Brrrummmmm, sale disparado el gusanito, tras varios intentos y con ruido de moto, a una velocidad indescifrable. Los niños ríen a carcajadas y quedan esperando el siguiente arranque. Los adultos también. Son los títeres, con su magia propia e intransferible. No hay nada que se les parezca, nada que los pueda sustituir, porque son lo que son: como se ha dicho tantas veces, resabios de un arcaico animismo. Un trapo, una fruta, cualquier cosa puede llegar a ser un títere, porque la esencia no está en el objeto, sino en la relación emocional que establecemos con él. En última instancia, somos el títere y el titiritero. Hasta podría decirse que representan la esencia del arte: una gran mentira que todos nos creemos porque nos hace mejores personas y que puede ser entendida por todos, más allá de los distintos niveles posibles de comprensión. Artífice del desdoble, el títere es, por lo tanto, una herramienta transformadora, un arma terapéutica y educativa. Esos pequeños y coloridos seres de grandes narices y orejas, de ojos hundidos o saltones, de voces metálicas o rotas, han sido, son y serán el más bello y amoroso de los peligros.
—¿Cómo empezó todo? ¿Desde el inicio ya estaban los dos?
Raquel —No, Tato arrancó en el 76 y yo a fines del 78.
Tato —La primera y gran función fue el Día del Niño, en agosto de 1976. Durante 13 años fue solo calle, cooperativas y cumpleaños de compañeros que salían de la cana. Dentro de ese período, empezamos a ser conocidos con la obra Barrio Sur. En cuanto a los títeres, no aprendimos en ningún lado. Yo, particularmente, era amante de [la murga] La Soberana, vendía vino en el club, al fondo de casa ensayaba Araca la Cana. Era un barrio murguero, toda la zona, Paso Molino, Belvedere, La Teja… ya más lejos, el Cerro, barrios con los trabajadores de los frigoríficos, los curtidores, el Bao, Codarvi, todo lleno de fábricas. Y, bueno, yo quería hacer teatro, como había hecho el Pepe Veneno [el director de La Soberana], pero, bueno, probé alguna vez; digamos que no era lo que buscaba. Yo ni sabía qué buscaba. En la esquina de casa había un boliche de un gallego republicano, al que iban, por ejemplo, los de los frigoríficos con las valijas de carne que repartían. Se armaban filas de mujeres con niños, para los que estaban en cana o enfermos, y esos tipos a mí me daban libros. Yo leía mucho o me quedaba en la esquina escuchando sus discusiones. El primer héroe, en el barrio, era Buenaventura Durruti; al Che yo lo conocí mucho después. Y, bueno, por el 73, 74, en un colegio de monjas que permitía que el barrio se integrara, habíamos empezado a hacer obras de teatro y armamos un grupo llamado Grupo Nativista Pa’ Todos. Nos vestíamos de gauchos, pero con sábanas. Hasta que hicimos una cosa basada en un disco de Sampayo (que estaba prohibido) y nos echaron, y yo me llevé materiales y cosas que tenía ahí. Y con un compañero, Walter Grasso, armamos un teatro con maderas claveteadas, arpillera, pintura, y ahí hicimos la primera obra de títeres. Yo ya había hecho algo con los cabezudos, con máscaras, ¿no? Y por esa época aparece en el boliche un tipo que me da un libro de García Lorca, que hablaba de La Tarumba, y tenía fotos, se veían los tipos de overol, el carro y los títeres, y hacían obras antifascistas. Compré unas ruedas de metal en la feria e hice un carro, y ahí empezamos. Llevaba todo en el carro. Después aparecieron Sara Genta y Raúl González (músicos) y se unieron, y hubo más gente en la vuelta. Nos íbamos a pie de Belvedere al Parque Rodó o a Tristán Narvaja, y ahí hacíamos la obra. La primera fue Don Sol, que toma su nombre de algo que hacía La Soberana.
R. —Sí, El Sol de los Libres, que había sido censurado en el 73 [antes del golpe] y fue lo que inspiró a hacer la obra Don Sol.
T. —Ahí va. Y Gira-Sol viene de ahí también, y de una canción de Víctor Jara que decía: «Gira, gira, girasol». Bueno, en la obra el Sol bajaba y un tipo lo enjaulaba para venderlo, esas cosas, y la gente participaba. Pero no había estructura, era todo un divague…
—¿Qué títeres eran?
