En 1980, en medio del terror, una mayoría de uruguayos dijo No a la reforma constitucional de la dictadura militar que pretendía extender el tutelaje de las armas sobre la sociedad. El proyecto militar cautelaba la actividad política y acentuaba los principales rasgos represivos de un desarrollo basado en la seguridad, es decir, una doctrina de la seguridad nacional como soporte del neoliberalismo económico; entre otras cosas, legalizaba la práctica de los allanamientos nocturnos de viviendas particulares, que la Constitución, pisoteada pero vigente, prohibía expresamente. El plebiscito del 80 fue un gran gesto colectivo de coraje, a pesar del terrorismo de Estado.
Cuarenta años después otra mayoría dice, según las encuestas, que quiere volver a la militarización de la vida cotidiana. Un porcentaje significativo de los que apoyan la campaña Vivir sin Miedo tiene más de 40 años, por tanto debería tener recuerdos de lo que era, de verdad, vivir con miedo: miedo ante la sola presencia de un uniforme, que podía hacer lo que quisiera sin tener que dar explicaciones; miedo a los golpes en la puerta de tu casa, miedo a que te encapucharan en plena calle, con destino incierto; miedo a lo que podía significar una orden: “Vos, pichi, contra la pared”; miedo a que te confundieran con algo, con alguien; miedo de correr cuando aparecía un “camello” y miedo de quedarte quieto; miedo a no decodificar correctamente las sutiles señales de la arbitrariedad represiva. Miedo, en fin, como acompañante de cada una de las horas de tu vida, así fuera una vida cómoda como una vida sufrida.
La reforma constitucional que el senador Jorge Larrañaga levantó como último recurso para retener presencia y protagonismo político –apoyado en una generalizada operación opositora que instaló la “sensación de inseguridad ciudadana”, con escaso anclaje en la realidad– no ofrece, de buenas a primeras, el panorama que se describe más arriba. Pero es un buen comienzo. Sólo hay que recordar que los partidos tradicionales golpearon a la puerta de los cuarteles, en 1972, invitando a los militares a salir a las calles, les dieron el marco legal para actuar, y después, cuando se arrepintieron, fueron incapaces de volverlos al redil. Ahora estamos repitiendo la historia: los convocamos a que nos den seguridad ciudadana, que combatan a lo que Larrañaga define como el “malandraje” (antes fue el “tupamaraje”), pero no sabemos dónde termina esa “guerra”, dónde empieza la “guerra” contra la corrupción –el segundo escalón de la argumentación militar en febrero de 1973–, y cuándo empieza la represión contra las manifestaciones populares, que se cobró vidas durante la huelga general del 73 y siguió dejando rastros de sangre una década después durante las movilizaciones de 1983.
Larrañaga podrá ser un ingenuo redomado que no calculó todos los extremos de su propuesta, pero sí que lo hicieron aquellos que al principio decían tener sus dudas, y que ahora terminan ensobrando el Sí. Son aquellos que no muestran mayor alarma por los delitos de género, pero sí por aquellos que atentan contra la propiedad privada; que se preocupan por el crecimiento del consumo de drogas, pero no tanto por el crecimiento del tráfico internacional de sustancias; son los que están preocupados por conflictos sindicales con ocupación de los lugares de trabajo, por la negociación colectiva de los salarios, por el carácter tripartito de esa negociación.
Hay una relación directa, que no es casual, entre la preocupación por la “inseguridad ciudadana” y el rechazo visceral a la movilización popular. Con una Guardia Republicana suelta de riendas y con batallones militares desplegados en las calles es fácil predecir qué ocurrirá cuando haya que preservar la “seguridad”; de hecho ya se ha visto, con un gobierno progresista, cuando la Guardia Republicana –un cuerpo militarizado y armado hasta los dientes– es convocada para sofocar una movilización frente a la Anep o para desplegar operativos Pado en barrios de contexto crítico, en Santa Catalina o Malvín Norte. Los antecedentes revelan el profundo componente racista que identifica a “delincuentes pichis” en jóvenes “negritos” y “planchas”, merecedores del destrato, los golpes y eventualmente una bala. Si así ocurre con una fuerza represiva que, al menos en lo formal, debe responder por esos atropellos que castiga el Ministerio del Interior, ¿qué se puede esperar de una fuerza militar que nunca fue depurada, que sigue reivindicando el terrorismo de Estado y que oculta la responsabilidad por sus crímenes con una estrategia de silencio?
Como ejemplo dramático de la estrecha vinculación entre la represión salvaje y las circunstancias sociales, ahí está el Chile que el candidato Ernesto Talvi ponía como modelo de gobierno a seguir. Las movilizaciones que el presidente chileno, Sebastián Piñera, calificó de insurrección (“insurrección alienígena”, acotó su esposa), y que lo llevaron a hablar de “guerra”, fueron una reacción popular ante la suba de los precios del transporte público, pero en su trasfondo está el prolongado descontento con la privatización de la enseñanza y del sistema de salud, con la injusticia de una política económica de privilegios para unos pocos. Al cierre de esta edición, la guerra del neoliberalismo chileno había cobrado 18 muertos, varios heridos de gravedad y miles de personas detenidas, así como denuncias de tortura y abuso sexual a mujeres, en ancas del estado de sitio y de la ley de seguridad nacional, aplicados en las calles de las principales ciudades del país por el Cuerpo de Carabineros (una policía militarizada equivalente a nuestra Guardia Republicana pero con una mayor experiencia en el terrorismo de Estado) y con el despliegue de fuerzas del Ejército.
Eso es lo que nos espera si el domingo se aprueba la reforma, se incorpora el Ejército a las tareas represivas, se permiten los allanamientos nocturnos, se sanciona la condena a cadena perpetua. Y con una salvedad: una vez que tenemos la herramienta, no importa el color del gobierno de turno: la experiencia dice que la tentación es irresistible para demostrar que uno está en lo correcto y los demás están equivocados.