Pocos conocen a Camila Jourdan. Militante y profesora de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro, nacida en 1980, Jourdan se ha especializado en investigar sobre las más diversas corrientes del anarquismo actual y sus nuevas formas de lucha, aunque uno de los puntos más llamativos de su carrera –y muy ilustrativo de la actualidad brasileña– fue cuando se la detuvo por 13 días en julio de 2014 como supuesta agitadora de actos violentos en las manifestaciones de aquel año. Esa detención surgió a partir de un informe de 2 mil páginas elaborado por la policía civil carioca en el que se la vinculaba con varios sospechosos, entre ellos, “un tal Mikhail Bakunin”, sobre quien pesaba un urgente pedido de captura. La única lástima era que el sospechoso había muerto en 1876.
Jourdan plantea que durante las últimas décadas el pensamiento libertario asociado al anarquismo fue modificando su identidad, abriéndose a nuevas perspectivas y adquiriendo mayor protagonismo en los movimientos sociales y en las acciones de protesta. De allí que proponga leer esa nueva emergencia a partir de una combinación de la tradición derivada de Proudhon y el uso de los aportes de Debord, Deleuze y Giorgio Agamben. Con este breve pero pertinente arsenal, lleva a cabo una hibridación de conceptos propios de los clásicos ácratas con las contribuciones teóricas provenientes del posestructuralismo, sin dejar de lado la influencia de la contracultura feminista, ecologista y autonomista para pensar el floreciente “renacimiento” de la teoría libertaria. Se trata, lógicamente, de corrientes heterogéneas, pero que comparten algunas de estas características: organización descentralizada o federal, horizontalidad, respeto y defensa de la diversidad, oposición a la toma del poder del Estado como estrategia política para lograr transformaciones, democracia y acción directa, prefiguración aquí y ahora de la nueva sociedad que se anhela y construcción de una contrahegemonía contestataria y transgresora.
Ahora bien, el punto de partida en el que se apoya Jourdan se encuentra en la crisis de la representación política, una crisis que se sostiene, paradójicamente, en una suerte de radicalización de esos procesos de representación. Como explica Jourdan a través de una serie de preguntas, “¿no es de resaltar que, cuanto más ruinosa se muestre la representación, el poder constituido –en vez de apostar a ella– se coloque asumidamente como excepción y espectáculo? ¿Por qué la llamada ‘nueva derecha’ no sólo no tiene nada de nueva, sino que es el rostro contra‑insurreccional (y, por tanto, reactivo) de la propia representación?”.
La Real Academia le otorga a la palabra “representación” una serie de significados muy diferentes entre sí: desde “nombre antiguo de la obra dramática” hasta “figura, imagen o idea que sustituye a la realidad”. Pero si buscamos un poco más abajo, veremos que del calificativo “representativo” se nos da una definición que parece apropiada para captar mejor el abordaje de la investigadora: “dícese de lo que sirve para representar otra cosa”.
Veamos: en las diversas acepciones se insiste en que es una realidad A, diferente de otra realidad B, y que, a pesar de esta diferencia, y en virtud de alguna característica o propiedad que A posee, sirve para hacer presente (re‑presentar) de alguna forma a B. Dos notas, pues, confluyen en la relación representativa: 1) A es diferente de B (pues en caso contrario no habría representación, sino identidad, entre ambas) y 2) A hace presente a B, es decir, puede sustituirla en el cumplimiento de algunas de las funciones que B realiza o puede realizar. A esa virtud común que se encuentra en A y en B, por la cual una puede hacer presente a la otra, le llamaremos “representatividad”. No es de extrañar, dada la diversidad de acepciones –incluso aceptando este sustrato común– que se encuentran del término “representación”, que la equivocidad del término se acentúe cuando lo completamos con un adjetivo que en principio le es extraño: “política”.
El regreso de los muertos vivientes
Sucede que la sociedad del espectáculo y la sociedad tecnológica, actuando de manera conjunta, potencian a un nivel completamente imprevisto su proyección de lo real, una proyección que se encuentra sometida a la hegemonía ideológica de los que detentan el flujo del capital. Y, como las instituciones ya no están al servicio de lo público, la sociedad del espectáculo y la sociedad tecnológica “ya no buscan restaurar la representación al viejo estilo. Lo que sí buscan es ir más allá de la representación”, afirma Jourdan. Eso significa fomentar la presencia de nuevos líderes ejecutivos que atenúan, hasta bordear su total eliminación, los mecanismos institucionales del Estado de derecho. Semejante instauración de este estilo de gobierno hace del “estado de excepción” una “norma”, de manera tal que refuerza la legitimidad presidencial para el abuso de los poderes de los que se tiene prerrogativa (centralmente, a través de los decretos de necesidad y urgencia y los vetos parciales o totales), así como la implementación de políticas neoliberales y ultraconservadoras tendientes a desmontar el aparato estatal regulador y prestador de servicios, antes que a promover el “estatismo” del Estado benefactor. De allí que, en su ponencia, Jourdan afirme: “(Hay) que dejar de decir que el estado de excepción y el espectáculo son la caída de la representación. Al contrario, la radicalizan. El estado de excepción se inserta en este contexto al incluir en el orden jurídico lo que sería su supresión, creando así una zona de indiferenciación entre lo que es el derecho público y el hecho político”, que nosotros conocemos, comúnmente, como judicialización. Esa judicialización es “lo que nos lleva a vivir hoy estados de excepción permanentes en las favelas y las periferias; tenemos intervenciones militares, legislaciones de excepción. La suspensión del llamado Estado de derecho se realiza tanto de modo directo como indirecto, ya sea desde su legitimación jurídica o desde lo extrajurídico e ilegal. Vivimos una ausencia de separación rígida entre el espacio jurídico y el no jurídico, con la fabricación de crisis económicas para arribar a estados de emergencia permanentes que rompen con la distinción entre los poderes y así legitimar acciones institucionales que conducen a un totalitarismo evidente en sociedades que insisten en decirse democráticas”.
