Los seres del cabo Santa María - Semanario Brecha

Los seres del cabo Santa María

MAGDALENA GUTIÉRREZ

Aquí la noche es alta y rumorosa.
El mar escarba la arena y revienta
contra las piedras, infatigable,
y uno se mueve permanentemente en el centro mismo de ese mágico batifondo.

«Tristezas de la otra Banda»,
H. Conti

Cerca del mar, en el primer campo de dunas, desde siempre estuvo ese pasto fino, el dibujante, nombre que se le dio por la forma en que traza líneas finas en el suelo. Los vaivenes del viento pronto hicieron que alrededor de esas matas hubiera un complejo sistema de líneas tenues, cortantes y caóticas. Más adelante, imposible saber cómo, llegaron los moluscos invasores. Los caracoles, marrones en los bañados, aparecían blancos y secos al llegar a la costa. O tal vez hicieran el viaje contrario: del mar salieron y hacia la tierra es que fueron avanzando, lentos y blandos, llenos de baba y ansiosos por lo que descubrían. Lo cierto es que invadieron los territorios que por entonces ya poblaban las Hydrocotile bonariensis, redondas y con flores discretas, o la marcela, que parecía salida de la propia arena. Otros caracoles hicieron de la profundidad acuática su casa. Caracoles de mar se les dice comúnmente. Con el tiempo, pero mucho después, vendrían los humanos para sacarlos de entre la arena y ponerlos como trofeos mórbidos sobre la palma de la mano, mientras ellos, explayados sus músculos, reaccionaban con contracciones rítmicas y confiadas. Una pena esa confianza: los diezmaron con demasiada celeridad en el cabo.

Casi al unísono, los pájaros empezaron a cruzar aquel cielo y aterrizaron en los islotes de piedra. Como si se hubieran puesto de acuerdo, miles de gaviotines detuvieron su migración anual en este páramo. Una orden incomprensible les hizo detener las alas y bajar en picada a refugiarse entre las rocas. Consiguieron alimento en la arena mojada, donde ya abundaban por ese entonces las almejas y los berberechos. Revolvían el suelo con picos rojos. Comían hasta el hartazgo, cortando el aire con sus graznidos agudos. Fue así por demasiados días, pero un día el pampero frío les recordó que el Polo Sur era todavía más lejos, que el esfuerzo tenía que ser redoblado. De todos modos, desde ese momento en adelante más aves empezaron a consolidar una ruta migratoria que incluía paradas estratégicas en el cabo del viento. Los biguás formaron nidos en los islotes, los pingüinos vinieron poco después, pero casi no salían del océano. Por más extraño que parezca, las gaviotas tardaron en aparecer por este cielo celeste pálido y usualmente anaranjado al atardecer. Fueron las últimas en emigrar hacia este accidente geográfico, del que se adueñaron sin reservas con sus cuerpos ágiles y exageradamente blancos para ser reales.

Pero si hay algo que estuvo ahí al margen de todo y que no necesitó de cualquier otro ser para existir, fueron las rocas, abriéndose paso en líneas paralelas de norte a sur, llaga negra en este cabo. Supieron prescindir de la interacción con cualquier otro ser. Tal es la ajenidad que mantienen con la cadena trófica. Siempre las mismas rocas amarronadas, ásperas, pero un material constante, herencia de aquel momento en que hubo fuego y adquirieron esa forma definitiva. Siempre la misma exacta roca negra, no como los individuos de todas las especies, que necesitan reproducirse para que, en la sucesión, puedan ser algo más que abono.

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