Un grupo de chilenas investiga con su cuerpo y su voz durante todo un año con la intención de difundir ideas feministas. Sus integrantes construyen un yo colectivo, se preparan, ensayan. En pleno proceso, su entorno se transforma en un contexto de extrema represión y se dan cuenta de que, en un Chile así, parece inconcebible que una acción tan sencilla como una intervención artística logre incidir en algo. Pero sueñan porque tienen cultura, y aunque son pobres saben que todavía les queda el cuerpo para ponerlo, para arriesgarlo. Hacen la performance y la filman. Sueltan el control, dejan que la gente suba los registros en el formato que les plazca desde sus celulares, total, lo que más importa es el presente: la vida juntas, aquí, ahora. El efecto es liberador. Los videos se vuelven virales en un montón de países: llegan a las casas, a las mesas, a las camas, a las calles, a los parlamentos. Miles de personas sienten la necesidad de juntarse y replicar esa poesía, ese movimiento, pero adaptándolo a sus contextos y formas de decir. La canción se vuelve un himno internacional, una forma de lenguaje que tiende enormes puentes. Además de cuestionar, desde la práctica, la idea de autoría individual, sirve como disparador emotivo y racional para que diferentes comunidades se horroricen o se emocionen, se impresionen y discutan en varios idiomas. Su contenido contagioso, corrosivo hace que las instituciones queden en evidencia. Y todo por una canción y una danza colectivas que no tuvieron ni gestores, ni productores, ni financiación estatal o privada.
¿Qué es, exactamente, el arte “profesional”? Si definimos que uno de sus elementos es la masividad y universalidad, esta performance viene a demostrar que la variable “calidad” no es la única que puede lograr ese título. Su acción artística no cumple con los estándares del mercado en ningún sentido, ni en el registro de sonido o de imagen, ni en el vestuario, ni en la exactitud coordinada de los cuerpos, ni en la sutileza de los versos. Nada de eso explica su fuerza: aquí ha sucedido otra cosa. Algo que trascendió todos los soportes y formatos para plantarse como comunicación pura. ¿Qué tipo de profesionalismo, entonces, debería plantearse como objetivo una política cultural de izquierda?
Para la consolidación de Uruguay como Estado nación fue necesario establecer una serie de símbolos que brindaran una idea de paz y unidad a una tierra arrasada por la guerra de divisas –de ese espíritu nace la fama, por ejemplo, de Juan Manuel Blanes o de Zorrilla de San Martín–. Los gobiernos uruguayos siempre han sido funcionales a esa idea de concordancia identitaria que, hoy en día, tiene su mayor exponente en el apoyo a la selección uruguaya y a la figura del maestro Tabárez. No es casual que, de cara al Mundial de Rusia y en respuesta al inconsciente colectivo, haya aparecido un póster de Pilsen que imitaba al cuadro de Blanes “El juramento de los treinta y tres orientales” y mostraba, en el lugar de los caudillos, “a los 23 jugadores que juran dar todo en la cancha por la patria”.
Nuestro Estado sigue insistiendo en embanderarse con representaciones que se consideran capaces de cohesionar los valores del país, como si eso fuera un proceso posible de decretar o imponer. Pero, además, la decisión sobre qué es “lo uruguayo” está, hoy en día, fuertemente atravesada por el mercado. Las ideas de industria cultural y de economía creativa han permeado nuestros caminos de gestión de un modo que parece irreversible, y la lógica parece ser que “lo bueno” es aquello que tiene valor de cambio: o porque mueve los grandes números o porque redunda en la afirmación de un tipo de sensibilidad considerada la correcta. Esa sensibilidad cambia de signo y nunca ha dejado –ni dejará– de ser un espacio de disputa, pero es indudable que se ha visto absorbida por ideas de éxito vinculadas, casi estrictamente, al reconocimiento individual y a la idealización incólume de la autoría. En ese marco, la competencia aparece como una articuladora natural: el Estado te premia si demostrás que sos mejor que otros ciudadanos y que merecés, más que ellos, un sostén económico. Y punto.