Entre Juan Pueblo y la bestia pop
El punto de partida para el análisis del concepto de representación política de Jourdan se ubica en una situación de crisis, en cuya raíz se encuentra el hecho de que hoy dicha representación cumple unas funciones para las cuales no había sido en principio ideada y que, ante esa carencia, busca maximizar su alcance. Si hacemos un poco de historia, veremos que la representación nace, en los comienzos de la edad moderna, para limitar el poder absoluto del soberano. Pero, si bien entre limitar el poder absoluto del rey y ejercer la soberanía popular hay algunas similitudes, existen entre ambas importantes diferencias. El problema, en sustancia, es consecuencia de la propia evolución política, que comienza con las revoluciones burguesas y que une estas desde sus comienzos con la reivindicación de un “gobierno representativo”.
En un principio, “representación” y “gobierno” no estaban unidos, cada vez que, mediante aquella (localizada en el parlamento como sede institucional), lo que se pretendía era limitar el ejercicio de las funciones de este (que seguía perteneciendo al rey). La claridad de esta distinción –uno gobernaba y otros representaban a la nación ante este gobernante para que no se excediera en sus funciones– se complicó cuando se quiso utilizar la relación representativa como único fundamento teórico para hacer simultáneamente dos cosas distintas: representar a los gobernados y ejercer el papel de gobernante. En la difícil conjugación de ambos términos se sitúa una creciente crisis de la representación política, que se deriva de la no coincidencia esencial entre gobierno representativo y gobierno democrático. Y es a partir de esa no coincidencia que se lleva a cabo el simulacro de una coincidencia a fuerza de decretos y espectacularización metastásica del poder. Entramos de lleno en el estado de excepción. La Argentina de Macri, los Estados Unidos de Trump, la Honduras de Juan Orlando Hernández y el Brasil de Bolsonaro son algunos de los mejores ejemplos de que se puede generar un estado de excepción que no venga de un golpe al estilo clásico y que construya gobernabilidad a fuerza de ficción mediática y jurídica. La gran pregunta es con qué fuerzas excepcionales se contesta a la excepción o con qué fuerzas del derecho se pone límite a la excepción.
Frente a ese panorama, Jourdan propone: “Contra el espectáculo no hay que seguir pretendiendo salvar la representación en su condición fallida, pues la misma siempre fue la puerta de entrada que hizo posible el espectáculo; contra el estado de excepción, hay que dejar de intentar salvar el Estado democrático de derecho, pues sabemos que él siempre fue la puerta de entrada que hizo posible la excepción generalizada. Hay que apostar al agotamiento. Que se proponga lo totalmente otro”, lo que escapa al cálculo esperable de los acontecimientos, “pues, como nos dijo Proudhon y nos dicen hoy los adolescentes y los jóvenes que ocupan sus centros de estudio frente al aparato represivo, los medios son los fines, la forma abstracta es inmanente a lo concreto. No existen caminos de regreso para la representación que estén funcionando, pues ella misma es el fundamento del espectáculo. El espectáculo es el extremo opuesto de la verdad de lo concreto y, al sumergir nuestra vida en el espectáculo, en su contemplación, la misma se vuelve un sinsentido, alienación. Como diría Debord, no es posible hacer una oposición abstracta entre el espectáculo y la acción social: ese desdoblamiento también termina siendo desdoblado”. El espectáculo hace que lo real entre en su lógica, hace que se transforme en un producto descontextualizado y consumible como un programa de entretenimiento.
Tales planteos nos llevan a considerar, según Jourdan, que para un Estado ilegal, en el que lo jurídico y lo político se encuentran en una zona de indiferenciación, la creación de otro marco jurídico como respuesta no basta. De allí que las potencias transformadoras de individuos y movimientos organizados se vuelvan el verdadero blanco de este “estado de excepción” permanente, y la única respuesta posible sólo parece encontrarse en la insurgencia permanente. “Si la frontera entre la lucha jurídica y las acciones políticas están hoy totalmente borradas por el espectáculo”, lo que queda es considerar, entonces, que “este tiempo, el tiempo que vivimos, sólo se puede autodeclarar como antisistémico para mantener el propio sistema de representación en su reinado, aunque sea como una caricatura patética de sí mismo. Este tiempo es de quien sabe aprovechar la falencia de la representación. No para favorecer al espectáculo, sino para aniquilarlo.”