En algún momento del lunes 14 o el martes 15 de octubre, los estudiantes del secundario se autoconvocaron por medio de las redes sociales para saltar torniquetes de forma masiva en las líneas del tren metropolitano subterráneo de Santiago. Liceos del centro y la periferia de la ciudad se reunían con la consigna “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”. La lucha de los secundarios ha sido una tónica del sacudimiento social en las postrimerías, de nunca acabar, de la posdictadura chilena: mochilazo en 2001, revolución pingüina en 2006 y, en 2011, el último estallido, una rebelión estudiantil que movió los sólidos cimientos de los pactos neoliberales de la administración chilena.
Al final de la semana, el gobierno metropolitano dictó la securitización del subterráneo: perros, antimotines, fusiles de balas de goma, gases por todos los túneles. Se contaban por decenas los efectivos de la policía en una guerra por un objetivo que parecía absurdo: no permitir que la desobediencia estudiantil copara el tren subterráneo para saltar los molinetes. La batalla tuvo su apoteosis el viernes 17 de octubre, cuando las autoridades del tren decidieron cerrar las puertas de las seis líneas de la red. De la evasión de los jóvenes, que pagan 230 pesos chilenos (0,32 dólares), se pasó a una crisis del transporte que desembocó en un estallido social.
La respuesta de las autoridades fue desmedida. La policialización del tren ante las evasiones masivas y las lacrimógenas lanzadas a los pies de las personas que esperaban entrar a una estación tuvieron un efecto de capilarización de la lucha política. Quienes en la tarde no podían tomar el metro para volver a sus hogares decidieron con dignidad que preferían caminar. Fue común esa tarde escuchar el apoyo a los estudiantes: “los apoyo”, “nosotros los seguiremos”, “esto se acabó”, “este país es muy caro”, “hay mucha desigualdad”. Con el boca a boca y las redes sociales la temperatura social subía.
A las seis de la tarde del viernes 18, una hora antes del cierre de las estaciones en los barrios céntricos de Santiago, el caceroleo era intenso y espontáneo, y las calles estaban salpicadas de piquetes y barricadas. La cacerola repiqueteaba con furia contenida ante un alza del boleto presuntamente administrado por un comité de expertos.
De repente todo explotó. Dos o tres horas después del cierre del subterráneo la insubordinación era general. La del viernes posiblemente será recordada como una noche de barricadas, protesta y dignidad. La movilización escaló y tanto los medios como las redes sociales informaron que la ciudad daba rienda suelta a su rabia de punta a cabo, por lo bajo. Cuatro estaciones del tren metropolitano ardieron en llamas en la incinerada remembranza de obreros que queman máquinas y fábricas en su ira contra la patronal. Al terminar el fin de semana había decenas de estaciones totalmente destruidas, casi un centenar con daños graves y muchos vagones quemados. Se estima que el sistema estará funcionando con la capacidad mínima durante medio año. Además, hubo saqueos a supermercados, ataques a comisarías e incendios de galpones. Rebelión contra los símbolos más claros del dominio neoliberal, intuitivos pero claros. Cólera patente contra los símbolos de una crisis que no se agota allí, la revuelta devino material, estallido palpable.
La consigna estudiantil inicial se volvió pasado remoto ante una sublevación cuyo único liderazgo hasta ahora es el hastío de vivir en uno de los ocho países más desiguales del mundo, el único donde el agua pertenece a privados, un país administrado por una partidocracia indolente y desafectada. La contestación viene de una nueva versión del movimiento social, organizada en torno a los polos del feminismo y la lucha por pensiones justas. La revuelta muestra así una novedad impresionante de nuevos actores del siglo XXI: trabajadoras precarias, mujeres estudiantes, jóvenes activistas y, en general, una clase trabajadora que está de vuelta del fin de la historia y la despolitización de la década del 90.
