Legislar sin condón - Semanario Brecha

Legislar sin condón

De fiolo a gerente de servicios sexuales

El viejo oficio del cafisho será más fácil que nunca. La aprobación de las modificaciones a la ley de trabajo sexual y al Código Penal que se vienen discutiendo a nivel legislativo redundaría prácticamente en una legalización del proxenetismo. Entre tanto ninguna medida parece orientada a ayudar a salir a las prostitutas de la mal llamada “vida fácil”. El debate europeo sobre la materia completa esta cobertura.

“¿Cómo se vive el trabajo sexual o cómo sobrevivir a él?”, retrucó Karina Núñez cuando en la despedida del segundo encuentro Brecha insinuaba la agenda para una tercera reunión: hablar de la vida de las trabajadoras sexuales, de los aspectos vinculados a los riesgos que genera, a sus estrategias para sobrellevar el persistente estigma social, para enfrentar los vínculos familiares, la explotación económica, el abuso de sus cuerpos. En definitiva, sí, sobrevivir.
Karina inclinó la cabeza, entrecerró los ojos; hizo un gesto como diciendo: ¿entendés lo que te quiero decir? Hasta entonces había hablado de sus inicios a los 12 años, cuando un vecino de 67 años le pidió que se sentara encima suyo a cambio de un yogur, de sus experiencias al norte del Río Negro, área que conoce porque se desplaza por varios puntos ejerciendo el trabajo sexual, pero también militando y haciendo promoción en salud. Karina preside el grupo Visión Nocturna en Río Negro, va a los prostíbulos, a las whisquerías y entrega condones, habla con las mujeres sobre la necesidad de prevenir las enfermedades de trasmisión sexual, sobre los derechos de las trabajadoras. No quiere “que digan que lo hacemos porque nos gusta; si tuviéramos otras opciones haríamos otra cosa”. Sabe de la explotación y de la mercantilización del cuerpo, de la cosificación que se hace de ellas. Sabe de las cicatrices internas, de las golpizas por denunciar una red de trata y del sometimiento a los proxenetas (el único rol prohibido, y sin embargo tan campantes), pero se reivindica trabajadora sexual.
“¿Sabés el logro que significa para nosotras?”, dice cuando interpreta un cuestionamiento por parte de Brecha a la regulación: ¿acaso reconocerse como trabajadora, aportar a la seguridad social, tener derechos y obligaciones como cualquier asalariado no es legitimar esa misma explotación, esa cosificación que rechaza? ¿Acaso los esfuerzos públicos no deberían estar en generar otras salidas? Porque la explotación es mucho más que quedarse con un porcentaje de las remuneraciones de estas mujeres. Podrá haber derecho a licencia vacacional o por enfermedad, pero eso no cambiará la desigual relación de poder que, una vez pasado el cerrojo a la puerta, el pago por sexo genera entre quien compra y quien vende. No cambiará la mercantilización a la que el cuerpo, casi siempre de mujer, queda reducido.
Ella explica su posición: “Pasamos de no ser nada a tener un título, que los mismos que antes te decían ‘puta’ ahora te reconozcan como trabajadora. Es mucho”. No obstante, unos días después, sin contradecirse con lo anterior, se sincera: “Una se agarra del argumento del trabajador sexual porque no tenés otro argumento social para agarrarlo”. Reivindicar el trabajo sexual y reivindicar derechos son la meta a mediano plazo, “a largo plazo es que no existan mujeres alquiladas porque no tienen para comer o por consumismo. Es una forma de sometimiento mercantil. Pero eso ya es utópico”.
Uruguay es uno de los países que consideran la prostitución como un trabajo. Una ley del año 2002 regula la actividad y por estos días está siendo reformulada. La intención legislativa es acercar cada vez más el trabajo sexual a la realidad de cualquier otro trabajador, mismos derechos, mismo tipo de relaciones laborales. ¿Pero en qué otro aspecto, además del cobro por un servicio, esta actividad se parece a otro trabajo?
Cuando las mujeres hablan de él, un mundo se abre delante de quien tenga oídos para escuchar. Presentan allí un espacio complejo y abismal. Dualidad es una buena palabra para definir el mundo en que se sumergen.

