La vida de los demás, y los demás - Semanario Brecha

La vida de los demás, y los demás

Narrativa uruguaya breve

Tenerlo por escrito, de Lucía Lorenzo. Civiles Iletrados, Montevideo, 2019. 132 páginas

Lucía Lorenzo nació en Montevideo en 1973 y es licenciada en Ciencias de la Comunicación. Fue parte de la antología El descontento y la promesa: nueva/joven narrativa uruguaya (Trilce, 2008), coordinada por Hugo Achugar, y obtuvo, en 2007, el segundo premio del Primer Concurso Nacional de Cuentos Paco Espínola, y el primer premio en el concurso Keep Walking, organizado por Johnny Walker, diario El País y revista Posdata, en el año 2000. Al día de hoy, colabora con La Diaria y con la revista Lento.

Eso reza la contratapa de su libro Tenerlo por escrito, publicado este año en Civiles Iletrados. El libro reúne 40 relatos cortos, de no mucho más de dos carillas, pequeños pantallazos emocionales. Si hubiera que hilar un sentido común en estos pequeños cuentos, se podría pensar que, más allá de que sus personajes van mutando de uno a otro, todos están siendo arremetidos por una ráfaga de melancolía contemplativa. Como si de repente el lector fuera llevado a un momento preciso en el pensamiento de los protagonistas, todos sin nombre, la mayor parte de las veces sigilosos y silenciosos, y el narrador comenzara a explicar esa sensación inasible de la tristeza nostálgica. O, al decir de uno de los personajes del cuento “Un asunto serio”, luego de escuchar relatar en la fila de un local de pagos las historias de algún cuento de Gogol y lo que sucede en La muerte de Iván Illich: “Me siento sola”. Como si ella, en ese cuento, ya en el desenlace del libro, pudiera finalmente formular aquello que el resto de los personajes sólo han mascullado; que al final del día, lo que se está contando no es sólo la espera en un hospital o un día en la playa, sino la soledad.

Una soledad bastante ontológica, por otra parte. Constitutiva, inamovible. En los pantallazos literarios de Lucía Lorenzo no se plantea solución posible a ese desamparo. Simplemente está allí, cavando profundo entre cuerpos que no se rozan y son, más bien, fantasmagóricos. Los planos de realidad entre los unos y los otros apenas parecen unirse en esa realidad difusa, cargada de significaciones. Entonces, si es un padre y su hija en la playa, la ajenidad entre ambos puede tornarse hasta violenta –la chica, adolescente, no levanta los ojos del libro que está leyendo y que el padre califica constantemente de “malo”–, nunca hasta el punto de ejercerla, pero sí pensándola, calibrándola, sabiéndola allí.

Los personajes de Tenerlo por escrito varían: pueden ser mujeres de mediana edad, adolescentes, hombres adultos, ancianas o niños. Están unidos, sin embargo, por un tono común, una misma forma de contemplar la realidad. En “Prueba de admisión”, una niña de 12 años espera nerviosa para pasar a una prueba de una escuela de danza. La voz narrativa, que no está en primera persona, pero que, sin embargo, parece perforar en la psiquis de la chica, está cargada de esa melancolía permanente del resto del libro. Podría pensarse en un gigantesco velo cubriendo las palabras de los protagonistas. “Ser viuda, alcohólica, quizás, ser vieja”, piensa una anciana sentada en su jardín, tomando gin tonic de una taza, mirando los helechos que significaron el ímpetu de vida en otro momento, pero que ahora no son mucho más que señales de su decrepitud, mientras “tira otra lasca de frío” en su vaso, “su lasca de tiempo”.

Serán eternas esperas. Un hombre orinando atrás de un árbol mientras su esposa y su hijo miran, o una mujer esperando algo en la puerta del Cti y volviéndose ella, de repente, la enferma. Una anciana harta de ser llamada “abuela” por su vecina no tanto más joven que ella. O el cadáver de una mujer encontrado por niños, que se vuelve entonces tan sólo el presagio de que la muerte no es tan terrible ni tan oscura como se la ha pintado siempre. Apenas destellos de vidas ajenas, los relatos de Lucía Lorenzo resbalan uno tras otro, angustiosos sin ser dramáticos; siempre distantes, como si nosotros, lectores, también estuviéramos velados de lo que sucede. Como si, a pesar de ser confrontados con la interioridad de la tristeza de los personajes, hubiese un manto, uno muy poético, marcando la distancia: este dolor es comprensible, pero no se puede tocar.

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