En el caso del Frente Amplio, la búsqueda de una sensibilidad cohesiva estuvo signada, entre otras cosas, por la expansión de la murga y el candombe. Esos dos géneros se asociaron directamente a la posesión de los valores “de izquierda” que se querían promulgar –basta pensar en los dirigentes tocando el tambor o en la cantidad de publicidades con ritmo de murga que signaron las campañas electorales progresistas–. Pero se trata de dos géneros de procedencia montevideana: es como si, por tratarse de manifestaciones de origen popular, su imposición simbólica no importara, o no fuera un mandato, por lo menos, digno de pensarse y discutirse como tal. ¿Por qué tiene sentido tocar candombe en Tacuarembó? ¿Sólo porque es “lo uruguayo”? En la Movida Joven, por ejemplo, se hizo lugar para la murga y el candombe, pero no para el parodismo, el humorismo o las revistas. El candombe beat, Jaime Roos y las murgas “de resistencia” acercaron a la clase media un tipo de gusto que tolera ciertas cosas y no otras, prefiriendo, sobre todo, aquellas asociadas a una extraña idea de purismo aplicada a lo propio, como si la murga no fuera, al fin y al cabo, un requeche de un montón de cosas de procedencias no nacionales. En la obsesión por definir “lo uruguayo” siguió vivo el impulso de establecer definiciones que vienen desde afuera, porque “lo nuestro” tiene que ser aquello que nos hace excepcionales. ¿A los ojos de quién? ¿Y todo eso que somos que no es excepcional, pero importa?
Lo paradójico es que, a pesar de cambiar el gran relato cultural a través de la difusión de lo montevideano como síntesis de “lo uruguayo”, eso no se vio reflejado en una protección concreta de las condiciones comunitarias que, de hecho, hacían que esos géneros conservaran el carácter de sus rituales más significativos. La imposición de un nuevo imaginario local en el que lo deseable era lograr productos “de exportación” hizo que la exposición al capital fuera total: los medios de comunicación empezaron a jugar un papel tremendamente invasivo sin que ninguna acción sustantiva protegiera los vinculos comunitarios frente a la grieta que se abría entre quienes accedían y quienes no a la supuesta “profesionalización”. Lo mismo sucedió en muchas otras artes: si bien se invirtió mucho para apoyar diversas acciones, la competencia en términos de “calidad” para acceder a fondos, o para entrar a algunos circuitos de legitimación específicos, enfrentó a unos artistas con otros y rasgó los tejidos que habrían posibilitado un trabajo en acciones colaborativas, menos signadas por lo autoral, que pudieran tender puentes sólidos entre clases sociales, lenguajes, disciplinas e intereses. En todo caso, el trabajo que se realizó en ese sentido resultó muy menor: la consideración casi homogénea del campo cultural como una industria productiva impidió una mirada global sobre posibles usos del arte como herramienta para la construcción participativa de una cohesión real, no simbólica.
Frente a este panorama, resulta imperante que los artistas empiecen a soñar con políticas culturales que imaginen variables alternativas para la asignación de fondos, y no se apoyen en ideas tan estandarizadas y capitalistas como las de “nivel”, “profesionalización” o “mercado creativo”. Sobre todo porque, cada vez más, están a la vista los resultados reales de otro tipo de enfoques, que priorizan los procesos a los resultados e impactan fuertemente desde criterios de autenticidad y “artesanía” que podemos revalorizar. Quizás el esfuerzo no debería centrarse en establecer una unificación ilusoria de la identidad o competir en el mercado internacional, sino en una idea colaboracionista, solidaria, que tenga en cuenta que no hay creatividad posible sin una sólida red afectiva. Es hora de aceptar que lo que define al buen arte es, justamente, que es posible soñarlo, pero nunca medirlo.