T. —De guante, tradicionales, recontrapesados, con cabezas de papel maché, igual que los de todo el mundo. Me acuerdo de que me preguntaban por qué los malos eran amarillos. Y nos dimos cuenta de que en la tele muchas veces los malos eran los chinos. Entonces la pregunta te hacía notar el error, el prejuicio. Al principio, todos los que estuvieran en la vuelta trataban de manejar títeres y todos tratábamos de participar de la música, aunque eso para mí fue un debe, porque soy muy intuitivo y nunca me puse a estudiar.
—Raquel, ¿cómo fue que te integraste a Gira-Sol?
R. —Bueno, yo estudiaba medicina, y a través de una compañera de estudios conocí al Tato y empezamos a salir. Y como a mí me gustaba el teatro, empecé a ayudar haciendo vestuarios y fabricando los muñecos y esas cosas. Y finalmente me integré a mover los títeres. Hablamos del 78, por ahí.
Ah, Tato, un poco antes te habían invitado a participar de El mono ciclista, de Rolando Esperanza y Nicolás Loureiro, en El Galpón, la última obra antes de que se fueran para el exilio.
T. —Cierto, eso estuvo muy bien. Sí, es que ahí ya empezábamos a destacarnos un poco. Y me acuerdo de discusiones de la época, si el titiritero tenía que verse o tenía que esconderse, y yo decía «¡pero cómo! ¿Tengo que armar un teatro adentro del teatro, para que no me vean?».
R. —Igual, después, con el tiempo, al ir aprendiendo lo que era el títere en el mundo, vimos que, por ejemplo, los japoneses manipulan a la vista.
T. —Ah, sí, claro. Y vos ves los afiches, hasta los sesenta, y los títeres eran de guante. Si sacabas un palo con una cabeza te decían: «Sí, sí, qué lindo, qué diferente». En realidad, no era diferente, solo que no sabíamos que en otros lados se hacía desde siempre.
—Pero, Tato, yo recuerdo en 1969, siendo muy chico, haber visto Pluft, el fantasmita en El Galpón. Ahí mi viejo manipulaba al Capitán Cucurucho, que aparecía en un barco con mar y todo, y al menos algunos títeres eran de varilla. La obra ocupaba todo el escenario.
T. —Es verdad. El Cholo [Nicolás] Loureiro había ganado una beca y había estado en los países socialistas, y trajo un montón de técnicas. Pero la discusión se daba igual.1 Y lo importante es que en esa movida conocí gente que después se quedó en Uruguay, como los Perazza, los Queirolo, el propio Esperanza y varios más. Y entre ellos, el petiso [Coriún] Aharonián, con el que nos peleábamos pila, pero nos queríamos mucho y nos defendíamos a muerte. Pero vos decías algo y el tipo tenía referencias de todo, no le podías hacer un gol. En esa época no había Internet, y manejar información era crucial. En vez de googlear algo, había que ir a la feria de Tristán Narvaja a buscar libros. Y las discusiones, ¿no? Sentarse de noche a discutir de lo que fuera, todo el tiempo, gente de antes y gente joven, gente de teatro: Omar Bouhid, el colombiano Pedro Pablo Naranjo. Había de todo ahí: era un disparate. Y los músicos: Rubén Olivera, Benjamín Medina y después Osvaldo Fattoruso y Mariana Ingold, y muchos más. Siempre había músicos en la vuelta. Y después vino lo del TUMP [Taller Uruguayo de Música Popular] y esa costumbre de discutir también. Nuestros espectáculos siempre le dieron mucha bola a la música.
—Recuerdo haber trabajado con ustedes en una puesta de Los cuernos de don Friolera, de Ramón María del Valle-Inclán, dirigida por Marcelino Duffau en La Candela, con música de Luis Trochón, en 1986. Ahí había de todo: desde un títere de hilos hasta mezclas de personas con títeres y otras cosas más indefinibles; hasta un perro montado sobre un autito a control remoto. Fue tu primer Florencio, Tato: a la revelación, si no me equivoco, y el primero que recibiera un titiritero, ¿no?
T. —Exacto, es así. Aunque la primera vez que hicimos teatro fue en El Tinglado. Pero obras de títeres, ¿no? No esa mezcla de la que hablás. Y no iba mucha gente.
—¿Y después? ¿Volvieron a la mezcla?
