Viglietti dijo 8 de octubre y, se sabe, es 1993. Entonces puedo imaginarme ese mediodía antes de su canción más conocida que, con las bordonas relucientes y Rada en la percusión, comenzaba a sonar. Mi padre sumaba dos años a su medio siglo, era entonces su cumpleaños, yo había llegado de la escuela, después de robar del caserón de la esquina algunas glicinas de las infinitas en idéntico esplendor de primavera. Eran las flores que a él más le gustaban, y probablemente también mis preferidas.
Pero Daniel Viglietti no estaba en mi casa, que poco importa, estaba en una Montevideo que se escondía bastante lejos, en un estudio de televisión, saliendo para todo el país o para las personas que en ese horario pudieran verlo. Ni siquiera sería sintonizado en mi pantalla, más habituada a canales argentinos captados por aire, antes –incluso– de la llegada del cable.
Hablo del programa De igual a igual, en una emisión que llama la atención pues, además del músico ya referido, incluía a Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Ruben Rada y al argentino León Gieco, llegado para la ocasión; una mixtura que cobra peso con el tiempo. El documento acaba de ser subido a Youtube por un generoso usuario, a 25 años de su trasmisión original, en un blanco y negro que marca cierto distanciamiento, a la par de agregar nuevos matices tras la reciente muerte de Omar Gutiérrez, su conductor. Muchas cosas se parecen a las de siempre, a las de no hace tanto, a las triviales, pero hay algo que nos mantiene atentos, nos interpela por diferentes flancos.
LA TEVÉ. Desde siempre la televisión tuvo sus detractores. Basta pensar en el Leopoldo Marechal de El banquete de Severo Arcángelo, burlándose de los programas de preguntas y respuestas, recién iniciada la década del 60; una docena de años después, la formidable “Guitarra negra”, de Zitarrosa, definiéndola como “ese mundo a los pies, violento, imbécil, abrumador, esa novela canallesca escrita por un loco”. Pero sería erróneo hablar de una única televisión, teniendo en cuenta que hubo una antes del cable y, por supuesto, otra después de Internet.
Hasta que el medio lo desplazó, Omar Gutiérrez fue parte de una pantalla chica en mutación, más teniendo en cuenta su particular estilo. Para muchos, la suya fue una propuesta demasiado variopinta, aunque quizás su criterio radicara precisamente en eso: darle lugar a todo, sin jerarquizaciones aparentes. No parece ser el mejor camino, pero al menos permitía tener una mirada de conjunto, más asociada a la vieja televisión abierta, a partir de la cual uno podía elegir lo que calzara más con sus gustos y exigencias. Sin dudas no es el criterio de la versión actual, más preocupada por la llana evasión a partir de ese imperativo que exige mantenernos entretenidos, hasta en las escenas de violencia. No es casualidad que haya perdido algunos receptores: “Yo me cansé de que la televisión no me hable, nunca se dirige a mí, entonces, si no me tiene en cuenta, ¿por qué yo debería hacerlo?”, comentó el escritor Carlos María Domínguez a Del Sol FM el pasado lunes.
El programa de 1993, se sabe, es previo a la consolidación de Internet, incluso al desarrollo de la televisión para abonados; es una trasmisión en vivo en una época cuando ese término denotaba la más absoluta fugacidad. Su ritmo es lento y la improvisación es genuina, no una falsa pose de ser espontáneo con todo prolijamente estructurado. Gutiérrez anima a Rada a tocar los instrumentos de percusión que acaba de prestarles el Palacio de la Música, entonces Gieco termina usando la guitarra de Viglietti, desnudando la sencillez armónica de “La cultura es la sonrisa”, tirándole de las orejas al conductor por su excesiva improvisación. Luego sorprende la postura clásica en la ejecución de Viglietti, la conjunción entre las cuerdas de “El Chueco Maciel” y las tumbadoras de Rada, por entonces radicado en México.
Quien no estuviera en ese momento junto al aparato seguramente se lo perdiera; la noticia llegaría desde referencias, o desde recortes posteriores, nunca desde la fuente misma. Claro que existía la videograbadora, pero ese documento quedaba entre unos pocos, adherido a un soporte tecnológico cuyos días estaban contados. Hasta que Internet permitió la trampa, logró que casi todo esté a la mano y a un clic, en una plataforma administrada en buena medida por sus propios usuarios, un caos exquisito y tóxico donde todos los tiempos convergen.
Los referentes. ¿Existen hoy referentes de la cultura –no sólo asociados a la izquierda– que tengan el peso popular que un Benedetti, un Galeano o un Viglietti tenían a principios de los noventa? De existir, ¿tendrían ese espacio en la televisión actual? Eran tiempos de La borra del café que, a menos de un año de editado, llevaba 16 ediciones en cuatro países, pero también era reciente la publicación de El libro de los abrazos, textos con los cuales uno solía iniciarse en las primeras lecturas adolescentes, para montar en cólera años después, en nombre del elegante parricidio.
¿Cuánto daría la izquierda actual por recuperar la chispa que nacía de la sola presencia de estos creadores, un repentino fuego que tenía la comodidad de estar al margen de las decisiones, ubicando al enemigo fuera, por entonces en el gobierno de Luis Alberto Lacalle? Hablando de la arrogancia del porteño instalada también en algunos uruguayos, Benedetti piensa en el ministro de Educación y Cultura e ironiza: “Hay algunos en el gobierno… Conste que no me estoy refiriendo al ministro Mercader”. El ejercicio de futurología es tentador, pero quedará a criterio de cada lector.
Benedetti se ríe como un niño encendido. Cuenta su dificultad para hacerse del tiempo para la creación: “A muerte me tengo que buscar mis espacios para poder escribir mis cosas”. Al mismo tiempo, insiste en la fidelidad con uno mismo: “Uno escribe lo que le sale, ni pensar en los gustos del público, ni menos en los gustos o disgustos de la crítica, ni en los plazos”. La obra debe descansar, para leerla como si se tratase de un texto ajeno y, si es necesario, hacer recortes: “Edición corregida y disminuida”, bromea Galeano; “La mejor corrección es la supresión”, arremete el autor de La tregua.
Gutiérrez no repregunta. Gieco dice que jamás olvidará ese día, y los aplausos estallan a destiempo. Un momento aparte nace del cruce de la literatura, el éxito, los concursos, el recuerdo de la creación en las primeras etapas de la vida. “Yo odio ser jurado: te ama uno y te odian todos los demás”, dice Galeano, y agrega: “Cuando a uno le va bien a los otros les da un ataque al hígado”. Benedetti ríe, pero su risa se apaga ante la seriedad del siguiente planteo, en el que Galeano parece estar hablando de sí mismo: “Mario ha cometido en este país un pecado imperdonable, que es el pecado del éxito, le ha ido estupendamente bien aquí y afuera, entonces no se lo perdonan”.
Va finalizando el video cuyo modelo se dispersó hace 25 años, con un lejano aroma a glicinas. El rescate mediante Internet termina sugiriendo que hay ciertos relatos que se cierran con algunas muertes, y que es natural y saludable que así suceda. No obstante, queda una sensación desnuda, la certeza de que hay ciertos espacios que parecen haber quedado vacíos. El tiempo irá tramando la respuesta.