LAS PRIMERAS BALAS. Ya empezada la noche del viernes 18, la policía no contenía las manifestaciones espontáneas, y el momento en que el presidente tomaría la palabra se hacía esperar. Sebastián Piñera, el presidente millonario, quien durante las primeras horas del estallido fue fotografiado en un restorán en el suburbio rico de Santiago, se rehusaba a salir en la pantalla con una respuesta. Sin justificar su ausencia, al cabo de cuatro o cinco horas declaró, imperturbable, el estado de emergencia –una excepción constitucional– y nombró al general Javier Iturriaga del Campo (sobrino de un represor de la dictadura procesado) jefe de la seguridad nacional y encargado de la capital de Chile. El militar tomó el micrófono, se permitió hacer una broma futbolera y enunció las condiciones del estado de emergencia. Los soldados estaban ahora en la calle, disparando a civiles desarmados.
La desdichada manu militari fue invocada, así como la posibilidad de cerrar el diálogo entre instituciones civiles. En plena crisis social, los carapintadas fueron los primeros actores en cruzar el umbral del palacio de gobierno. Filas de uniformes de campaña entraron a la casa del presidente en un desfile de ministros y militares. Antes que cualquier actor del mundo social, que cualquier congresista. El poder en su versión básica se tomaba las horas de la madrugada del sábado para afrontar la crisis.
Difícil enumerar la concentración de momentos a partir de entonces. La insubordinación se tornó general y el petitorio inicial de congelación de precios fue desbordado; poco importa ahora la dolida declaración de la rebaja hecha por el presidente millonario durante la noche. Hay violencia popular y saqueo, hay violencia por parte del Estado.
A partir del fin de semana las patrullas militares se despliegan por la ciudad cada noche. Al pasar, las ruedas de los vehículos anfibios rugen y se acoplan en las calles de Santiago, Valparaíso, Concepción, Rancagua y La Serena. Los videos de baleos a casas, civiles desarmados y personas que protestan por una detención ilegal se multiplican hasta la angustia. Si el viernes pasado los antimotines perseguían a escolares, tres noches después la ciudad estaba sitiada por el patrullaje de los carapintadas con fusiles de guerra cruzados en el pecho. De los muertos, hasta el momento apenas se conocen los números de dudosa credibilidad que entrega el gobierno (unos 18 al cierre de esta edición, N. del E.), pero nada de nombres o las formas en que murieron. Chile está en estado de excepción hace ya cinco días y bajo su manto se acumula un enorme registro de violaciones de los derechos humanos.
Como parte del estado de excepción, los militares impusieron el toque de queda. Treinta años habían pasado de la última vez que esta medida fue dictada. Aquello movilizó a las capas medias y a una inmensa mayoría que todavía tiene una posición antidictatorial. El escaso apoyo que aún mantenía Piñera en esos sectores se disolvió con esta decisión. Pasado el toque de queda del sábado, el caceroleo se volvía intenso; la gente desafiaba con ollas y la voz quebrada desde las barricadas, “fuera militares”, desobediente al llamado de restricción de circulación; los soldados, impotentes, respondían con balazos nerviosos.
SANTIAGO ENSANGRENTADA. “El pueblo unido jamás será vencido”, “no tenemos miedo” y “Chile despertó” se convirtieron en las consignas de la revuelta. Al empezar esta semana, las organizaciones sociales y los parlamentarios de izquierda pedían que se suspendiera el estado de emergencia y se devolviera a los militares a los cuarteles. El Partido Comunista anunció que no se reuniría con el presidente en tanto los militares estuvieran en las calles. El Frente Amplio elaboró una lista de reclamos para el gobierno, pero finalmente se adhirió a la posición del PC.
Ese mismo día, los portuarios declararon el paro nacional. Los sindicatos estudiantiles y las agrupaciones feministas y de derechos humanos llamaron a la huelga. Imposible que ese fuera un día normal. Desde el fin de semana, parlantes con música de resistencia a la dictadura se estrenan en la calle con canciones que se acuerdan por medio de las redes sociales. El tiempo de la huelga se ha vuelto una síntesis de momentos diversos y divergentes, tiempos de elaboración micropolítica y análisis de los grupos de izquierda. Tras el silencio del gobierno –silencio incómodo ante sus reiteradas reuniones con el secretariado de los grandes grupos de supermercadistas–, a primera hora del lunes, el presidente, con estilo neroniano, declaró: “Estamos en guerra. Hay un enemigo coordinado”.
