Con la muerte de Julio Marenales se reduce aun más la expresión de aquel Uruguay que producía, como cosa natural, intelectuales excepcionales, políticos con principios, periodistas cultos, militantes solidarios, militares demócratas, revolucionarios coherentes, individuos íntegros.
El Viejo compartió esas cualidades de una época fermental y generosa que reaccionaba con su Adn artiguista ante el avance de la seguridad nacional, de las políticas fondomonetaristas y del vasallaje de los mercados a las trasnacionales. Producto de una izquierda que se confrontaba con ardor en sus diferentes tendencias, militante de un Partido Socialista que se orientaba hacia los trabajadores más desposeídos del Interior –los peones arroceros, los pescadores, los remolacheros, los cañeros–, Marenales hizo su opción por la lucha armada clandestina para crear condiciones revolucionarias.
En esa clandestinidad como guerrillero, en los cuarteles como prisionero y finalmente como dirigente de estructuras políticas legales, el Viejo optó por ofrecer ejemplos cotidianos a sus compañeros: descartaba airado cualquier privilegio en tanto fundador del Mln, reclamaba compartir los riesgos de las acciones militares; no dejaba de participar en los trabajos manuales, ya fuera construyendo un berretín o excavando el túnel de Punta Carretas; disfrutaba inventando herramientas; era consciente de la disciplina, personal y política; cuando fuera necesario disparaba juicios que revelaban la sólida formación teórica sin alharacas de entendido; y se apegaba inflexiblemente, en las discusiones de la dirección, a los principios que consideraba inviolables. También, ni que tal vez, se equivocaba, como cualquiera.
Esta actitud muchas veces era percibida como esquemática y simplista, pero en las distintas circunstancias de su larga vida demostró la importancia y el valor de permanecer coherente, un capital hoy depreciado. Su mirada siempre joven, su sonrisa y su carcajada inimitable en su espontaneidad, desmentían o atenuaban el costado duro, implacable, consigo mismo y con los demás, de una personalidad cincelada con las mismas herramientas de su oficio de escultor.
Murió víctima del precio que su oficio le fue cobrando a sus pulmones, en Salto, quizás en un destierro autoimpuesto por la brutal diferencia entre los ideales y objetivos que guiaron su vida y la realidad de un Uruguay conforme en su conservadurismo. Fue un hombre de su tiempo, ese sesentismo invariablemente denostado por los cortesanos del poder para encubrir su inclinación al vasallaje.