No debe de existir en el mundo una corriente cinematográfica más espeluznante, más radical en sus planteos y en sus imágenes indigestas que el nuevo extremismo francés. Un cine deliberadamente transgresor, caracterizado por la crudeza, la violencia gráfica, la sexualidad explícita, utilizadas con la intención expresa de ocasionar un impacto psicológico y provocar una experiencia de incomodidad y hasta de repulsión. Varios de los directores más destacados dentro de esta suerte de movimiento son Gaspar Noé (Irreversible, Clímax), Catherine Breillat (Fat Girl, Anatomía del infierno) y Alexandre Aja (Alta tensión, Las colinas tienen ojos).
Lo cierto es que, aunque esta tendencia lleva ya un par de décadas en desarrollo, ahora quien ha tomado la posta es un grupo de mujeres cineastas y, arrojadas al más truculento cine de terror –o, más específicamente, al body horror–, vienen tomando el mundo por asalto, llegando a su consagración en las más altas ligas. Julia Ducournau se llevó la Palma de Oro en Cannes a mejor película con su bestial Titane en 2021. En la última edición del festival, se estrenó la muy extrema y revulsiva Les femmes au balcon de Noémie Merlant, mientras que Coralie Fargeat se llevó la Palma a Mejor Libreto por este despropósito llamado La sustancia. Conviene señalar y tomar nota: el CNC, el instituto del fomento al cine francés, tiene un fondo de apoyos específicos para proyectos de mujeres que hacen cine de género, lo cual da una explicación de fondo al viraje. Lo más interesante del asunto es el espaldarazo de feminismo que esta revolución supone para el cine de terror –siempre fue un género predominantemente masculino–; la osadía anárquica de estas directoras es algo inusitado en cuanto a originalidad y desmesura.
La exestrella Elisabeth Sparkle, interpretada por Demi Moore, es un resultado de la picadora de carne llamada Hollywood y su recambio de chicas jóvenes, que son exprimidas hasta el límite para luego ser arrojadas a los márgenes. Viviendo desde hace lustros a la sombra de lo que alguna vez fue, Sparkle se desempeña en un programa televisivo de fitness aeróbico. Impelido por los bajos ratings, su jefe (Dennis Quaid) decide pasarla a retiro. «Fuiste maravillosa» reza la nota que recibe, junto a un ramo de flores, por parte de su equipo de producción. Sparkle ya no puede seguir recurriendo a ejercicios extremos en su lucha contra la vejez, pero un recorte publicitario ilumina su esperanza: «la sustancia» podría disponer un alivio a su crisis.
Lo que ocurre a continuación es, de algún modo, predecible. Lo que nunca podría anticiparse –o siquiera espoilearse– es la forma y las derivaciones horripilantes, gore y directamente splatter que alcanza esta película y que la convierten en una experiencia única que lleva al cine de terror un paso más allá. Los referentes no son suficientes: decir que los galones de hemoglobina volcados superan a Braindead, que la deformidad física excede a las peores mutaciones de Cronenberg, que la escalada autodestructiva trasciende a Aronofsky, que el vuelo formal y alegórico evoca a Kubrick, que el dolor sugerido recuerda a Ducournau y el clima de pesadilla remite a Noé es tratar de esbozar un collage caricaturesco. Fargeat resignifica a estos referentes, los hace propios y los condensa en una obra tan fascinante como insoportable.
La sustancia se ha convertido en un taquillazo y en una película de culto al mismo tiempo, pero vale señalar que pocas obras recientes denuncian con tanta precisión el culto a la belleza hegemónica. Las interpretaciones son múltiples, pero podemos sugerir algunos puntos: la sustancia consumida por la protagonista tiene paralelismos en el mundo actual con procedimientos como cirugías, drogas u otros elementos nocivos que precipitan a sus usuarios hacia ocasos poco dignos. Por otro lado, Sue (la imponente Margaret Qualley), el alter ego joven de Sparkle, con su gerontofobia estúpida, es una personificación, quizá demasiado literal, de muchos de nuestros peores vicios y de nuestra incapacidad de proyectarnos en nuestros pares mayores.