Estaba allí para comprar libros, es cierto. Pero también para experimentar algo diferente, de acuerdo a lo que interpretó en una fotografía y en una voz. Algo así como vivir el capítulo de su propia novela.
Primero encontró, como otras veces en Internet, un lote de libros que prometían; a un precio unitario accesible. Luego supo la dirección para hacer el retiro: barrio conocido, seguro, residencial.
No siempre son confiables las compras por la web. No obstante, el vendedor le dio su número de teléfono, así que por Whatsapp pudo llegar a su foto. En ella mostraba sus dos pulgares en alto, su torso desnudo, en su pectoral derecho un tatuaje con un rostro esfumándose, y en el izquierdo, toscamente adherido, el nombre Fiorella. Detrás de él, una pared de gris desvaído, una camiseta de fútbol, un mural inclinado con algún mensaje de la Biblia. Bien proporcionada la imagen pero mal encuadrada, el rostro del vendedor tomaba protagonismo: su gorro con visera hacia atrás, una caravana, una sonrisa trunca de joven humilde y –por sus ojos– sufrido; para muchos, alguien de quien seguro apartarse.
Había acordado pasar a ver los libros un martes, y ese día le escribió. Veloz, le respondió por mensaje de audio que no estaba, que se había ido al Paso de la Arena, a la playa, y que no volvería hasta la noche. Su forma de hablar, los gritos de otros detrás de su voz, reafirmaron la interpretación que había hecho de su imagen.
No se volvió a comunicar, acaso por cierto temor. Pero a la semana siguiente el vendedor se contactó y el cliente finalmente quedó en pasar. Era un bello barrio junto al mar, que con los años se fue tornando más caro, lleno de modernas casas construidas sobre viejas moradas más modestas, una zona imposible para su bolsillo de pescador de libros usados. Sin candidez, imaginó un terreno baldío y una casa de bloques levantada con impericia sobre la tierra desnuda, una mujer, algunas palabras a pincel sobre un cartel, basura, en el aire el odio de los vecinos.
Media cuadra antes ya había divisado el lugar: si bien el frente era un muro discreto y un portón de chapa con el número de puerta pintado, lo que vio dentro siguió el hilo de sus prejuicios.
Los perros ladraban, los vio desde el portón entornado. Se acercó un niño y el visitante le dijo que venía por los libros de su papá. Al rato vino una mujer joven, acaso menor que él, que lo hizo pasar a la vivienda que estaba al fondo del terreno. Había más perros de los posibles, sueltos, debatiéndose entre desechos sobre la tierra estéril, cuarteada por la lluvia y las pisadas –nunca hay pasto en estas postales–. A lo lejos divisó uno de raza pitbull, y cayó sobre el hombre el recuerdo de otra mujer en la sucia televisión, exigiendo que el Estado se hiciera cargo del suyo (“¿Quieren que me mastique a otro gurí?”, había dicho). Llegando a la casa, bajo un improvisado cobertizo, había varias motos descuidadas cuyos manillares fue necesario esquivar; detrás de éstas, una niña recostada sobre el piso mugriento, unos ojos verdes que lo miran.
—En esas valijas están los libros –le dijo la mujer, señalándolas–. Son muy pesadas.
Había en su gesto algo de vergüenza ante la repentina presencia. Entonces el hombre entendió que debía ser él quien tomara las maletas pesadas como muertos y las arrastrara hasta el interior de la vivienda.
—Usted busque tranquilo, cualquier cosa me dice –agregó la mujer antes de retirarse.
El espacio es escueto. El piso de cerámica está muy sucio, hay una garrafa chica contra la pared, grasienta, no quiere mirar más. La niña entra y se han sumado dos hermanos a ver lo que hace el señor. Todos sonríen, los niños sonríen siempre, de cualquier forma. Entonces busca el cierre de la primera valija llena de tierra, lo desliza con suavidad, las mitades se abren con alivio, los hermanos contemplan la inmensidad que se ofrece como una flor. Comienza a buscar qué puede interesarle en todo ello, deseando terminar con el asunto, temiendo la llegada del hombre de la fotografía y la voz, hallándolo en la ridícula indefensión de estar en cuclillas, revolviendo libros, sintiendo la invasión de su territorio y el de su mujer. Ansía encontrar algún ejemplar para niños, algo que pueda tomar como excusa para el diálogo: ¿saben leer?, ¿en qué clase están?, miren lo que hay acá, en estas páginas se ven otros mundos, estaban en las valijas que sus padres tienen hace tiempo tiradas sobre la tierra.
Fue entonces que pensó en la ironía y en cierto determinismo, en tantos universos ocultos en esos pesados receptáculos, creados –literalmente– para viajar, ahí, al alcance de la mano, pero totalmente inaccesibles cuando no ha sido posible la herramienta, cuando la estrechez no sólo llega a la casa, sino que cala mucho más hondo. Pensaba en la difícil salvación de esa niña de ojos verdes sobre el barro, y en la de sus hermanos, castigados al padecer continuo. Imaginaba a sus maestras luchando para sacarlos adelante, acaso sin sospechar a cabalidad con qué hogar se encontraban a su regreso.
—¿Todos esos libros va a llevar, señor? –le pregunta con picardía uno de los varones, mientras el visitante razona que cuantos más elija, más podrá ayudarlos, aunque entiende que el problema va mucho más allá del dinero.
—No molesten al señor, vayan para la pieza –les dice la madre desde otro lugar de la casa, apenas levantando la voz.
Entonces se queda solo, deseando terminar, deseando no haber venido, mientras suma en una torre a Faulkner, Duras, Hammet, Stevenson, Espínola, Verne, Bioy Casares, la mentalidad de la burguesía, el sargento poeta. Sus manos están sucias, sus falanges siguen la frenética búsqueda, los niños espían.
Abre la segunda valija. La ojea lo más rápido que puede; sólo le interesa un libro. La mujer regresa y llama con desgano a su pareja para acordar el precio; se impacienta, termina cediendo el teléfono para que arreglen entre ellos. El vendedor que prometió estar habla con un dejo inseguro, da una cifra pensando que el otro podría especular un precio menor, pero el acuerdo se cierra de inmediato. Finalmente el visitante le deja algo más de dinero porque no tiene la cifra exacta, y toma otro libro, una vieja y harapienta edición de la carta del pobre Kafka a su padre.
—Lo acompaño hasta el portón.
Le entregó un libro a cada uno de los niños, a quienes vio sonreír de nuevo. Se despidió de los varones con un chau, de la niña que no miró a los ojos; esquivó las motos, los perros, el esqueleto de algún juguete. Al escabullirse por el portón dijo adiós a la mujer, que agradeció la compra; fue entonces que la miró de cuerpo entero por primera vez, y vio que un nuevo hijo ganaba lugar en su vientre.
Caminó por la calle con sus flamantes libros, rumbo a la parada del ómnibus, triste.