En 1952, la entonces princesa Isabel, en plena gira real con el príncipe Felipe, se hospedaba en el albergue Treetops en Kenia. Fue durante esa visita que recibió la noticia de la muerte de su padre, y el albergue en el bosque sería recordado durante mucho tiempo como el lugar donde la monarca británica con más años en el trono «se acostó como princesa y se despertó como reina».
Solo dos años después de esa estadía, los Mau Mau, luchadores por la libertad de Kenia opuestos al dominio colonial británico, incendiaron el albergue. Fue reconstruido en 1957, y los pobladores más viejos que viven a lo largo del largo y sinuoso camino que lleva hacia él recuerdan con cariño su segunda visita al área en 1983, la que, según ellos, puso su vecindario finalmente en el mapa. Pero Treetops no estuvo abierto durante el fallecimiento de la reina. Cerró sus puertas el año pasado, tras la abrupta caída en el turismo ocasionada por la pandemia.
El albergue, en el bosque de Aberdare, tiene una presencia imponente, pero sus escaleras polvorientas y sus ventanas con telarañas sugieren soledad y abandono. La mayoría de las personas que interactuaron directamente con la reina ahora están muertas, dice un cazador que trabajaba allí. La casa del árbol está adornada con fotos e historias de sus visitas, pero pocas historias sobre ella han sobrevivido hasta hoy. La vaguedad de los recuerdos refleja la desvanecida relevancia de la monarquía en Kenia.
Sin embargo, tras el anuncio de la muerte de la reina el jueves 8, las reacciones en Kenia no se hicieron esperar. Los líderes del país le rindieron homenaje con mensajes que expresaban «un gran dolor y un profundo sentimiento de pérdida», elogios a un «ícono imponente del servicio desinteresado a la humanidad» y alabanzas a su liderazgo «admirable» de la Commonwealth. El presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, ordenó cuatro días de luto luego de que la noticia de la muerte de la reina ocupara las portadas de los principales periódicos locales y dominara la conversación en Internet.
Pero en las calles de Nairobi muchos se mostraron indiferentes, y hubo quienes ni siquiera registraron la noticia. Algunos kenianos jóvenes hablan del tema desapasionadamente. Para ellos, era una figura distante, conocida más que nada a través de representaciones ficticias en series de televisión como The Crown. Al mismo tiempo, una ola de críticas inundó las plataformas online. Durante el reinado de Isabel II, los soldados británicos cometieron atrocidades generalizadas contra los kenianos, en el apogeo del levantamiento de los Mau Mau, entre 1952 y 1960. Aproximadamente 1 millón y medio de personas fueron internadas en campos de concentración, donde se las sometió a torturas, violaciones y otros crímenes. Las investigaciones posteriores de historiadores y periodistas muestran que los británicos concertaron esfuerzos para destruir y ocultar los registros oficiales de la brutal represión.
Para algunos observadores, el esfuerzo por borrar la historia tuvo consecuencias que se extienden hasta el presente. «No recuerdo haber aprendido nada sobre los males del imperio colonial», dice la doctora Njoki Wamai, profesora asistente de política y relaciones internacionales en la Universidad Internacional Estados Unidos-África. «Muchos de nosotros hemos tenido que educarnos en espacios públicos y, debido al legado de la educación colonial en Kenia, la reina ha sido venerada y tratada como una figura icónica.»
Aun así, memorias desgarradoras del dominio colonial británico se han transmitido de generación en generación. «Cuando te sientas con tus abuelos y te cuentan sus historias, el dolor es casi tangible. Puedes sentirlo», dice Nyambura Maina. «Me niego a priorizar el dolor que otros sienten ahora sobre el dolor por el que pasó nuestra gente», agrega. Kikonde Mwamburi, de 33 años, afirma: «Su muerte no debe usarse para sanear su brutal legado. Me alegra que esta cultura obtusa sea cuestionada por las generaciones más jóvenes».
En lugar de rendir homenaje a la reina, varios kenianos han optado en estos días por honrar el movimiento independentista. Las palabras Mau Mau y el nombre Dedan Kimathi –el líder del levantamiento– fueron tendencia tras conocerse la noticia de la muerte de Isabel. Aun así, el sentimiento público contrasta con las declaraciones de elogios de los líderes del país. «Las elites políticas se beneficiaron del imperio a través del poder político o económico», dice Wamai. Ella cree que el legado británico de violencia se minimiza por razones económicas.
