Para entender la pasión que despertó de muy joven el pintor Frank Stella (Massachusetts, 12 de mayo de 1936-Manhattan, 4 de mayo de 2024) en la Nueva York de los años cincuenta, hay que comprender lo que significaba a la sazón el expresionismo abstracto. «Entre los años 1945 y 1970, el cuarto de siglo que presenció el ascenso y el florecimiento de la Escuela de Nueva York, tres generaciones de pintores y escultores notables parecían haber despojado a Europa de su centralismo.» Así comienza el clásico libro A toda crítica del influyente Robert Hughes, y, aunque luego relativiza la idea («América jamás ha producido un artista que pudiera compararse a Picasso o a Matisse»), no deja de ser indicativo de cómo la crítica hegemónica vio y vivió este fenómeno. Nombres como Pollock, De Kooning, Rothko, Newman, Krasner, Gorky, Guston y Motherwell resultaban insoslayables.
Frank Stella, un joven historiador formado en la Universidad de Princeton que se instaló en la Gran Manzana hacia 1958, fue una respuesta directa y justa a ese movimiento. Si el expresionismo abstracto era la exaltación del gesto, los chorreados, las salpicaduras, la primera reacción pictórica debía ser inversamente proporcional a esa furia dinámica. En ese sentido, la obra de Jasper Johns fue determinante para el despegue de Stella en la serie llamada Pinturas negras (1958-1960), en la que el artista ordena la composición situando bandas simétricas de planos negros separados por delgadas franjas de lienzo sin cubrir. Una pintura de ritmo pausado, meditado, cerebral. A su vez, el ingreso por la puerta grande al minimalismo fue consecuencia obligada –o anunciado corolario– del orden interno de esas pinturas. Desde entonces, Stella consiguió el favor de la crítica. Clement Greenberg, el gurú crítico de esa generación, lo subió al pedestal. Llamó a esas pinturas con el ambicioso apelativo de abstracción pospictórica.
En los años sesenta, ya un poco aburrido de tanta pompa, Stella comenzó a experimentar con pintura en cobre y aluminio. Hacia 1970 se transformó en el artista más joven en exponer de forma individual en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Claro que, de todo esto, lo que podíamos saber por estos pagos era lo que llegaba a través de revistas como ARTnews, que solo encomiaban a los nuevos héroes culturales del norte. Creo que lo más cerca que estuvo la obra de Frank Stella de Uruguay fue en 2005, cuando el MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) realizó la exposición sobre su ostentosa serie titulada Moby Dick: nada más lejos de cualquier alusión minimalista. Son obras caóticas con cintas y formas de colores brillantes, que lo acercan peligrosamente a la última serie del campeón del expresionismo abstracto Willem de Kooning. Que le sirviera de referente una novela emblemática de la narrativa norteamericana es sintomático del tipo de giro que el pensamiento de Stella había tomado: se libraba del pesado traje confeccionado por sus críticos más hagiográficos. Ya entonces había cambiado la pisada y declarado: «La abstracción no tenía por qué limitarse a un tipo de geometría rectilínea o incluso a una simple geometría curva. Podría tener una geometría que tuviera un impacto narrativo. En otras palabras, se podría contar una historia con las formas. […] No sería una historia literal, pero las formas y la interacción de las formas y los colores te darían un sentido narrativo. Podrías tener la sensación de que una pieza abstracta fluye y forma parte de una acción o actividad».
Una escultura de Stella que asemeja una semilla gigante –y metálica– de anís estrellado se encuentra en Río de Janeiro en los jardines del Museo del Mañana. Si se tiene en cuenta esta pieza, la monumental escultura instalada en el exterior la Galería Nacional de Arte en Washington DC y sus pinturas minimalistas de fines de los cincuenta, los públicos de esta parte sureña del mundo podrían sentirse como en aquel cuento indio de los seis sabios ciegos que tratan de describir al elefante palpando diferentes partes de su cuerpo y no aciertan a entender la totalidad del paquidermo. ¿Dónde están las constantes en la obra de Frank Stella? ¿Hay un hilo conductor en su vasta y compleja trayectoria?
Al día siguiente de su muerte, el crítico australiano Sebastian Smee escribió un artículo en el Washington Post mitad crónica, mitad obituario, que tituló: «Confinado por los primeros elogios, Frank Stella encontró la libertad en la extravagancia». Lo que allí se sostiene es muy simple. Stella «fue aclamado cuando tenía unos 20 años por un establishment obsesionado con la abstracción y la pureza, y pasó el resto de su carrera produciendo obras que repudiaban esos límites». Podría decirse, con otras palabras, que sus importantes aportes a la pintura, al grabado y al diseño industrial y su volubilidad de estilo fueron –además de la manifestación de esa férrea voluntad de no ser encasillado– la manera que encontró de no repetirse, de reinventarse, de cambiar las reglas de juego.
Smee cita a Stella en una de sus frases célebres pronunciadas a mediados del siglo pasado: «Hay dos problemas en la pintura. Uno es descubrir qué es la pintura y el otro es descubrir cómo hacer una pintura». La búsqueda de las respuestas mantuvo bien abiertos los ojos de este niño prodigio que se hizo grande tratando de encontrarlas. El sábado pasado se cerraron sus ojos definitivamente, dejándonos a nosotros la tarea de seguir buscándolas.