T. —Hicimos Rosita curte el muñeco [1991], siempre con Marcelino y, en este caso, actuaba Pepe Vázquez. Entramos en ese mundo del teatro, al que yo le huía un poco porque no me gustaba que me vinieran a saludar al camarín.
—Mencioné un títere de hilo de Los cuernos…, una niña que interactuaba con el actor Juan Carlos Carrasco, Yiye, que representaba a su padre, don Friolera. Era una escena de una ternura y tristeza increíbles. ¿Vos habías utilizado esa técnica antes?
T. —Nunca había hecho nada.
—¿Cómo que nunca…?
T. —Lo que quiero decir es que no estudié. Teníamos mucho tiempo para investigar, pensar, probar.
—Pero, por ejemplo, un títere de hilo no solo tenés que saber manipularlo, sino hacerlo. Es decir, aparte del muñeco están los palos, los hilos, cuántos son, dónde se atan en cada extremo, todo eso.
R. —Sí, y la gravedad, el peso, la distribución, dónde va el punto de unión con el hilo. Todo eso hay que probarlo millones de veces, hasta que anda.
T. —Y, además, se mira a los que ya hacen eso o libros que lo describen, pero, siempre, al hacerlo, hay sorpresas. Y se construye una y otra vez, y se van buscando los defectos, y se ve que no era solo hacer que el títere moviera la patita y las manos, sino algo más complejo. Y había una tradición de materiales, pero en los sesenta se generalizaron los derivados del petróleo: las diversas espumas de distintos plásticos (en criollo: polifón, espuma plast y afines), todos materiales que cambian drásticamente, entre otras cosas, la relación entre peso y volumen y, por lo tanto, las técnicas de construcción y manejo.
—Nos fuimos un poco para adelante y nos salteamos Barrio Sur.2 ¿Cómo surgió esta idea?
T. —Bueno, de charlas, pruebas, discusiones también. No sé, había una costumbre de discutir todo; sobre todo la veía en los músicos. Y está el antecedente del teatro chino. En China hay una forma tradicional de hacer títeres en la que el titiritero se pone una caja sobre los hombros, abierta adelante, y se cubre el cuerpo con una tela que va de la caja a sus pies. Eso tiene cierto parecido con los que fue Barrio Sur. Por otro lado, para nosotros, el títere uruguayo era el cabezudo de carnaval. De la unión de esas dos cosas surge la idea de hacer un cabezudo-teatro. Bueno, y empezamos a hacerlo en ensayos abiertos, sobre todo en el club Welcome. Ahí conocimos a la familia Ramírez: Chabela, Beatriz, Fernando; terrible gente. Y en la casa tenían un piano (no un tambor, un piano) y la mamá tocaba, y te recibían bien de bien, pero a la vez te decían: «¿Así que vos sos el blanquito que va a salvar a los negros?». Y, bueno, ahí empezamos a trabajar, a buscar qué era lo que pasaba en la cabeza de la gente. Incluso hubo un personaje, el borracho, que surgió a propuesta del público. «Falta un borracho», dijeron, y al otro ensayo estaba el borracho. Me decían que no usara unas medias amarillas, que usara celestes, porque, si no, empezaban los líos de Peñarol y Nacional, y allá me puse medias celestes.
—Pero eso que me nombrás es Palermo, y el Mediomundo era en pleno Barrio Sur. ¿No hubo alguna, digamos, crítica por ese lado?
T. —Sí, hubo, pero la cosa era empaparse un poco del entorno, escuchar opiniones, lo mejor que se pudiera. Se mezclaba todo con otras cosas que pasaban en el momento a nivel cultural. Barrio Sur empezaba con un poema de Macachín, que hablaba del tema: «Desalojaron a los negros del Mediomundo por la figurita repetida del derrumbe…». Otras obras usaban canciones grabadas por artistas de la vuelta. Barrio Sur se hizo miles de veces, porque se adaptaba a cualquier lugar. Yo podía caminar mientras hacía la obra, e, incluso, en lugares grandes, a veces con miles de personas. Tenía un micrófono adentro del cabezudo. Los títeres tenían colores vivos y se veían de lejos.
—Supongo que habrán sufrido censuras de todo tipo.
