En un portal web de noticias uruguayo se publica una nota sobre el asesinato y el abuso sexual de una niña. La expresión citada en el título de este texto es el comentario de un usuario de la web que escribe, debajo, qué desea hacer con el infanticida. En comparación con otros comentarios sobre la misma nota, el nivel de violencia que esta frase contiene es, digamos, “medio”. El artículo, por sí solo, describe una situación terrible, pero su existencia está legitimada por su función periodística. Ahora, si a la lectura de la nota le sumamos los comentarios, la violencia se recrudece y multiplica sus significados. Artículo y comentarios parecen dos cosas separadas, pero no lo son del todo: sin la nota, los comentarios no tendrían sentido, y el contenido de la nota se modifica –se resignifica– a partir de esas frases que la acompañan.
¿Por qué y para qué existen estos espacios de comentarios? Se denominan “comunidades virtuales” y los hay de muchos tipos: de estudio, de trabajo, etcétera. En el caso de los usuarios de las webs de prensa, se trata de “comunidades de lectores”. Una razón clara de su existencia es económica, gracias al tráfico que generan para las páginas. Pero, al rastrear información, aparecen otros objetivos: colaborar entre usuarios, dar lugar a voces que no acceden a los medios, funcionar como espacios de diversidad e integración, posibilitar acciones de organización social. Es posible, entonces, pensar en estas comunidades como herramientas políticas (en un sentido amplio, no necesariamente partidario), creadoras de discursos que pueden modificar las subjetividades de quienes participan.
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En los noventa, el abogado estadounidense Mike Godwin decía, sobre la conducta de los usuarios en estas comunidades, que si una conversación en las redes es lo suficientemente larga, es muy probable que aparezca en ella una mención a Hitler o a los nazis. Algunas décadas más tarde, en Uruguay, esto parece seguir sucediendo; quizás el “nazi”, a secas, ha sido sustituido por referencias a las “feminazis”. Estas son insultadas, señaladas como culpables de varios conflictos sociales; los usuarios proponen diversos escenarios de violencia que deberían sufrir. En la misma línea, abundan las expresiones sobre las personas Lgtbi+. Los insultos preferidos de los usuarios para agredirse unos a otros, o para referirse a alguien de la esfera pública, tienen que ver con llamar a los demás homosexuales o describirlos realizando prácticas homoeróticas. Otro grupo extremadamente violentado son los pobres, señalados, en general, con la palabra “pichis”. En este grupo entran también los criminales; así, suele asumirse que quienes cometen un delito son “pichis”.
Al leer, resulta fácil imaginar un montón de gente gritando, con la cara roja y las venas saliéndose. Este accionar –definido como shitstorm por el filósofo coreano Byung‑Chul Han– se funda en, entre otras cosas, el anonimato (por eso los intercambios suelen suavizarse cuando se comenta en plataformas en que la persona puede identificarse o que exigen al usuario comprobar su identidad para participar). Específicamente, en los comentarios sobre las notas de infanticidio y abuso sexual, lo más parecido a un diálogo (en el sentido de intercambio, reconocimiento y respuesta a lo que alguien dijo antes) se da con base en algunos temas recurrentes. Uno de ellos es el castigo e implica la discusión acerca del mejor modo de hacer sufrir a los victimarios. Se trata de descripciones de tortura. Algunos proponen el encierro de por vida sin la posibilidad de ver a otros seres humanos, el trabajo forzado y vejaciones variopintas, que, en muchos casos, detallan minuciosamente. La otra opción que suele aparecer es la pena de muerte. Otro tema de discusión favorito es la culpabilidad: hay que decidir quiénes son los causantes de la situación. En casos de abuso e infanticidio se acuerda, mayoritariamente, en que el culpable es el perpetrador, pero casi siempre aparece la idea de que otras personas también deben ser responsabilizadas, incluidas, por supuesto, las “feminazis”. Estos intercambios (en los que casi todos están de acuerdo) se dan con insultos y burlas entre los participantes.
