En abril de 1913 se publicó en Francia la primera edición de Alcools, poemario de Guillaume Apollinaire cuya primera edición uruguaya (íntegra) acaba de salir, más de un siglo después, por iniciativa de la editorial Yaugurú. La traducción estuvo a cargo del escritor, crítico y académico Juan Carlos Mondragón (uruguayo también), quien, además, incorpora a manera de epílogo un texto que ilumina aspectos de la biografía del poeta y del poemario en cuestión. La ubicación de este texto –cuyo título «La del estribo» anuncia o, más bien, confirma el tono rioplatense de la traducción que lo precede– se avizora como uno de los grandes aciertos de Mondragón.
En su ineludible trabajo sobre las vanguardias europeas, Guillermo de Torre había señalado tempranamente que «el bosque de la copiosa bibliografía crecida a la vera de su existencia (la de Apollinaire) nos impide ver los árboles de sus libros». En un gesto consecuente con lo citado, Mondragón prefiere jerarquizar la obra antes que su estudio y nos ofrece, en el umbral de la primera página, el reluciente primer poema libre del incesante polvillo crítico.
Treinta y ocho años es mucho tiempo si se los vive como Apollinaire. El poeta francés (aunque de origen polaco y nacido en Roma) fue figura central de las vanguardias europeas de inicios del siglo XX. Próximo al cubismo, dio origen al término surrealismo con su obra teatral Las tetas de Tiresias, creó los famosos caligramas, fue admirado por Breton, quien lo consideró «el último gran poeta», y participó de forma activa en la Primera Guerra Mundial. Allí fue herido gravemente, aunque logró recuperarse para morir dos años más tarde infectado por la gripe española, que asolaba, por aquellos tiempos, el viejo continente.
Alcools (1913) y Calligrammes (1918) son los dos pilares que sostienen la bóveda concreta de su obra. El primero, especie de enclave fronterizo, aúna la tradición poética con la poesía del porvenir incorporando algunas novedades que pronto dejarán de serlo (la ausencia de puntuación, el poema-conversación, la mirada cinematográfica). El segundo elabora una de las comuniones más fructíferas de la poesía moderna: ese sorprendente híbrido entre el dibujo y el poema que conocemos como caligrama.
Cualquier traducción conlleva enormes dificultades, pero resulta absurdo volver sobre aquella idea idílica de que la poesía debe leerse en su idioma original. Si traducir es transcrear, el trabajo de Mondragón se percibe tan exhaustivo como eficaz. Sin revelar demasiado –lo que sería sumar follaje– valga como ejemplo el comienzo de «El puente Mirabeau», uno de los poemas icónicos del conjunto: «Bajo el puente Mirabeau corre el Sena/ Y nuestros amores/ Hacía falta que yo me lo recuerde/ la alegría llegaba siempre tras la pena». O su estribillo: «Llega la noche va siendo hora/ Los días pasan yo permanezco». En ese mantra cíclico, intercalado entre pequeñas estrofas, solo puede leerse lo que se escucha o lo que evoca ese ritmo recurrente que, una vez afianzado, evidencia su conquista: el lector, detenido en ese puente, procurará cruzarlo, aunque una vez cerrado el libro los pensamientos sigan allí.
El culto a la efeméride suele ser razón inobjetable para la reedición de un libro. El nacimiento y la muerte de un autor o la primera edición de una obra considerada insoslayable suelen ser suficientes para soltar el nuevo viejo libro al ruedo. Pero el centenario de la muerte de Apollinaire fue hace cuatro años, recién en 2030 se podrá celebrar el siglo y medio de su nacimiento, y Alcools, la obra que nos interesa, fue editada por primera vez hace 109 años. Por todo lo antedicho se puede afirmar que la razón numérico-temporal, en este caso, carece de relevancia. La pregunta brota sin esfuerzo, y también las conjeturas: ¿por qué Alcools? ¿Por qué aquí y ahora? Si el carácter clásico de Apollinaire (paradójico para un vanguardista) o lo señalado más arriba no resultara convincente, se podría aventurar lo que sigue: existen editores que siguen apostando por el prestigio. Sí, los lectores pueden agradecer.