El resultado de una elección no se determina exclusivamente por la estrategia electoral, el desempeño del candidato ni los aciertos o los errores de la campaña. Por lo general, las elecciones son el resultado de una condensación de procesos de años o décadas. La reciente elección coincide con la fase de caída de un ciclo económico expansivo iniciado en 2005. En 2015, aproximadamente, la economía uruguaya alcanzó una suerte de meseta en relación con su dinamismo para continuar creciendo y agregando satisfactoriamente demandas diversas. Mientras que entre 2005 y 2014 el Pbi creció, en promedio, un 5 por ciento anual, entre 2015 y 2019 lo hizo en valores cercanos al 1 por ciento.
El fin de un ciclo expansivo no tiene por qué determinar mecánicamente la derrota del oficialismo: la clave está en cómo se tramita políticamente el fin del auge y qué relato pasa a ordenar el tablero de lo simbólico. En ese sentido, los representantes de los capitales de base agraria a inicios de 2018, nucleados en Un Solo Uruguay, veían su rentabilidad afectada por una baja de los precios de las materias primas que no resultó compensada por la suba del tipo de cambio. Salieron, entonces, a disputar que el ajuste recayera sobre los asalariados y el gasto estatal, y comenzó a erosionarse la base electoral del Frente Amplio (FA), fundamentalmente en el Interior, donde el entramado social tiene por sujeto protagónico (si no en número, en potencia política) el pequeño y mediano capital y a los terratenientes.
En aquella ocasión, la estrategia del gobierno fue defensiva y de contención; planteó medidas menores de renuncia fiscal para aliviar algunos segmentos y, de este modo, dejó pasar la oportunidad para instalar un debate sobre aspectos relevantes, como la apropiación de la renta agraria en un país primario‑exportador como Uruguay. Alrededor de 1.500 millones de dólares anuales (2,5 por ciento del Pbi) son apropiados por, valga la redundancia, los propietarios de tierras, por concepto de renta. En vistas de la acentuada concentración del suelo agrario, año a año opera un enorme mecanismo de distribución regresivo del ingreso para la sociedad en su conjunto. A quienes les preocupa la transferencia de ingresos desde los sectores que trabajan hasta los que no trabajan deberían poner el foco en este fenómeno, que representa un monto más de diez veces superior al de las transferencias monetarias a los sectores más pobres.
La narrativa que decodificó el malestar de la derecha fue: los problemas son un Estado que gasta mucho y los sectores parasitarios que han vivido por encima de sus posibilidades, y no fue posible oponer otra que identificara los privilegios del capital terrateniente como parte fundamental del problema.
Cambio de etapa. El triunfo de la “coalición multicolor” expresa y coincide con un cambio de etapa de la economía y la sociedad uruguaya. La otra transición, quizá la más relevante, es la que nos aleja de un ciclo claramente ascendente, de unos diez años (2005‑2015), a uno de meseta (2015‑2019), que ahora desemboca en un escenario que puede ser de ajuste y estancamiento. Uruguay llega con un delay de un lustro a su destino latino-americano. El incremento del déficit fiscal, que empieza a incrementarse ya en 2012, es un síntoma de la existencia de una tensión distributiva que es absorbida por el Estado en la forma de déficit fiscal.
Como decía, la fase de auge permitió que se sumaran una serie de demandas al reparto: se incrementaron los salarios reales alrededor de un 50 por ciento, el desempleo alcanzó niveles históricamente bajos, se ha utilizado parte del plusvalor para sostener el Mides y sus políticas sociales, y se multiplicaron emprendimientos (capitales) en diversas áreas de la economía. El problema planteado ahora es cuánto de esto es sostenible para el precario capitalismo uruguayo sin la década de crecimiento económico empujada por el boom de las materias primas.
La posibilidad de consolidar una etapa más restrictiva en materia económica pone sobre la mesa el problema de los límites de “lo progresista” como modalidad de gestión de nuestra economía periférica y del conflicto social que despliega. ¿Hasta dónde una gestión progresista, entendida como una política que no se propone deteriorar condiciones de vida ni derechos populares, pero tampoco pretende alterar la estructura económica dada ni los privilegios de la elite económica, es capaz de conservar los equilibrios macroeconómicos en este nuevo escenario?
En los próximos años no lo sabremos, porque la elección la ganó la “alianza de los ajustadores” y la perdió la “alianza de los que tienen que ser ajustados”. Lo contrario pasó en Argentina. Salvando las distancias, hoy Uruguay, aunque en mejores condiciones, arriba a un escenario similar al de Argentina en 2015, y en 2024 podremos ser Argentina hoy. Conviene seguir de cerca los dilemas del gobierno del Frente de Todos en el país vecino, porque seguramente también serán los nuestros llegado el caso.
El advenimiento de un cambio de etapa nos coloca, como sociedad, ante la disyuntiva de cómo se va a distribuir socialmente el ajuste. Históricamente, tanto en Uruguay como en la región el tránsito desde una fase de auge y agregadora de demandas hasta otra de carencia y desagregación se ha tramitado de forma conflictiva y ha dado lugar a giros bruscos en materia política, en ocasiones más drásticos que una simple alternancia electoral, como ocurrió con el fin del auge de la segunda posguerra en el Cono Sur.
Es pertinente preguntarse si las contradicciones que se han incubado en la fase de ascenso tienen la fuerza disruptiva suficiente como para tensionar el propio pacto de gobernabilidad inaugurado en la reapertura democrática. El devenir de los procesos políticos de la región parece ir en ese sentido; lo mismo que el crecimiento de una derecha ultraconservadora, militar y con una llegada popular expresada en Cabildo Abierto, que, lejos de contentarse con oficiar como la fracción militar del bloque conservador, da muestras de tener un proyecto de poder propio. Los resultados electorales recientes parecen indicar un escenario de mayor polarización, que estrangula y limita el flanco izquierdo por fuera del FA, y reduce el hábitat político de las expresiones más centristas del conjunto del espectro partidario.
El dilema estratégico. El fuerte empuje del pueblo frenteamplista para remontar una elección que se veía perdida, el repliegue del partido oficialista a la oposición en buenas condiciones políticas (el FA está lejos de desmoronarse) y la relativa fortaleza del movimiento popular uruguayo anuncian que hay condiciones para imponer un bloqueo social al ajuste antipopular o al menos hacer pagar caro el costo político por ello. Pero que haya condiciones políticas para bloquear parcialmente un ajuste, como el que está precisando el capitalismo uruguayo para los próximos años, no resuelve las contradicciones de fondo.
En tal sentido, las fuerzas de izquierda y progresistas nos enfrentamos al siguiente dilema estratégico. Si bien representamos un obstáculo para que el capital pueda reestabilizarse en esta fase de estancamiento, aún no tenemos ni la potencia política ni el desarrollo programático necesario para torcer el rumbo inercial de la economía uruguaya hacia el deterioro de las condiciones de vida de una parte relevante de su población.
La contienda electoral dejó un clima de deliberación política. Es clave que los debates que tengan lugar no se limiten únicamente a un balance de estrategias electorales, sino que también nos permitan interpretar con claridad los signos del cambio de etapa y profundizar la discusión sobre qué tipo de alianza, estructura militante y batería programática son necesarias para las nuevas circunstancias.