La tempestad - Semanario Brecha

La tempestad

Hace menos de una semana la playa Jigüey era un pequeño pueblo costero, ubicado justo en el punto donde comienza una de las grandes carreteras tendidas sobre el mar rumbo a las paradisíacas islas del norte de Cuba.

Precisamente en una de ellas, llamada Cayo Cruz, se cifraban los sueños de prosperidad de los habitantes de la playa Jigüey, quienes en los últimos años habían ido cambiando sus artes de pesca por las herramientas de la construcción. Otros, sobre todo los más jóvenes, esperaban ocupar algunos de los bien pagados empleos de los hoteles de lujo que se levantan en el archipiélago, el primero de los cuales debía comenzar a funcionar en 2018.

En la playa Jigüey hoy sólo quedan cimientos. Más acá, a varios cientos de metros de la orilla del mar, se encuentran los restos de techos, paredes y equipos electrodomésticos. Y entre los árboles de uva caleta las aves carroñeras dan cuenta del cadáver de un cerdo ahogado por la inundación que provocó el huracán Irma.

Entre tanta destrucción, sin embargo, no hubo que lamentar la pérdida de vidas humanas. Un día antes de la llegada del ciclón los casi doscientos habitantes de la zona fueron evacuados tierra adentro –tal como la parte de la población que correría peligro por el paso del huracán, 600 mil personas fueron evacuadas y puestas en seguridad– hacia una escuela técnica donde contarían con alimentos, agua potable y atención médica permanente. Todavía muchos permanecen allí, pues no tienen familiares a los que acudir ante la pérdida de sus hogares.

Ninguno quedará desamparado. Así funcionan las cosas en Cuba. Así fueron en 2001: cuando iniciaba mis dos años de servicio militar, otro huracán llamado Michelle atravesó de sur a norte la isla, destruyendo miles de viviendas y buena parte de la infraestructura productiva. Era a principios de noviembre, menos de dos meses después de los atentados en Estados Unidos del 11 de setiembre y ya con la administración de George W Bush buscando “villanos” en Afganistán y preparándose para convertir en realidad su promesa de guerra contra el terror.

Los cubanos sabíamos cuánto de cierto podía haber en sus palabras. Por eso, pocas horas después de los atentados, yo me estrenaba como soldado abordando un blindado de la era soviética, y partía junto a mi batallón a ocupar puestos de combate en una de las sierras de mi país. Las semanas siguientes fui uno de los tantos que hacíamos vida de campaña, que nos entrenábamos en el uso de distintas armas y que aguardábamos cuál sería el próximo paso del país que durante la mayor parte de nuestra historia nos vio como una dependencia colonial.

Pero cuando el Instituto de Meteorología dio la alarma ciclónica, la posible agresión estadounidense quedó en segundo plano. En pocas horas terminamos de conservar las armas y nos preparamos para salir hacia la zona del país que sería la más afectada. Lo demás puede contarlo cualquier cubano que haya vivido en la isla en el último medio siglo: se activó la Defensa Civil, el efectivo y coordinado sistema cubano de prevención, evacuación y reconstrucción con el que se enfrenta a cada temporal de gran envergadura que pasa por el país.

Los soldados con los que me he topado esta semana en distintas poblaciones me recuerdan aquellas jornadas. “Aquí se viene a trabajar. Primero a eliminar los escombros y los restos de árboles, y a limpiar las calles. Después iremos entrando a ayudar en las casas o donde se nos indique”, nos dijo el primer día el oficial que nos guiaba.

Éramos treinta y tantos adolescentes (en Cuba el servicio militar es obligatorio para los varones mayores de 18 años), cada uno con una cantimplora con agua, una capa y poco más que algunas pertenencias en su mochila. “Dormirán y comerán donde se pueda, lo más importantes son los damnificados, que lo perdieron todo o casi todo”, nos aclararon antes de partir en los mismos camiones rusos que pocas horas antes habíamos empleado para “aprender” la guerra.

Como ahora con Irma, Cuba se había paralizado por el ciclón. Luego de evitar en la medida de lo posible sus efectos, las semanas siguientes se concentraron en restablecer las vías de comunicación, el abastecimiento de agua, la electricidad, las casas… Como ahora, muchos de los derrumbes irán a engrosar las abultadas listas de viviendas que faltan (ya suman casi 900 mil en todo el país), cientos de miles de personas tendrán que reiniciar su vida prácticamente desde cero en cuanto a bienes materiales y muchos llevarán consigo –para siempre– el trauma de las terribles historias que dejó Irma a su paso.

Es duro. Tanto, que a veces no basta con la buena intención y la ayuda de los vecinos. O la de esos muchachos vestidos con uniformes varias tallas más grandes de las que deberían usar, que se esfuerzan por cortar con machetes las ramas de algún árbol gigantesco. Tampoco alcanza con saber que tantos sufrieron similar o peor suerte. Pero se tiene la vida.

El balance de muertos por Irma fue de diez personas en Cuba, mientras que en Estados Unidos el jueves sumaban más de treinta. La isla se destaca desde hace años por lograr minimizar las muertes causadas por tempestades.

Lo comprendo mientras miro las ruinas de la playa Jigüey, el pueblo que el huracán Irma se “llevó” sin sus habitantes. En lugar de intentar preservar los lujosos hoteles de las islas que se ven a lo lejos, allí se prefirió evacuar hasta la última persona, incluso aquellos que se negaban a marcharse. Aunque destruido, Jigüey no representa una derrota.

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