LA LEY Y EL (DES)ORDEN. Dos normas vinculadas al trabajo sexual están en vías de modificación. Por un lado, una comisión creada por la ley de humanización de cárceles, que trabajó durante cinco años en la modificación del Código Penal, propuso modificar la figura del proxeneta. El código vigente establece que “toda persona de uno u otro sexo que explote la prostitución de otra, contribuyendo a ello en cualquier forma con ánimo de lucro, aunque haya mediado consentimiento de la víctima”, será penada con entre dos y ocho años de prisión. En la propuesta enviada al Parlamento el delito está reducido a aquellos casos en que no exista el consentimiento. La propuesta, a estudio de la Comisión de Constitución y Códigos de diputados, fue analizada por la bancada bicameral femenina, donde se la cuestionó fuertemente. Según interpretan las parlamentarias, la modificación sustituye el proxenetismo por la “prostitución forzada”, dejando un campo amplio para la explotación, puesto que la demostración de inexistencia de consentimiento es muy difícil en un vínculo tan complejo como el que se teje entre estas partes. La bancada recordó también que, aunque no está ratificada por Uruguay, la Convención para la Represión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena establece que esta última siempre es delito, aun cuando se realice con consentimiento por parte del explotado.
Por otro lado, la Comisión Nacional Honoraria de Protección al Trabajo Sexual –encargada de velar por el cumplimiento de la ley 17.515 sobre la materia, que rige hace 11 años– está trabajando en su modificación. Una de las innovaciones centrales es la introducción del trabajo dependiente en los establecimientos, lo que implica la legalización de un empleador al que se le reconoce el derecho a “percibir un porcentaje” sobre lo que cobra la meretriz. De prosperar la iniciativa, las trabajadoras que ejerzan la actividad en locales (prostíbulos, whisquerías, etcétera) deberán percibir un salario y todos los beneficios de la seguridad social, al igual que cualquier otro trabajador de la República. En esta propuesta de modificación de la ley el proxenetismo quedará configurado sólo ante el cobro de “sumas excesivas” por parte de los dueños.
Hoy el vínculo que las trabajadoras tejen con los dueños de los locales coloca a estos últimos, aunque encubiertos, en evidente situación de proxenetismo. En los prostíbulos se cobra “la llave” de las habitaciones, por un precio que varía según el local. Una de las trabajadoras con las que Brecha conversó paga 600 pesos por día, que debe abonar aunque no tenga clientes en la jornada. En las whisquerías, donde los clientes llegan a tomar copas y a hacer el acuerdo con las trabajadoras para luego trasladarse a otro lado, se impone un mínimo de consumición que debe cumplirse. Pueden ser tres, cuatro o más copas. La situación más irregular se vive en las casas de masaje porque, a pesar de la prohibición, suelen oficiar de prostíbulos y cobran “el pasaje” más caro: 50 por ciento de lo que el cliente paga a la trabajadora, además de un 10 por ciento destinado a quien “volantea” en la calle y otro 10 por ciento para productos de limpieza. Para ellas sólo queda el 30 por ciento del precio impuesto. “Claro que a las mujeres no les sirve, pero muchas de las que están allí son llevadas por proxenetas, porque allí están más vigiladas; ellos no tienen que estar dando vueltas a la manzana”, explicó a Brecha una trabajadora llamada Sandra. En esos casos las “transacciones” son acordadas entre los dueños y los proxenetas, limitando las posibilidades de las mujeres para “negociar”. En otros casos es el dueño del local quien recibe el dinero por parte del cliente.
Las situaciones de abuso que Brecha recogió entre las trabajadoras, y fueron confirmadas desde los órganos encargados del contralor (Policía, msp, mtss) y desde los equipos técnicos que trabajan con ellas, llegan al punto de cobrar multas si una trabajadora no concurre al local, explicó Marina Oviedo, presidenta de la Asociación de Meretrices Públicas (Amepu), y mostró un sms enviado a su celular, donde una mujer denunciaba el “aumento” de la multa de mil a 3 mil pesos en el “boliche” al que concurre. “Si una trabajadora se queja por un cliente también puede recibir una multa, o puede que deba hacer un servicio gratis.” Claro que nadie denuncia los abusos.
