La palabra flácida - Semanario Brecha

La palabra flácida

Vuelta de campana, de Héctor Baptista. Yaugurú, Montevideo, 2017. 112 págs.

Vuelta de campana, de Héctor Baptista. Yaugurú, Montevideo, 2017. 112 págs.

Se ha dicho muchas veces que Cervantes pierde una batalla con su propio personaje. Se ha dicho que don Quijote es quien toma las riendas de su historia más allá del propio autor, que pasaría de esa forma a ser un medio, un “entre” que une al personaje con el lector, sin tener mayor injerencia. Además de una irresponsabilidad, la derrota de Cervantes es uno de los pasos más sagaces en la historia de la literatura. Sin embargo, para dar esos pasos hay que tener detrás un personaje que pueda llevar las pesadas riendas de la ficción, más aun en un siglo para el que ya han muerto dios, el hombre, el futuro, el amor, la novela y una larga lista de sustantivos. Vuelta de campana, el último libro de Héctor Baptista (viajero, multifacético por naturaleza, nacido en Boston en 1982 y radicado hace algún tiempo en Rocha), es, entre muchas otras cosas, un ejemplo más de un personaje que lucha por deshacerse de su autor.

Baptista habla de sí mismo como un nómada sin tierra que lo defina. Su libro es una búsqueda constante de un lugar cómodo desde el cual decirse, y en esa búsqueda se da su escritura. Allí es donde el lector podrá enfrentarse a estas páginas, y no en peripecias novelescas. El libro está estructurado en dos partes. La primera, titulada “Vuelta de campana”, trata acerca de Miguel Perrineau, un hombre adulto que describe las pequeñas miserias y alegrías de su vida, y trata también de un narrador cuyo problema principal es su incapacidad para escribir una novela titulada precisamente “Vuelta de campana” –recurso conocido–. La narración, como el propio libro explica en un momento, se da entre el discurso interior de Miguel consigo mismo, los diálogos que este mantiene con su entorno (principalmente su pareja), y la voz de un narrador omnisciente. El principal problema con estas voces llega con la sospecha constante de que todas ellas son en realidad la misma voz. El autor ni siquiera se ha preocupado demasiado por evitar estos solapamientos, haciendo que la lectura se transforme en un innecesario ir y venir por el terreno de las páginas.

La segunda parte del libro, “Anales de una creación y una tragedia, por Miguel Perrineau”, confirma el movimiento. El personaje ha tomado definitivamente las riendas más allá de los deseos del propio narrador del libro: “siempre aborrecí las novelas en que el protagonista era un escritor. Me parecía una incapacidad de los escritores contemporáneos de crear una obra enteramente de ficción. Tenía razón”.

Es muy común escuchar que la literatura, como el amor, sólo tiene historia cuando pasan cosas malas, es decir, no tenemos una literatura de la feliz y apacible vida conyugal (al menos no una literatura que valga la pena), y no la tenemos porque simplemente no existe: hasta el matrimonio más tranquilo atraviesa situaciones que lo ponen a prueba, si es que hay amor, claro. Lo mismo con la literatura. La aparente inexistencia de estas instancias en Vuelta de campana más bien señala cierta impotencia para mostrarlas. Las descripciones que se hacen del hastío de vivir son delicadas y acertadas, es cierto, pero están dichas en un régimen que sólo interesaría a quien estuviera vinculado amistosamente con el autor, y es complicado hacer literatura desde un sectarismo emocional. Se habla de problemas existenciales sin tapujos ni elaboraciones intelectualoides, pero la expresión, lejos de ser descarnada, se muestra perdida. Cuando finalmente llegan momentos de drama, la acción ha sido dilatada tan largamente que la resolución pasa sin pena ni gloria por entre las líneas del papel. Hay una intención de exprimir la cotidianidad, uno lee y podría decir que no pasa nada, pero se ha visto a gente escribir maravillosamente sobre la nada (El discurso vacío, de Levrero, como para empezar, y de ahí en adelante un racimo de ejemplos). En esta ausencia de acción, Vuelta de campana se parece a una imagen descrita en el propio libro: un velero que hunde su palo mayor en el agua para dar una vuelta sobre sí mismo; con la salvedad de que en este caso el velero queda sumido boca abajo, sin poder emerger del fondo marino.

Se han escurrido ríos de tinta tratando de dilucidar si la novela está viva, si hay que seguir escribiéndolas o no, cuestiones que poco interesan a quienes en definitiva usan la palabra como vehículo de expresión y las herramientas que tienen a mano para, mal que bien, mentir un poco. En definitiva, cuando un escritor siente que tiene algo nuevo para decir, los géneros y las formas usadas son obstáculos a sobrepasar, y como dijo Onetti en un vaticinio de 1966: “ese supuesto sobreviviente preferirá hablar con la mayor claridad que le sea posible de la absurda aventura que significa el paso de la gente sobre la Tierra. Y evitará, también dentro de lo posible, mortificar a sus oyentes con literatosis”.

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