La prevención social del delito y la nueva oportunidad - Semanario Brecha

La prevención social del delito y la nueva oportunidad

Estamos lejos de aceptar que vivimos en un orden social razonable. La desigualdad aumenta, la pobreza promedio no retrocede (aunque se incrementa la que afecta a niños, niñas y adolescentes), la segregación territorial parece un dato inamovible, el sistema de protección social se hace más frágil, el Estado se retira (o se reconfigura) y la precariedad social atrapa a una porción importante de la población. A su vez, nos encaminamos en los últimos cinco años hacia la mayor cantidad de homicidios; la criminalidad masiva no puede ser bien registrada y el campo del delito ha tenido una profunda reestructura, tal vez como consecuencia de los impactos que ha ocasionado la pandemia de covid-19. La criminalidad organizada ha emergido con más fuerza, se expande y compromete amplias zonas del funcionamiento institucional. Si bien no hay indicadores sobre esto último, sobran los episodios resonantes para conformar una línea de evidencia.

Como hemos señalado hasta el cansancio, cuanto más complejos son los problemas, más erráticas o previsibles son las respuestas. Por estos días, ya en campaña electoral, las propuestas son las de siempre: militares en la calle o incorporados a la Guardia Republicana, allanamientos nocturnos, guerra al narcomenudeo, nuevas plazas carcelarias, grupos o brigadas antidrogas. ¿Es necesario continuar con este listado? Algunos actores políticos, sin mayor convicción, hablan sobre la integralidad, el Estado presente, la multiagencialidad y el aumento de los controles en todos los niveles. Por otro lado, también se generan espacios más acotados de discusión entre organizaciones sociales, la academia y los organismos internacionales, que tensionan algunos discursos consolidados, aunque cada vez se está más lejos de incidir o de tener una interlocución razonable.

En el último tiempo hemos experimentado una cierta sensación de déjà vu. De pronto, hemos vuelto a hablar de cosas dichas hace tiempo. Por ejemplo, sobre la cárcel y la humanización, sobre cómo medir más certeramente la criminalidad y sobre la idea de prevención social del delito. Hemos sido invitados a reflexionar bajo consignas que atraviesan el tiempo, en medio de una realidad que ya ha cambiado inexorablemente. En este marco, aun a riesgo de caer en el anacronismo, queremos insertarnos en el desafío de revisar la idea de prevención social del delito.

La noción de prevención es antigua en el debate criminológico y penal. Se trata de un concepto arraigado, tradicional, que tiene distintas acepciones y que muchas veces da lugar a confusiones o solapamientos. Está la prevención comunitaria, la social, la situacional, la multiagencial y la de desarrollo. Todas ellas con raíces distintas, aunque en ocasiones compartan rasgos poco diferenciados. Definir cada una escapa a las posibilidades de esta columna. Por ahora, nos interesa señalar que la prevención cumple un papel más bien de contrapeso discursivo: se la usa para modelar y balancear los efectos más adversos que produce el funcionamiento cotidiano de las instituciones del sistema penal, orientadas al control, la sanción y la incapacitación. La prevención es una promesa o un disfraz para mantener en las sombras un curso de acción decididamente irracional. Con la noción de convivencia ocurrió algo parecido. Si repasamos el debate político en Uruguay desde 1995 a la fecha, advertimos el rol discursivo que la prevención ha ocupado en las discusiones sobre seguridad.

Sin embargo, a la luz de los procesos contemporáneos, ha sido la llamada prevención situacional la que ha tenido más concreciones y espacios de innovación. La posibilidad de reducir las oportunidades de que ocurran delitos, sobre todo a través de dispositivos de videovigilancia, ha producido cambios silenciosos y de gran alcance que no han sido estudiados en profundidad en nuestras realidades y que han configurado una auténtica sociedad de control y vigilancia que trasciende el gobierno del delito y abarca el gobierno de la vida en su totalidad. No todo ha sido represión y castigo. También han existido notables despliegues preventivos que exigen una reflexión social y política menos naturalizada.

En una línea diferente, creemos que la noción de prevención social del delito todavía tiene potencia para orientar un conjunto de acciones que impacten sobre las llamadas causas del delito. El problema aquí es que hay varias maneras de entender y teorizar sobre las causas sociales del delito (teorías de la tensión, la privación relativa, el control, el etiquetamiento, las carreras delictivas, etcétera) y hay esferas muy distintas en las que situar las problemáticas: el empleo, la familia, la educación o la propia comunidad. En este marco, esta perspectiva supone un proyecto de conocimiento y una revalorización de lo que tienen para decir las ciencias sociales, más allá de los enfoques rivales y la falta de consenso.

