ofensa, es decir, ha generado cierto dolor, las instituciones del Estado, en nombre de la comunidad política, imponen un castigo al ofensor, que, por definición, es una cierta cantidad de dolor más o menos proporcional al dolor que causó la ofensa desencadenante del castigo.

La Constitución uruguaya dice que en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar, pero eso es absurdo: es una contradicción en los términos. Las penas, por definición, son mortificantes. Las filosofías penales humanistas llevan varios siglos tratando de limar las aristas más puntiagudas del castigo, pero hay una realidad: el castigo es una práctica anterior; las filosofías humanistas trabajan con algo que ya existía, tratan de darle un nuevo fundamento, un nuevo sentido, una orientación hacia nuevos fines, un propósito distinto, pero el castigo sigue siendo lo que siempre fue.

Las filosofías penales humanistas tratan de verter nuevos vinos es ese odre que llega a nosotros desde los primeros confines de la historia humana. La teoría escéptica de la pena, por ejemplo, considera el castigo algo injustificable desde el punto de vista racional, pero, al mismo tiempo, imposible de abolir, por lo cual los sistemas penales humanistas, racionalistas y garantistas deberían contener el desborde punitivo, para que el castigo sea, en cada caso, el menor que la sociedad sea capaz de aceptar. Las teorías no escépticas de la pena, por su parte, encuentran algún tipo de justificación racional en ella, ya sea a través de su utilidad práctica, su justificación desde un punto de vista moral o una combinación de ambas cosas.

En cualquier caso, el castigo está ahí, antes de que los mecanismos de contención operen para evitar desbordes, antes también de que los discursos que lo justifican promuevan reformas que acerquen la realidad concreta del castigo al ideal especulativo al que esa realidad supuestamente debería amoldarse.

El castigo de los rugbiers argentinos ha resultado a muchos perfectamente justo y a muchos otros, no. Es un buen momento para preguntarnos, una vez más, si hay alguna alternativa al castigo, alguna alternativa radical. La respuesta es que sí, que hay alternativas. Pero 100 mil años de historia de la humanidad simplemente no se pueden borrar de un plumazo. La cárcel moderna es una de las estrategias del pensamiento humanista para hacer más racionales los castigos. El problema es que se trata de una invención que se salió de control. Entre darles un par de palmadas en la espalda a los rugbiers y pedirles por favor que no vuelvan a matar a nadie y tenerlos 20, 30, 40 o 50 años encerrados hay alternativas que reducen el dolor de las víctimas y satisfacen nuestras intuiciones de justicia, sin necesidad de multiplicar absurdamente el dolor.

Las múltiples formas que adoptan las propuestas de una justicia restaurativa, una justicia reparadora, una justicia animada no por una voluntad de venganza, sino de reconciliación, muchas veces resultan invisibles, porque el peso de la idea de castigo las opaca. No todas esas alternativas son buenas; muchas de ellas presentan serios problemas. Pero, en algún momento, mereceríamos darnos la oportunidad de empezar una discusión seria acerca de ellas.

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