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El concepto de shitstorm ayuda a caracterizar estas interacciones como una especie de movimiento que escapa del control: “Que atenta contra la organización del poder, poniendo ruido donde antes había comunicación, entendiendo la comunicación como la palabra domesticada por las estructuras de poder”.1 Desde ese punto de vista, resulta casi atractivo, puede hacernos pensar en las definiciones gramscianas de cultura popular, la toma de los medios de producción y la fisura de los discursos hegemónicos. Pero si volvemos a describir con paciencia lo que, de hecho, sucede en esos espacios, ¿realmente podemos tomarlos como demostraciones de disidencia? Aun cuando los usuarios consideran (exacerbadamente) que se están oponiendo unos a otros, lo que emerge es un discurso homogéneo de discriminación y segregación contra los mismos grupos vulnerados de siempre: las personas Lgtbi+, los pobres (con la subcategoría “los criminales”) y las mujeres (bajo el sublema de “feminazis”). En algunos casos aparecen también los inmigrantes; cuando las noticias así lo habilitan, el racismo entra por la puerta grande. Quizá el único grupo realmente poderoso continuamente apaleado es el de “los políticos”. Sin importar su partido, todos son denostados (en general, se los describe como homosexuales y realizando prácticas homoeróticas).
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Frente al ideal de que ciertas comunidades virtuales pueden dar voz a grupos invisibilizados a favor de la diversidad, la democracia, la integración y los derechos, la realidad nos presenta, en la enorme mayoría de los casos, una apología de la violencia. La supuesta acción democratizadora conlleva la anulación de las diferencias entre las voces y termina en una homogeneización que, al no pasar por ninguna selección editorial, hace que la supuesta pluralidad pierda toda potencia. ¿De dónde proceden esas voces? ¿Qué deberíamos saber sobre ellas para poder contextualizarlas y pensarlas, más allá de tener sus nombres y, en el mejor de los casos, una foto de perfil?
Tal vez sea necesario dejar de pensar que las notas y los comentarios son mundos aparte y hacernos cargo de que necesitamos desarmar la violencia sustantiva que se ha apoderado de estos espacios, fomentando otro tipo de intercambio. Una opción, que eligen algunos medios, es cortar por lo sano y no permitir comentarios, aunque esto es muy difícil cuando se publica en redes sociales. Por otro lado, incluso los medios que siempre permiten comentarios anulan esa posibilidad cuando se trata de algún tema delicado –como pasó en estos días con el fallecimiento de María Auxiliadora Delgado–. Tal vez sea cuestión de ampliar el criterio para decidir cuáles son los temas que resultan “delicados”. Al mismo tiempo, eliminar los comentarios es también anular todas las posibilidades que podrían tener estos espacios y negarnos a explorar una herramienta que nos explota en la cara. ¿Cómo abordamos estas nuevas posibilidades para que no estén, siempre, al servicio del poder?
Hay una tríada que suele considerarse imprescindible para las comunidades virtuales: las guías de uso, los protocolos (en casos de incumplimiento) y los moderadores. Las guías de uso son sencillas y breves. Definen el objetivo de la comunidad y marcan pautas de convivencia básicas del estilo de “no insultar”, “no hacer declaraciones discriminatorias”, etcétera. También incluyen pautas más técnicas, del estilo de “no publicar publicidad ni cadenas”. Las sanciones van desde suspensiones temporarias hasta la expulsión definitiva. Por último, los moderadores pueden simplemente controlar que se cumplan las guías y llevar a cabo los protocolos en casos de infracción (a veces sin dar explicaciones ni entablar diálogo). Otras opciones proponen roles más activos, que no se limitan al control, sino que implican intervenir en las conversaciones aportando puntos de vista y datos, respondiendo dudas, etcétera.
La tecnología cambia las relaciones de producción y las relaciones sociales. Actualmente somos testigos de una ola de discursos de ultraderecha que se concreta en su acceso al poder. Estas comunidades virtuales apoyan y fomentan tales discursos: ignorar esto es, por lo menos, ingenuo. Pero tampoco es que estemos atados de manos y sólo nos quede resignarnos; existen herramientas para intervenir esos espacios y resignificarlos. La urgencia de explorarlas está a la vista.
1. Vázquez, M. (24 de abril, 2017). El espectro de la verdad en las redes sociales. Contexto. https://www.diariocontexto.com.ar/2017/04/24/el-espectro-de-la-verdad-en-las-redes-sociales/