Kenia tiene fuertes lazos económicos y comerciales con Reino Unido y es parte de la Commonwealth, cuya membresía refuerza la capacidad de lobby de los países y brinda oportunidades comerciales y educativas. Pero la relevancia geopolítica de esta asociación ha sido cuestionada en los últimos años y el rey Carlos III no la tendrá fácil a la hora de fortalecer los lazos con los países de la Commonwealth y solidificar el poder blando de Gran Bretaña. A principios de este año, los esfuerzos en ese sentido de la familia real se vieron frustrados en Jamaica, luego de que los líderes políticos y la opinión pública pidieron reparaciones por la esclavitud y una disculpa por los crímenes de lesa humanidad durante la colonia. La reina mantuvo fuertes relaciones con los líderes de los países de la Commonwealth durante su reinado de 70 años, incluidos muchos de los presidentes de Kenia. Pero Carlos III deberá enfrentar las crecientes críticas al imperio británico en las antiguas colonias de todo el mundo.
(Publicado originalmente en The Guardian. Traducción de Brecha.)
Los que no celebran a su majestad
Matt Fitzpatrick
Desde el inicio, el reinado de Isabel II estuvo profundamente conectado con el imperio británico y los procesos de descolonización. A pesar de que fue una monarca constitucional que generalmente seguía lo decidido por su Parlamento, para muchos de los exsúbditos de Reino Unido no es tan sencillo. Algunos historiadores están de acuerdo con ellos, como la profesora de Harvard Maya Jasanoff, especializada en historia británica, que escribió la semana pasada en The New York Times: «Isabel II ayudó a oscurecer una historia sangrienta de descolonización cuya proporción y cuyo legado aún no han sido debidamente reconocidos».
Aquí, en Australia, mientras algunos recuerdan con nostalgia cuando eran niños y ondeaban banderitas durante las visitas reales, otros, como Sandy O’Sullivan, docente de estudios indígenas en la Universidad de Macquarie en Sydney, señalan que Isabel II «no fue una mera espectadora de los efectos de la colonización y el colonialismo». En el Caribe no han faltado las voces que ven a la monarquía británica como un recordatorio de la esclavitud; en marzo, un comité del gobierno de Bahamas instó a la realeza a ofrecer «una disculpa completa y formal por sus crímenes contra la humanidad».
La complicada relación histórica con la monarquía también es prominente en Sudáfrica. Fue allí donde Isabel declaró, en su cumpleaños número 21, su intención de dedicarse a la «familia imperial» de las colonias. Pero también fue a raíz del apartheid que la reina mostró un raro momento de disidencia frente a una de sus primeros ministros, cuando se negó a aceptar en silencio la decisión de Margaret Thatcher de no imponer sanciones económicas al régimen.
La historia colonial de Irak con Reino Unido, que se remonta a la década del 20, fue tema de discusión esta semana en la prensa iraquí. No hace mucho, un millón de iraquíes murió a causa de la guerra que Londres inició junto con Estados Unidos, Australia y otras naciones en 2003. En Malasia, el papel de los británicos en las masacres y los desplazamientos masivos durante la sangrienta «emergencia malaya» (1948-60) también se recuerda con claridad. Todos los intentos de investigar ese conflicto, que transcurrió durante los primeros años del reinado de Isabel II, han sido bloqueados hasta hoy por los gobiernos británicos.
Incluso en la vecina Irlanda, el presidente Michael D. Higgins habló eufemísticamente en estos días de la relación de la reina Isabel con «aquellos con quienes su país ha experimentado una historia compleja y, a menudo, difícil». Pocos olvidan el papel del Ejército británico en Irlanda del Norte, incluida la infame «masacre del domingo sangriento» de 1972, o la declaración de la reina en 2019 en nombre del gobierno de Boris Johnson, cuando rechazó las demandas de justicia de las víctimas de ese episodio.
Podrá decirse que la tortuosa historia del declive del imperio debe verse como algo separado del reinado y la persona de Isabel II. Ciertamente, nada sugiere que la reina fuera particularmente belicosa. Pero, como señaló una vez el revolucionario angloestadounidense Thomas Paine, aunque un monarca sea amable y generoso a nivel personal, sigue siendo un monarca, el jefe del Estado que libra sus guerras y comete sus crímenes, siempre en nombre de la Corona.
(Publicado originalmente en The Conversation. Traducción de Brecha.)