La pandemia, la ciencia y las pulsiones - Semanario Brecha

La pandemia, la ciencia y las pulsiones

Ilustración: Ombú

La pandemia provocó la emergencia de los miedos ancestrales a lo desconocido. La incertidumbre se hizo carne no solo en los miles de enfermos, sino en la sociedad toda. Esta amenaza liberó ese animismo primitivo, siempre latente, con la consiguiente aparición de ideas irracionales que tratan de explicar lo inexplicable y acciones de tipo mágico: promesas, pequeños sacrificios, rezos y también la negación de la realidad.

En el mundo occidental, durante los últimos 150 años, la fe se desplazó de la verdad revelada por la religión a la verdad revelada por la ciencia, de aquella que proponía el sacerdote a la que ahora propone el médico. Con su pasmoso y vertiginoso desarrollo, la ciencia impactó dramáticamente en la cotidianeidad de los humanos a través de la tecnología, reduciendo los tiempos y los espacios, la distancia entre los deseos y su satisfacción, con la potenciación de las comunicaciones en infinitas redes; otorgando una falsa seguridad en la existencia; desplazando a la muerte de su antiguo lugar de privilegio. A la vez, produjo una rotura, una fragmentación de las mitologías primitivas, que daban una explicación, aunque sin pruebas, de la existencia sobre la Tierra y el devenir humano. La ciencia tiró abajo, en gran medida, las cosmogonías religiosas para reemplazarlas por el big bang y sus correlatos.

En el curso de la pandemia muchos integrantes de la sociedad global que habita este mundo quedaron a la deriva, llevados por diversas corrientes de opinión, que, muchas veces, surgen sin ningún fundamento, en medio de una maraña de informaciones contradictorias, muchas de ellas cataclísmicas y otras tantas negadoras de la realidad circundante. Mientras, en Uruguay morían más de 6 mil personas. En este vacío, en esta falta de seguridad y esperanza, surgieron corrientes de pensamiento que retoman viejos andares del animismo primitivo, que permite aliviar la angustia al retomar un cauce mítico. Por allí se explican la magia y la superstición, que, con frecuencia, impulsan a obrar irracionalmente bajo la forma del fanatismo.

Ante esta minúscula partícula viral que amenaza a la humanidad, la ciencia reapareció en la escena con más fuerza, como esperanza de salvación. Pero también hubo unos cuantos que la consideraron la culpable, basándose en explicaciones infundadas, con argumentaciones pseudocientíficas y presupuestos basados en poderes ocultos malignos: fue un virus creado en un laboratorio para la guerra biológica o para disminuir la población mundial; la vacuna contiene un chip que permite controlar al ser humano; la vacuna es un experimento de las grandes corporaciones que dominan el mundo, etcétera. Estas corrientes que ponen en duda los descubrimientos de la ciencia no son nuevas: las hay que niegan la esfericidad del planeta, el heliocentrismo, los dichos de Louis Pasteur sobre la generación espontánea, la teoría de la relatividad… Todas esas posturas negacionistas tuvieron como base conceptos arraigados en una cosmovisión mitológica, la mayoría de ellas vinculadas, en el pasado, con la religión, aunque no necesariamente: en el momento actual la mitología también está asociada a ciertas concepciones políticas.

Muchas de esas posturas teñidas de fanatismo, es decir, que hacen oídos sordos a cualquier otro razonamiento, son incapaces de dejar a un lado los preconceptos para ver la realidad con otros ojos. En la raíz del negacionismo se encuentra el miedo al cambio, la tendencia inercial a que todo siga igual, probablemente vinculado con una pulsión regresiva hacia la ausencia, hacia la muerte, que, no obstante, también tiene sus raíces en un impulso vital, en una pulsión de vida. Sigmund Freud nos condujo a esta visión pulsional binaria, la dialéctica entre Eros y Tánatos, que no es antagónica. Me tomo aquí la libertad de introducir estos conceptos freudianos, pues creo que permiten definir mejor el alcance del negacionismo y el fanatismo, y también el de la adhesión al líder como una verdad irracional. Malos son los tiempos que hacen surgir la necesidad de los líderes, de los héroes.