Carlos Cabasín, representante del Ministerio de Trabajo ante la comisión, explicó a Brecha que la propuesta pretende formalizar el vínculo laboral de las trabajadoras, en un intento de garantizar sus derechos laborales. “El proxenetismo se da cuando un patrón tiene un trabajador y de su actividad obtiene la ganancia”, pero en esta propuesta “ambas partes deberán negociar y llegar a un acuerdo bajo la modalidad de contrato de trabajo. Buscamos que cada uno sepa de antemano cuánto va a ganar, cosa que no sucede hoy, y si no hay conformidad entonces no hay contrato”, argumentó. La comisión interpreta que este paso es una forma de combate al proxenetismo, porque la negociación les permitirá decir no ante ofrecimientos abusivos.
La garantía de que esto se cumpla estaría dada en la vigilancia que el mtss realizaría a través de su cuerpo inspectivo, que cumpliría las competencias que hasta ahora son propias de la Policía. Este cambio es otro de los puntos que igualarían la actividad a la del resto de los trabajadores.
Sin embargo, la propuesta plantea al menos dos interrogantes. El cumplimiento o no de las normas laborales en el mercado de trabajo tiene estrecha relación con las fuerzas que posean patrones y asalariados. Un alto grado de sindicalización, una fuerte capacidad de presión, una historia de logros sindicales hacen la diferencia en una negociación entre las partes. ¿Qué fortaleza tendrán las prostitutas para definir cuándo se trata de una “suma excesiva”? Tanto Amepu como la Asociación Trans del Uruguay (Atru) son dos sindicatos con fuerzas mínimas. Amepu tiene 300 socias en todo el país, y la propia Oviedo reconoció a Brecha que la actividad es casi nula.
El semanario trasladó esta inquietud al doctor Pablo Guerra, sociólogo, investigador del Instituto de Relaciones Laborales de la Facultad de Derecho, y autor de una de las pocas investigaciones sistemáticas realizadas en torno a las condiciones del trabajo sexual. Para él, si bien “el derecho a sindicalización, a la negociación colectiva, el establecimiento de una serie de legislaciones sociales y laborales a lo largo del último siglo” influyeron en el evidente mejoramiento de las condiciones del trabajo asalariado, a la vez que implicaron aceptar “de alguna manera, que el patrón tiene derecho a un lucro y el trabajador a un ingreso por la venta de su trabajo. Sin embargo, una cosa es reconocer ciertos derechos a una trabajadora sexual, otra cosa sería reconocer el derecho a explotar el trabajo ajeno bajo una figura salarial, por lo que trasladar todo este sistema al trabajo sexual a mi modo de ver no sería adecuado”.
Es que, en definitiva, reconocer “el trabajo” no debería significar aceptar que sea un trabajo como cualquier otro, “sobre todo –enfatizó el académico– si se da en un contexto de pobreza y alta vulnerabilidad, como sucede en la mayoría de los casos”.
Entre las particularidades que deberían llamar la atención destacan los vínculos que se tejen en la actividad, donde “hay relaciones de explotación muy nítidas, basadas además en una cultura de género machista que pone a la mujer en el rol de mero objeto de consumo y deseo al que puedo acceder si tengo dinero. En ciertos contextos sociales eso genera sin duda una relación inequitativa donde la figura femenina es explotada y el varón aparece como explotador”.
Por algo las personas que ejercen el trabajo sexual “hacen todo para organizar el resto de su vida con el propósito de ocultarlo, sobre todo a sus hijos, incluso cambian su forma de vestir y su figura física (por ejemplo, mediante pelucas)”. Karina, por ejemplo, vive en Fray Bentos, pero para trabajar se traslada 90 quilómetros hasta Young. “Me dolería muchísimo que mis hijos me digan que les da vergüenza (mi trabajo)”, explicó. Sus tres hijos menores piensan que es enfermera.
“Y desde el punto de vista de una cierta ética económica deberíamos preguntarnos qué es bueno mercantilizar y qué no. O dicho de otra manera, qué cosas se pueden comprar y vender y cuáles no. Finalmente, la prostitución atenta contra la intimidad corporal de la persona con una radicalidad que no es posible advertir en otras relaciones laborales. De hecho, a un trabajador de un comercio no se lo puede desnudar para ver si se robó algo. Se trata no sólo de una cuestión de derechos, sino fundamentalmente de dignidad”, finalizó el académico.