T. —Sí, y también a veces te prohibían y entonces te invitaban, porque te ponían en el cartel de anuncio sin tener que pagarte. O te prohibían casi todo, menos una parte. En el Atenas, sin que yo supiera, hice la única parte permitida y, al terminar, entraron como mil tambores, y ay, mamita. Era como un apoyo, ¿no? Pero metía miedo. Otra vez, en el Liverpool, hicimos todo, a pesar de estar prohibidos, y al terminar la gente me sacó, me cambió de ropa, me llevó para la cancha y me dejó ahí, con un mate y un termo. No me encontraron y tampoco me fueron a buscar a casa después.
—¿Y fuera del país?
R. —En seguida arrancamos. Ya en el 81 fuimos a Brasil.
T. —Conocí a Paulo Freire, que escribió un pizarrón en una plaza recomendando ir a ver Barrio Sur, y al que sería abogado de Lula y al propio Lula, que en esa época era sindicalista. Fuimos a una ocupación en la Ford de Diadema (estado de San Pablo), que era impresionante por el tamaño. Después estuvimos trabajando en distintos lugares de Brasil y en Paraguay, con eso que tiene el teatro popular, de convivir con la gente y todas esas cosas. También trabajé con los posseiros [ocupantes], de donde surgió el Movimiento de los Sin Tierra. Barrio Sur nos abrió todas esas puertas. Y, bueno, fuimos varias veces a Cuba e, incluso, a Europa; lo más lejos fue Alemania. Después vino la época en que cualquiera decía libertad y era «aaaaahhhh», y democracia y «aaaaahhhh», y eso me entró a romper los huevos. Entonces empezamos a hacer obras sin palabras, solo con música. Y tratar de emocionar sin parlamentos. Mientras, estuvo el trabajo con la murga La Reina de la Teja, Los cuernos de don Friolera, las otras obras de teatro y mil cosas más. Pero, cuando hacíamos solo títeres, andábamos por esas otras búsquedas, con Circo de sueños (1988) o Bajo la tela (1991), con música de Ney Peraza y Manuel Espasandín, por ejemplo, o los espectáculos con Rubén Olivera y Mauricio Ubal.
—Y mientras tanto, todo el asunto del Museo del Títere, y la actividad con las escuelas, y un libro…
R. —Irma Abirad, titiritera en los años cuarenta, crítica teatral y docente, cuando estaba veterana tenía muchos títeres que había juntado en sus viajes y quiso hacer algo con eso. En el MEC [Ministerio de Educación y Cultura] le dieron corte.Estaba Thomas Lowy entonces. El museo se inauguró en 1999, a través de un convenio con la Intendencia de Maldonado, que cedió un espacio en la planta alta del Paseo San Fernando. Nosotros le dimos a Irma una mano con la colección y, bueno, ella arregló que quedáramos como responsables y nos pidió que fuera un museo vivo, no simplemente un depósito de títeres. Y hasta el día de hoy seguimos trabajando en eso: está la muestra, se dan talleres para escuelas, se organizan festivales, esas cosas, y se hizo el libro Los títeres en el aula, que es para trabajar en las escuelas.
T. —Después de inaugurar, falleció Irma, medio enseguida, y fue una lucha conseguir algo. No teníamos ni teléfono, ni computadora, ni nada. En la época del FA, las autoridades creían que el museo era nuestro y que nosotros íbamos a manguear. Yo era el director, pero, como no tengo título universitario, mi cargo (y sueldo) es de administrativo. Y eso ahora, porque concursamos en la época de [José] Mujica. Antes teníamos contratos docentes, por los talleres.
R. —Y el Tato era el vicepresidente, para toda Latinoamérica, de la UNIMA [Union Internationale de la Marionnette]. Ahí no les importaba si tenía título.
—Para el Estado uruguayo, un abogado es mejor director de un museo de títeres que un titiritero con casi medio siglo de intensa experiencia nacional e internacional.
T. —Ja, ja. Y sí, es así.
1. Eso fue en la primera mitad de los sesenta. En 1967 se estrenó Caleidoscopio, dirigida por Loureiro, con técnicas de varilla, sombras, teatro negro y otras, todo en un mismo espectáculo.
2. Obra unipersonal del Tato, en la que el retablo era, a la vez, un cabezudo con una gran boca, por la que aparecían los títeres: un niño, un viejo, un borracho, un perro y el capataz de la demolición. La obra se representó durante tres décadas, en Uruguay y en varios países más; la última vez fue en Cuba, en 2012.