Ya con las primeras vacunas surgieron movimientos antivacunas, esencialmente negacionistas. Estos persisten, a pesar de la evidencia, a ojos vistas, de su impacto en el control de las enfermedades infecciosas. La historia de las vacunas no es nueva. Comenzó en 1768 cuando, en Escocia, un estudiante de medicina llamado Edward Jenner se enteró de que una campesina que trabajaba ordeñando vacas y había sido afectada por la viruela bovina afirmaba que por esa causa no se enfermaba de la terrible viruela humana (que llamaban monstruo moteado). Fue entonces que Jenner descubrió que los individuos a los que inoculaba el contenido de las ampollas que provocaban la «viruela vacuna» en las manos de los ordeñadores no se enfermaban de la viruela humana, afección muy temida por su altísima mortalidad (moría el 30 por ciento de los afectados y un tercio de los sobrevivientes quedaba ciego). Publicó estos hallazgos de la «vacunación» en 1798. A partir de entonces, el procedimiento se extendió rápidamente por todo el mundo, por su eficacia evidente, hasta que 200 años después, en 1980, la Organización Mundial de la Salud declaró la erradicación de esta enfermedad en el mundo. En 1895 Pasteur descubrió la vacuna contra la rabia y, desde entonces hasta el presente, se inventó una serie ininterrumpida de vacunas, que se han ido sumando para conformar el actual esquema de vacunación de muchos países y permiten controlar un número importante de infecciones. Siguen y seguirán creándose nuevas vacunas en el futuro, con técnicas de producción cada vez más sofisticadas y más eficaces. Las últimas son las destinadas a prevenir la enfermedad covid-19 con base en el RNA mensajero. Pocos son quienes pueden interpretar adecuadamente la intimidad científica que entrañan esas palabras.

A raíz de los movimientos antivacunas europeos de la última década resurgieron focos epidémicos de sarampión entre los no vacunados, lo que puso en evidencia, nuevamente, que, por el momento, las vacunas son la única forma de controlar esta enfermedad. El fanatismo de los movimientos antivacunas se entremezcla con una visión iconoclasta de lo instituido, vinculada con el individualismo contemporáneo, que tiene como estandarte la libertad del sujeto ante todo, que, al mismo tiempo, fomenta la aparición de nuevos líderes contestatarios (como Donald Trump y Jair Bolsonaro). Los negacionistas no creen en las pruebas aportadas por los laboratorios farmacéuticos, porque plantean que, en tanto su objetivo es el lucro, hay un conflicto de intereses subyacente que los invalida. Y eso es cierto en cuanto al interés comercial, pero es solo una cara de la moneda. Estamos de acuerdo en que siempre hay que poner en duda esas pruebas y los productos resultantes, pero eso no significa negarlos de plano. Hay que rever, una y otra vez, las complejas investigaciones y dejar que trabajen en ello quienes están habituados a analizar esos papers.

El problema es que las pruebas en las que se fundamentan los postulados científicos están cada vez más lejos de lo cotidiano. En otros tiempos quedaba fácilmente a la vista cuando una planta causaba un trastorno de salud y era evidente la intoxicación o el alivio del dolor provocado por el hielo o determinadas infusiones de opio. Así, con base en la experiencia, nacieron los primeros medicamentos. Pero hoy no es evidente la existencia del fotón, ni la del átomo, ni la de sus electrones, ni la del resto de sus componentes, cada vez más numerosos. Son conceptos científicos solo interpretables por teorías muy complejas. Solo vemos las consecuencias de esos conceptos: la bomba atómica, la tomografía computada, la resonancia nuclear magnética, la fibra óptica, el televisor LED inteligente, los antineoplásicos para el tratamiento del cáncer, cuya comprensión profunda queda fuera del espectro visible de la persona común.