Pero además de los desafíos conceptuales, la prevención social del delito enfrenta retos políticos. En este punto hay que tener claridad sobre dos aspectos fundamentales. En primer lugar, una política de prevención social del delito no equivale sin más a la ejecución de políticas sociales (en su sentido amplio o restringido). En segundo lugar, una política de prevención social no puede leerse sin considerar los efectos no deseados que el sistema penal produce prioritariamente sobre los sectores sociales más vulnerables. En cualquier caso, nunca hemos tenido un proyecto de prevención social del delito. Solo es posible identificar hilos sueltos, voluntades puntuales y algún esfuerzo aislado que se lo ha llevado el viento del realismo político. Ni siquiera hemos alcanzado una posición consistente en materia de prevención de desarrollo, es decir, aquellas acciones pensadas para mitigar los factores de riesgo (por ejemplo, la alta presencia de armas de fuego en manos de la población civil) o para estimular los factores de protección.

Si, al fin y al cabo, prevenir es mejor que curar, ¿por qué políticamente no hemos sido coherentes con esa expresión tan básica? De nuevo, responder con rigor esa pregunta supone repensar la propia política. Algunos dirán que en este tema la política está paralizada por las necesidades electorales de corto plazo, y allí las demandas ciudadanas sobre seguridad exigen un discurso más efectista que los complejos devaneos sobre la prevención social. Tiendo a creer que las respuestas se estructuran no solo por razones tácticas, sino además por desplazamientos ideológicos de fondo que, a la larga, obturan también las posibilidades de respuestas alternativas.

Entre las dificultades conceptuales y el escepticismo, hay que aprovechar de todos modos las oportunidades que abre el concepto de prevención social del delito. Si bien, como se señaló, esta estrategia preventiva no es igual a las políticas sociales, tampoco puede divorciarse de ellas. Más aún, las políticas sociales y económicas orientadas a la reducción de las desigualdades y las vulnerabilidades tienen que tener un componente complementario y subordinado (y no al revés) dirigido a la reducción de las violencias, tanto en perspectiva comunitaria como en clave de mitigación de los factores de riesgo. Por su parte, una política de seguridad no es la sumatoria simple de un poco de prevención más represión y control del delito. Esta idea de falso equilibrio debe ser completamente desestabilizada. En este contexto, las políticas de prevención social del delito deben asumirse como políticas de igualdad e integración social, en tanto las políticas de control y represión y las instituciones del sistema penal deben ser repensadas y diseñadas desde su base: esto obliga a tener un nuevo modelo de gestión policial, nuevas reglas para la sanción del delito y un sistema carcelario mucho más acotado y orientado a la reinserción social. La dicotomía prevención-represión tiene que desarmase por completo, y desde allí se debe estructurar un plan que termine tanto con la fragmentación de las políticas sociales como con las inercias del sistema penal. Aquí reside el verdadero desafío en materia de construcción de una política alternativa en el campo de la seguridad.

La producción de conocimiento sobre estos asuntos tiene que estar en la base de esta estrategia. Generar evidencias no es lo mismo que analizar estadísticas, las que además solo reflejan (cuando lo hacen bien) las perspectivas de las instituciones del sistema penal. No se trata solo de mejorar los datos actuales, sino que hay que tener un sistema de producción de conocimiento e información sobre los contextos situados y los marcos de relaciones en los que se gestan las violencias y los delitos. Por estas y otras razones, una política de prevención social nos tiene que llevar al corazón de las dinámicas territoriales, pues allí está el escenario privilegiado para la comprensión de los procesos y la elaboración de políticas. No alcanza con un Estado central que llega a los territorios en lógica de rescate. Tampoco han sido efectivas las sobrecargas de dispositivos que se agregan sin ninguna lógica de coordinación. Mucho menos son recomendables las respuestas de seguridad proyectadas sobre claves clientelares o electorales. Los territorios más vulnerables tienen que ser una prioridad para un abordaje en materia de prevención social de la violencia, siempre y cuando esas acciones se desprendan de ambiciosas estrategias políticas, institucionales y fiscales de igualdad e integración social. Pero esta idea –para nada original– requiere futuras fundamentaciones.

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