MI LABERINTO. “No puedo creer que no usen esas piernas para correr”, le soltó un día un psiquiatra a Sandra, que a los 8 años fue explotada sexualmente por primera vez, obligada por su madre. La mandó con dos vecinos, uno de ellos panadero que siempre repartía bizcochos a los niños del barrio. Sandra no pudo correr a los 8, y tampoco a los 14, cuando su madre la mandó “a pararse” por vez primera en la esquina de bulevar y Gallinal, ni cuando a los veintipico, ahora en sociedad con “un novio” que le había prometido sería “la señora”, pero se convirtió en su proxeneta, fue enviada a Italia, a integrarse a una red de trata internacional. El día que saltó por una ventana y huyó de un prostíbulo queriendo escapar de la inflamación genital, producto de las incesantes relaciones, corrió a lo de su madre. “Sentí miedo de escaparme”, dice. Dos días después estaba de vuelta en el trabajo. No fue hasta los 43 años que Sandra pudo empezar a desprenderse de aquel vínculo. Fue al morir su madre, y cuando la vida ya le había deparado varias golpizas, cuchilladas, encierros y humillaciones.
Al contrario que el psiquiatra, lo que para Sandra “no se puede creer” es que nadie cuestione qué hay detrás de ese “consentimiento mutuo” entre cliente y trabajadora con que suele justificarse la actividad. Ella tiene su respuesta: “Si te dicen que tenés que hacer tanta plata en la calle en una noche porque si no te rompen los huesos, y vos sabés que te los rompen, vas a dar el consentimiento a todo cliente que te pague para llegar a esa plata”, dice por experiencia, aunque sabe que los laberintos de la permanencia son mucho más complejos.
En Uruguay no existe una bibliografía muy abundante sobre el mundo del trabajo sexual. Se trabaja a tientas, incluso para legislar. La Comisión Nacional Honoraria de Protección al Trabajo Sexual no tiene datos actualizados de cuántas trabajadoras ejercen, ni cuántas de ellas están habilitadas para hacerlo. Tampoco de cuántos establecimientos (prostíbulos, casas de masajes, whisquerías) existen, ni cuántos de ellos están en regla. El Ministerio de Salud Pública realizó un estudio para conocer algunos indicadores de salud, que sirven ahora para elaborar guías de actuación. Pero la desactualización es tal que desde la propia comisión reconocieron que los servicios encargados de otorgar la habilitación sanitaria no están debidamente capacitados. En el hospital Maciel, donde se atienden las trabajadoras de Montevideo, hay una psicóloga y tres dermatólogos, una reminiscencia de los ochenta, cuando se comenzó a detectar el vih por alteraciones en la piel. No hay ginecólogos. Tampoco médicos formados para atender a la población trans, parte importante de quienes ejercen la actividad, y que, aunque con identidad de género femenina, tienen una genitalidad masculina. O médicos que atiendan aspectos tan ligados a la actividad: las trabajadoras se moldean el cuerpo, se implantan prótesis, se inyectan hormonas para mejorar su figura, y en algunos casos los resultados son muy perjudiciales para su salud.
Mucho menos existe –al menos en ámbitos estatales– información certera sobre los motivos que llevan a las personas a ingresar a la actividad, ni en qué condiciones se desarrolla, o sobre los vínculos “laborales” que se tejen por fuera de toda reglamentación entre proxenetas y dueños de establecimientos, acerca de los motivos para permanecer en la prostitución o los caminos para salir. Tampoco sobre las consecuencias de ejercer esa actividad.
“Mi padrastro era presidente del Partido Comunista en Fray Bentos y mi madre era trabajadora sexual, también lo era mi abuela. Yo tuve la suerte de evitar que mi hija lo fuera. Mi padre hizo un cambio grande: se casó con una prostituta y se hizo cargo de ella. Aceptó adoptarme, me crió. La primera forma de amor paterno la viví con él. En mi destino jugó el hecho de que mi padre cayera preso. Si no fuera por eso no sería trabajadora sexual. Teníamos lo mínimo, lo básico, no pasábamos hambre. Pero después de una semana de comer avena con agua y pan rallado, si bien tiene nutrientes… En donde yo vivía en cada esquina había olor a milanesa. Era yo la que saltaba por el muro en busca del vecino –dice recordando sus inicios a los 12 años–. No tuve conciencia de lo que significaba. Me llevó mucho tiempo de terapia para asimilarlo. Lo entendía como supervivencia, no como un abuso. Pero cuando te das cuenta de lo que has vivido te querés matar.” Así es la historia de Karina.