Vemos las consecuencias de la proyección de la ciencia solo en manos de grandes empresas internacionales, sin poder participar en ningún momento del proceso. Vemos cómo suben las acciones en relación con los nuevos productos tecnológicos, pero no vemos la verdad. El saber y el poder no están en el demos. Por tanto, necesitamos de intermediarios «imparciales», que representen a la sociedad, para creer en nuevas verdades. Hay investigadores especializados (expertos) e instituciones nacionales e internacionales dedicadas a avalar los trabajos de investigación y el desarrollo tecnológico, y a aprobar sus resultados. Puede haber sesgos en ellos, intencionados o no, pero la verdad es hija del tiempo. Tarde o temprano afloran los sesgos, los errores y los ocultamientos intencionales. Con los días acelerados en los que vivimos, esos desvíos de la verdad quedan a la vista cada vez más tempranamente. Así, por ejemplo, en el horizonte de la terapéutica médica vemos aparecer, con bombos y platillos, productos que, a poco de emerger, caen en el olvido.

Esas verdades, que a veces son creadas para ser vendidas, como dice Jean-François Lyotard, muchas veces llegan a nosotros manipuladas por los medios de comunicación, disfrazadas de excelencia, por lo que, aun a pesar de que los expertos se pronuncien en contra, es difícil separar la paja del trigo. Para muchos, la desolación no encuentra consuelo y cualquier tabla de salvación puede servir para mantenerse a flote. No es de extrañar que, ante la incertidumbre, ciertos individuos opten por el camino de su propia verdad. Si bien la pandemia fue un estímulo formidable para la investigación científica, también desencadenó la reaparición de viejos problemas éticos: la relación entre la verdad y la mentira; entre la investigación y la democracia; entre la libertad y la salud; entre los países ricos y los países pobres; entre el saber como poder y la ignorancia como sometimiento; entre la importancia de la investigación científica como fuente de soberanía y la desconsideración de esta como dependencia, y entre la salud como derecho y la salud como obligación. En nuestro país, en particular se planteó la necesidad de apoyar la investigación científica como nunca antes, pero ¿se hará realidad ese apoyo una vez derrotada la pandemia?

La soledad del individuo contemporáneo surge frente a un nuevo universo, sin sostén mitológico ni confianza en el congénere. Cada uno pretende, equivocadamente, encontrar la solución en su propia libertad. Victoria Camps dice: «Solo a través de la cooperación –o, si se quiere, de una participación democrática real– es posible ir aclarando y aclarándonos sobre el valor que queremos dar a la vida humana. Solo mediante la participación de todos se respeta la libertad del individuo». La libertad, como fenómeno individual, está acotada por el bien común y por lo que la propia sociedad conciba como libertad, porque también existe la libertad de morirse de hambre. La libertad tiene el límite de la responsabilidad con los demás. Para entender su esencia se requiere, por un lado, reconocer los límites impuestos por la civilización y, por el otro, entender cuál es el significado de la democracia. Los movimientos que niegan las vacunas o plantean la necesidad de respetar la libertad individual de vacunarse o no niegan la salud como fenómeno social y son, en esencia, movimientos antidemocráticos; de allí sus vínculos, en muchos casos, con movimientos políticos que podríamos catalogar de derecha o fascistoides. Recientemente, en Italia –pero hay antecedentes en otros tantos países– hubo manifestaciones masivas violentas de grupos antivacunas de extrema derecha.

Baste mirar los números de la pandemia en cuanto a la movilidad y la tasa de vacunación, aquí y en el resto del mundo, para descubrir cómo se extiende y se contrae la enfermedad y ver su mortalidad según las conductas sociales. La evolución de la pandemia depende de la suma de las conductas individuales. Es el accionar del conjunto lo que permite que se puedan abatir los números nefastos, y esto requiere de un acuerdo social. Desde el punto de vista ético, se puso en evidencia una controversia entre dos visiones: una individualista, que propone la libertad del individuo de aceptar o no la vacuna, y una que exige su obligatoriedad, por considerar la salud como un fenómeno social. El gobierno de nuestro país optó por un camino falaz y demagógico: «la libertad responsable», con lo cual deja que los individuos opten por vacunarse o no, según su «entender responsable», lo que es contradictorio en sí mismo y se contradice también con la obligatoriedad de otras vacunas y la exigencia de un carné de salud para acceder a un trabajo. La postura del gobierno fue esencialmente irresponsable, por incumplir el deber de proteger a la comunidad en su conjunto. En esencia, esa postura se asemeja a quitar la obligatoriedad de obedecer los semáforos de las esquinas y dejar a cada uno la «libertad responsable» de detenerse o no con la luz roja. Un absurdo.