Nadie le creyó. El rey estaba totalmente desnudo. Pasaron los minutos y la ciudadanía respondió en la calle que no hay guerra. La estrategia comunicacional se desmanteló con el esfuerzo de los medios alternativos, los chats familiares y los tutoriales sobre la doctrina del shock. Iturriaga, el militar a cargo de la seguridad nacional, se declaró de inmediato “un hombre feliz” y aclaró no estar en guerra con nadie. Su declaración temperó el ambiente y contradijo al presidente. Sin embargo, no se condijo con el desfile de tropas por las principales ciudades del país. Los baleos a civiles desarmados y los muertos siguieron.
La peor de las postales de estas jornadas es la represión: los uniformados, rodilla en el suelo en posición de tiro, frente a una columna que sube a los suburbios adinerados de la ciudad, la parte oriente de la capital. Noches de toque de queda y simulacros de fusilamiento. Los militares no están preparados para devolver la paz, sino para llevar la guerra contra la revuelta.
¿Cuándo nos acostumbramos a esto?, ¿cuándo ese horror militar en la calle se volvió una imagen en la retina? Es real. Todo. Las calles atestadas de gente, los gritos en la noche, la protesta después del toque de queda, las declaraciones ineficientes del gobierno. Hay perplejidad en todos los chilenos por el grado de violencia inédito. En cosa de días, se develó el fracaso de los pretendidos avances en derechos humanos en los cuerpos policiales y militares del Estado.
Finalmente, el lunes de noche, surgió un llamado del gobierno para reunirse al día siguiente con todos los partidos, desoído por la mayor parte de la izquierda, aunque algunos miembros de la antigua Nueva Mayoría asistirían. Después de esa reunión, en cadena nacional Piñera anunció medidas de reforma que, aunque no tocan el corazón del modelo y tal vez sólo son una base de negociación espinosa y difícil, demostraron inmediatamente que su programa de profundización neoliberal está muerto.
RENACERÁ MI PUEBLO. Sin salida política visible, la protesta se expande y grita, pulsa a su ritmo. Pueden ser así las revueltas, alucinantes y desgarradoras, fervientes, un tiempo robado y un presente solidario ante la precariedad neoliberal. El último 8 de marzo esa fue la consigna: contra la precarización de la vida. El feminismo allí demostró, pacíficamente que las masas querían dignidad para vivir.
El miércoles 23 hubo una protesta nacional, con una huelga general y una movilización en los centros de las ciudades. Aunque la izquierda y los movimientos organizados recuperaron así algo de conducción sobre la rabia de las masas, en la periferia la protesta masiva se retiró y la revuelta va quedando cada vez más apagada. Pero nada volverá a ser normal. Lo que se viene será largo e impredecible, aunque ya se delinean ciertos marcos y términos, en la propuesta de Piñera. Pero no será pacífico ni simple su camino en el Parlamento.
Esta revuelta se va a acabar, tal vez ya lo está haciendo, pero las masas movilizadas difícilmente se retirarán de la lucha. Hay una mayoría popular que le perdió el miedo a la violencia y el respeto total a la autoridad, y, frente a ella, una autoridad que ni con balas puede reimponer su legitimidad, sólo el terror. El mito del neoliberalismo modelo y en democracia del calmo Chile está destruido, y el duopolio político gobernante de las últimas tres décadas, que tambaleaba trizado hace un tiempo, no tiene capacidad de nada. Sólo existe la violencia del Estado y una economía que aún funciona. No es poco. Pero los términos cambiaron. De aquí en más es muy difícil que el neoliberalismo pueda avanzar, y la baraja política está totalmente abierta. Hay mucha confusión y poca claridad política entre las fuerzas de cambio, pero la certeza más importante y alegre es que, luego de décadas de estar desahuciada por políticos y académicos, hay una intuitiva disposición de las masas al conflicto de clase.