Sandra Perroni trabaja hoy en el servicio para víctimas de trata del Mides, pero tiene larga experiencia en el área. Dice que en el inicio de la carrera se vertebran dos ejes: los factores estructurales (provienen de familias pobres en su mayoría, con escaso nivel educativo, por ejemplo), y los factores individuales: la violencia intrafamiliar, el abuso sexual a temprana edad, los antecedentes familiares (madres, abuelas, tías trabajadoras sexuales).
En Casa Abierta, un servicio de la Congregación de Hermanas Oblatas que ofrece asesoramiento jurídico, psicológico y social a las trabajadoras, las impresiones son abrumadoras: en tres años de trabajo “constatamos que un 90 por ciento de las mujeres que vemos han sido víctimas de abuso sexual a temprana edad”.

DOBLES Y TRIPLES VIDAS. Un aspecto en que los entrevistados coinciden es en expresar su contradicción: es necesario reconocer el trabajo sexual, aun sabiendo que mientras más se legitime como actividad laboral, más invisibilizada quedará su fase de explotación, y junto con ella los rastros del camino duro que la mayoría emprende para sobrevivir a ello. De alguna forma, el recorrido que las trabajadoras sexuales hacen se asemeja al de las víctimas de violencia doméstica: un laberinto lleno de claroscuros que dificultan encontrar una salida, que las hace reconocerse en un espiral de violencia al mismo tiempo que niegan sentirse mal, una profesión que reivindican, a la vez que la ocultan y se la quieren evitar a sus hijos.
“No es fácil dejar, es como con las adicciones. Hay un proceso de enamoramiento en el trabajo sexual. A los 18 años, en una noche podés hacer 8 mil pesos, y si antes no tenías ni para un pan duro eso se vuelve adictivo”, opinó Karina. Además, en el vínculo con el proxeneta, el explotador impune, también hay complejidades: muchas veces es la pareja, o un pariente, o el padre de sus hijos. “Y te quieren, o te hacen sentir que te quieren, que te eligen.” En cuanto a ese juego de doble significado, Sandra habla de los regalos, la ropa, por ejemplo, que a su vez son “una inversión, porque vos sos la vitrina del negocio” que deben vender.
Una de las observaciones que hizo Andrea Tuana, desde El Faro, es que cuando una mujer es elegida por un cliente entre todas sus compañeras eso tiene un valor importante para ellas, porque la autoestima también juega. En medio de esas dicotomías, la depresión, los intentos de suicidio y el trastorno de estrés postraumático conviven con las mujeres, sin embargo, es muy raro que se asuman como “explotadas”. De alguna manera –comentó Guerra– el discurso legitimador del “trabajo atípico” también las protege de enfrentarse a esa idea. Después de más de 20 años de haber sido víctima de trata en Europa, Sandra reconoce que recién asumió lo que le pasaba cuando regresó al país y la cancillería la derivó al servicio de trata del Mides: “Hasta ese entonces pensaba que había tenido mala suerte, que había tenido una mala madre”, confiesa.
Para sobrellevar ese cóctel las mujeres elaboran estrategias. Así como Karina sale de su ciudad a trabajar y se personifica como enfermera delante de sus hijos más pequeños, otras muchas mantienen múltiples identidades en sus ámbitos de trabajo. “En el acto sexual o atendiendo al cliente dicen que están pensando en otra cosa. La disociación opera sistemáticamente entre las personas que se prostituyen. Lo vemos incluso en personas que hace poco empezaron a ejercer. Sistemáticamente lo relatan. Explican que es la manera que tienen de sostener esa situación que para ellas mismas a veces es inexplicable. Y cuando quieren establecer otra relación con otras personas también tienen mucha dificultad para sentir. Son muy renuentes al contacto físico”, señaló Olga Sienra, psicóloga de Casa Abierta. Y esto es notorio cuando quieren brindar su agradecimiento al equipo: “Nunca nos abrazan, no les gusta, les cuesta; pero sí nos traen regalos”. Las observaciones que plantea luego de tres años de trabajo con las mujeres se corresponden con los resultados de varios estudios internacionales (véase recuadro). “La prostitución no necesita sólo reglamentación, necesita de política social. En este país hoy no hay ninguna política para dirigir a estas personas hacia otra actividad. Estamos reglamentando la prostitución antes de pensar en políticas sociales que protejan al sujeto de mayor vulnerabilidad. Me quedo pensando si no termina beneficiando al patrón, en la medida que la eventual regulación que asimila la prostitución a cualquier otro trabajo termina por legitimar el negocio de la explotación sexual. Ya no hablaremos de proxeneta sino de gerente de trabajo sexual. Es una forma también de legitimar un rol muy cuestionable. Y casos muy notorios quedarían más legitimados socialmente a partir de una norma de este tipo”, concluyó por su parte Pablo Guerra.”