El comportamiento de los médicos en cuanto al consejo de vacunarse también planteó problemas éticos, pues estos deben actuar basándose en conocimientos científicos actualizados, que en este caso demuestran, de manera irrefutable, el beneficio de la inmunización. En la emergencia sanitaria actual, ¿es correcto que un médico desaconseje vacunarse si no hay elementos que lo contraindiquen? Desde nuestro punto de vista, el Colegio Médico del Uruguay no obró, lamentablemente, como debería haberlo hecho, porque no se expidió al respecto y, lo que es peor, no lo hizo respecto de los médicos que integran los movimientos antivacunas. Se contentó con entregar a los profesionales elegantes tapabocas negros con su logo. Los colegios médicos españoles les iniciaron investigaciones a los profesionales que propagaron la idea de que las vacunas contra la covid-19 eran perjudiciales. También en España se puso en tela de juicio si el personal de la salud podía trabajar sin estar vacunado. No hay una postura común y son muchas y diversas las ideas al respecto, en Uruguay y en el mundo.

En nuestra opinión, el bien colectivo está por encima del bien individual y, por tanto, el derecho a rehusarse a hacer un tratamiento, en este caso preventivo, queda en segundo lugar ante el derecho del resto de los individuos de estar protegidos, no solo por la inmunidad de rebaño, sino también porque es la única forma de derrotar a la enfermedad. A nuestro juicio, desde el punto de vista moral, la vacunación es, por tanto, obligatoria. La forma en que esto se lleva al terreno de las leyes, ¿es asunto de abogados y constitucionalistas? De hecho, la Constitución establece que estamos obligados a cuidar nuestra salud. Si bien los uruguayos tenemos también el derecho a rehusarnos a hacer tratamientos médicos, no tenemos el derecho de poner en riesgo la vida de los demás con esa conducta. Aquí está el problema: la decisión que se ha de tomar debe basarse en decidir a quién privilegiar, ¿al individuo o a la comunidad toda? Inclinarse a favor de una u otra opción depende de preconceptos culturales e ideológicos. De acuerdo con ello, es posible distinguir sociedades comunalistas, en las que prima el bien común, y sociedades individualistas, en las que prima el interés particular de cada individuo.

A lo largo de la historia, Occidente ha evolucionado hacia el individualismo, por el impulso del liberalismo económico, que desembocó en la negación del congénere. Eso tendría que alarmarnos, por el riesgo que supone para la supervivencia del ser humano, que es, en esencia, un ser comunitario. El negacionismo irracional y, por momentos, violento se manifiesta también en otros asuntos, como el cambio climático, las enormes asimetrías económicas y sus consecuencias, el comportamiento imperialista de algunos países y los conflictos armados (sabemos que existen, pero no nos importan). Quien no ve porque no quiere ver no siente. Solo la razón permite ver lo que hay que ver. Las situaciones vinculadas con la supervivencia exaltan las pulsiones que obnubilan la razón y, con frecuencia, guían la conducta de los humanos hacia su propia destrucción.

En una carta en respuesta a Albert Einstein a propósito de las posibilidades de evitar la guerra en las primeras décadas del siglo XX, Freud dice: «Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional e impulsiva a los juicios de la razón y sus dictados». Probablemente, esto es una utopía, como afirma el propio Freud, pero no por ello debemos quedarnos de brazos cruzados. Impulsemos la investigación científica y todo aquello que fomente la razón, pero además, como con eso no alcanza, impulsemos la capacidad de percibir las necesidades de los congéneres para poder satisfacerlas, a pesar de las dificultades que ello conlleva. No vale una cosa sin la otra, porque, en última instancia, el destino del ser humano depende de su integración social. Si somos conscientes de que «el hombre es el lobo del hombre», también deberíamos ser conscientes de que «el hombre sin el hombre no existe».

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