Los afganos aman la música - Semanario Brecha

Los afganos aman la música

En esta contratapa, Jon Lee Anderson combinará dos términos que no siempre se imaginan juntos: los afganos y la música.

Dibujo Ombú.

Hubo una época en que Afganistán era el único lugar del mundo donde había guerrilleros peleando contra un invasor extranjero. Mi primer viaje hasta allí fue en la Navidad de 1988. Entonces llegué al valle de Argan­dhab, a unos quilómetros al norte de Kandahar, cuando la Unión Soviética retiraba sus tropas después de diez años de invasión. Me quedé en el campamento muyaidín del mulá Naquibullah, más conocido como Naquib. Kandahar era como un basural de guerra, con estruendos de bombardeos todos los días. En medio de esta bulla en el campamento, un día recibimos la noticia de que se había abolido la música. Dos mawlavis, esos eruditos islámicos escogidos por los comandantes muyaidines para establecer la ley religiosa, la sharia, habían promulgado el edicto. No me daba cuenta de cuánto valía la música para los afganos hasta que el mulá Naquib me envió con uno de sus hombres a conocer el juzgado al aire libre de los mawlavi.

Viajé hasta allí en una camioneta conducida por un hombre joven que escuchaba, a todo volumen, unas cintas de lastimeras canciones de amor. Uno de los jueces mawlavis extrajo un trozo de papel y verificó la noticia: había un nuevo edicto para todos los comandantes muyaidines de la región. Los jueces alegaban que el auge del delito era porque se escuchaba música grabada. Había que apagar la música para controlar a la población. Pero esa prohibición era demasiado. Igual que el resto de afganos, los kandaharis son muy musicales. Bailan, tocan instrumentos populares, cantan. De vuelta al campamento, el conductor puso intencionalmente la cinta en la casetera a un volumen aun mayor que antes. Sabía que Naquib era un mulá más o menos tolerante. No le iba a hacer gran caso al edicto de los jueces y les iba a permitir a sus muyaidines tocar su música, con la condición de que sólo fuera en el campamento y a un volumen moderado. Mientras, el mulá Naquib comunicó a los jueces que acataría la orden. Años más tarde los talibán tomaron el poder en Afganistán y decretaron la abolición de la música en todo el país.

Esa no iba a ser mi última melodía en Afganistán. Cuando volví a Kandahar, a fines de 2001, visité de nuevo a Naquib, quien me invitó al valle de Argandhab, donde lo había conocido 13 años antes. Naquib era ahora un personaje controversial: decían que estaba involucrado en la huida de los talibán de Kandahar, pero lo culpaban más de la extraña fuga del mulá Omar, el jefe de los talibán. Al día siguiente Naquib me guió hasta el garaje de su residencia, donde tenía dos camionetas cuatro por cuatro último modelo. Subimos a una Toyota Land Cruiser perlada, VX, edición limitada, rumbo a Argandhab. La camioneta tenía todos los lujos, entre ellos un equipo de CD con display digital.

Su verdadero dueño había sido el fugado mulá Omar, de quien Naquib poseía ahora diez de sus automóviles sin poder explicar por qué. En la ruta, Naquib puso música. Le pregunté si el equipo de CD era suyo o si había venido con la camioneta. Me confirmó que él lo había encontrado en el auto del mulá Omar. “¿Me está diciendo que todo esto perteneció al hombre que encarceló gente por escuchar música?”, le pregunté. Naquib se encogió de hombros. Me dijo que le parecía que sí. La canción que escuchábamos, dijo, era una popular melodía afgana que insultaba al general Rashid Dostum, el jefe militar uzbeco de Mazar-i-Sharif. El estribillo decía: “Oh, asesino de afganos”.

“¿Qué sería de la vida sin música?”, me dijo Naquib mirando por la ventana.

(John Lee Anderson es periodista de The New Yorker. Fragmento de un texto publicado en Etiqueta Negra. Brecha lo reproduce con autorización de su autor.)

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