Descorporalización
La incidencia del trastorno de disociación entre personas que ejercen la prostitución ha sido estudiada en varias investigaciones clínicas internacionales. En el trabajo “Dissociation Among Women in Prostitution”, de Colin A Ross, Melissa Farley y Harvey L Swartz (en el libro Prostitution, Trafficking and Traumatic Stress), se resumen los resultados de varios estudios en Canadá, Estados Unidos y Turquía basados en una muestra de personas que ejercen la prostitución o el striptease. En este trabajo diversos diagnósticos de trastornos disociativos revelaban amnesia disociativa (incapacidad de recuperar recuerdos o de crear nuevos recuerdos a largo plazo), personalidad múltiple o trastorno de despersonalización (donde uno de los síntomas es experimentar una desconexión subjetiva respecto al propio cuerpo y el entorno).
En su tesis de doctorado (“La descorporalización en la práctica prostitucional: un obstáculo mayor al acceso a la salud”) la doctora francesa Judith Trinquart explica cómo el proceso de disociación de personas que ejercen la prostitución lleva a “una negligencia extrema con respecto al cuerpo” de las mismas. Según Trinquart, esta descorporalización, el hecho de disociar el cuerpo del yo, explica por qué en Francia estas personas no recurren a la atención médica a pesar de que pueden acceder a ella.
Los resultados del estudio más importante que se ha hecho en el mundo sobre la salud psíquica de personas en prostitución muestran que 68 por ciento de ellas presentan síntomas de trastorno de estrés postraumático, un diagnóstico que es común entre veteranos de guerra. Se basó en trabajos llevados a cabo en nueve países con características muy diferentes entre sí (Estados unidos, Colombia, Sudáfrica, Alemania, México, Turquía, Tailandia, Zambia y Canadá) pero donde los resultados no variaban de manera notoria. En Canadá 74 por ciento de las personas presentaban síntomas de estrés postraumático y 84 por ciento habían sido abusadas sexualmente en la infancia; en Colombia 67 por ciento habían sido abusadas sexualmente de niños y 86 por ciento mostraban síntomas de estrés postraumático.

Condiciones de trabajo en la prostitución uruguaya 
¿Mujeres de vida fácil? Las condiciones de trabajo de la prostitución en Uruguay se publicó en 2006 y es la investigación más importante que se ha hecho sobre el tema en el país. El sociólogo Pablo Guerra basó su estudio en 130 entrevistas sistematizadas con personas que ejercen la prostitución en todo el territorio nacional. La conclusión más importante del estudio es que el ejercicio de la prostitución está asociado al desarrollo de situaciones de “vulnerabilidad social” .
El estudio destaca una serie de factores importantes que entran en juego para empujar a las personas a ejercer la prostitución. Por ejemplo:
• Tener una infancia con severas carencias afectivas y materiales. Casi 70 por ciento de las personas entrevistadas habían tenido una infancia problemática o muy problemática. Casi 14 por ciento de ellas habían sufrido abusos sexuales o físicos cuando niños.
• Asunción de roles maternos prematuros sin apoyo.
• Necesidad de recursos económicos inmediatos luego de procesos de separación.
• Presencia de personas que alientan a la prostitución.
• Ausencia de calificaciones y competencias laborales.
Más del 65 por ciento de las entrevistadas empezaron a ejercer antes de los 20 años. La encuesta también concluye que “la mayoría de ellas tienen que recurrir o han recurrido al alcohol en el momento de desarrollar su trabajo, o luego”.
El estudio concluye que, al considerar las historias personales, es difícil hablar de la existencia de una verdadera “opción libre” al debutar en el ejercicio de la prostitución: “Queda claro que la prostitución no es un trabajo como cualquier otro. Queda claro además que detrás de muchos de estos cuerpos ofrecidos en el mercado del sexo existen historias complejas y muy duras”.

Artículos relacionados