Las voces amadas - Semanario Brecha

Las voces amadas

Viejos casetes, recuerdos de infancia.

Viejos casetes. Ombú.

Las mudanzas, en el umbral –siempre– de lo que vendrá, son también un viaje al pasado. Porque uno abre los rincones, toma el trapo y saca el polvo a los recuerdos; elige –incluso– qué de todo eso se desprenderá, qué cosas nos seguirán el paso, acaso para volver a llenarse de olvido.

Hace mucho tiempo rescaté unos viejos casetes de la casa de mi infancia. Llenos de tierra sobre un ropero, próximos a la corneta de una vitrola que nunca vi sonar, estaban cerca de perecer si no se hacía algo con ellos. ¿A quién le podrían interesar unas antiguas cintas cuando la música tomaba nuevos soportes y sonidos? Yo sabía más o menos lo que tenía entre manos, o al menos lo sospechaba: algunos habían cruzado desde Buenos Aires con tangos, la voz de un aguerrido Cafrune, la Misa Criolla. Algunas grabaciones habían sido tomadas de la radio, y en un Tdk negro perduraba el audio del casamiento de mis padres (¿algo podría ser más aburrido?). Se sumaban dos casetes de color blanco, los más interesantes porque traían recuerdos familiares, la voz de mi padre, por entonces muerto no hacía tanto. Difícil enfrentarse a esos simulacros, a esas ilusiones descompuestas, a las voces que uno guarda secretamente en la retina, con mayor fidelidad incluso, para despertarse en algún confín todavía inexplorado. Eso hice, guardé los casetes, para que no murieran tan pronto, quizás para encender un mañana.

Esas grabaciones me acompañaron años, quince, acaso veinte. Sabía que las tenía, pero estaban arrumbadas en una caja de cartón, la mayoría sin su estuche plástico. Ya era tiempo del disco compacto, ya se podía grabar directamente en él, y luego llegó el MP3 y la masividad de Internet, sacándole el cuerpo a las canciones. Quedó todo en una habitación que se fue haciendo desván; muebles a medio restaurar, videos en Vhs que, previsiblemente, fueron llenándose de hongos.

Pero las mudanzas sirven para achicar el equipaje. Entonces, de todo eso que tiré o di, guardé todos mis casetes porque sabía que algo importante había; jugaba a olvidarlos, es cierto, pero por algo los retenía.

Sonora. Está cayendo la noche. Ha tenido meses para desmontar lo traído y hacerse al nuevo espacio que ha ido mudando con sus manos. Prende la portátil sobre la mesa del escritorio, trae los dos casetes blancos que, buscando otra cosa, ha identificado en una de las tantas cajas. Cree recordar lo que esconden. Los examina y ve, para mayor exactitud, que uno es en realidad gris, marca Jvc, y el otro –blanco– es Fuji. Prueba el primero, el que se observa más sano, pero en él resuena una música lejana, un insoportable coro. Adelanta y tose un viejo tango. Lo da vuelta; más canciones.

Mira el casete blanco que tiene algunas manchas. Lo siente cercano. Sabe que tiene que ser ese, aunque ninguna inscripción lo denuncia. La cinta está cortada, ahí recuerda por qué no lo escuchó antes, por qué fue dejando caer sobre él el tiempo, por qué lo custodió esperando el momento adecuado. Le falta además una almohadilla que queda bajo la cinta y que supone necesaria para la reproducción. Busca el destornillador Phillips más chico y comienza a desarmarlo.

No es fácil manipular un casete. Cinco tornillos, un separador negro, la cinta tan frágil como la memoria para retener las voces amadas. Se requiere paciencia. Sólo alcanza con un primer intento frustrado para despuntar una ira que eche a perder todo para siempre (¿quién no ha desarmado un casete para terminar jugando con su cinta infinita?). Pero él ya es un hombre, no se permitirá la barbarie del niño. A su manera, la cajita de plástico es un ataúd y el suyo un afanoso deseo de exhumación. La cinta adhesiva cumple al fin su objetivo, el Jvc –con ligeras diferencias– dona una de sus piezas. Los cinco tornillos vuelven a cerrar la bóveda, ya todo está listo.

El equipo es japonés y tiene luces de colores. El casete tiene idéntica patria pero azaroso destino. Lo coloca con ese característico ruido –casi olvidado– que da lugar a una súbita voz, sí, la voz de su padre, pero el dispositivo salta. Al sacarlo, un trozo de cinta se asoma, entonces la hace correr con una lapicera, intentando dejar atrás la falsa unión. Lo coloca de nuevo. Se hunde el play. Sí. Ahora sí.

1980. Es una tardecita de otoño. El padre está a cargo de sus dos hijos pequeños; se divierte con ellos, se cansa, los hace hablar. En el radiograbador hay una cinta registrando todo, cada arrebato de esos niños que esperan que la Onda les devuelva a su madre. Les traerá sorpresitas con olor a Montevideo.

No estoy allí, no existía, aunque el nombre de mi hermana se pronuncia, quizá gestándose en mi madre para dejarme luego un lugar a mí. Mi padre da cuerda a la vitrola que ahora oigo sonar, veo por primera vez la púa como un clavo arando el surco de Pum… Garibaldi, y los niños sumándose al pegadizo estribillo.

“A comer, vamos”, le oigo decir. Mi mesa escritorio es su mesa, ahora ceno con ellos (nunca tan temprano) desde un plato invisible. El huevito frito llega roto a mis hermanos y se fastidian, yo veo al mío descender con la yema intacta y lo disfruto en secreto. Tengo la misma edad de mi padre. Mis hermanos podrían ser mis hijos (hablan como mis sobrinos o como otros niños que he conocido, sospecho que las voces recién se diferencian cuando comienzan a madurar). Veo a mi padre comer, preciso como un cirujano, voraz como un pájaro; está feliz y sobresaltado. Comienza a hablarles en un italiano que no parece ortodoxo y ellos responden; los hace vivar por Garibaldi, ríen. “No se juega con el pan” les dice de golpe, “no, la comida no se tira, mi querido”. Siento retumbar la sentencia como si realmente estuviera allí.

Llega mi madre. Todos se ponen contentos; trae sorpresitas. Se lamenta de que el registro de ayer esté siendo grabado arriba en ese mismo instante. Pienso en un palimpsesto, imposible –imagino– en una cinta de casete. Oigo dialogar a ese joven matrimonio, veo los pequeños roces de una convivencia con hijos. Surgen los nombres de lugares que pisé mucho tiempo después –cuando al fin existí–, gente que todavía vive, otra que partió hace mucho.

Apago mi equipo, con él al grabador y a la vitrola de discos pesados como platos. Apago todas las voces, ecos de un tiempo en el que las grabaciones no estaban viciadas por su propio exceso. Es cierto que si uno se anima al silencio o se entrega a un certero sueño, aparecen de pronto, exactas, las voces amadas, pero se escabullen rápidamente; su naturaleza las hace fugaces, inaprensibles. Si uno las redescubre después de mucho tiempo, retenidas en algún dispositivo, semejantes pero no iguales, el impacto es hondo, para qué negarlo. Pero a la par se concluye que esas voces siempre estuvieron presentes; fueron tan primigenias, tan edificantes, que nunca dejaron de estar a nuestro lado.

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