Hace 50 años, la mujer de letras más famosa de Francia publicaba un libro de 600 páginas sobre la vejez y perturbaba a sus lectores con una pregunta radical y violenta:¿los viejos son personas? Hoy la pregunta es la misma, y hay un día designado por las Naciones Unidas, el 15 de junio, para que se reflexione en todo el mundo sobre el abuso y el maltrato en las generaciones mayores.
A principios de 1970, el sello Gallimard lanzó en Francia La vieillesse, de Simone de Beauvoir (1908-1986). A fines del mismo año, la editorial Sudamericana lo publicó en Buenos Aires, con la traducción de Aurora Bernárdez. En aquel tiempo, según Beauvoir, la vejez era un tema prohibido: “Para la sociedad parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar. Sobre la mujer, el niño, el adolescente, existe en todos los sectores una abundante literatura. Pero fuera de las obras especializadas, las alusiones a la vejez son muy raras”.
Preocupada durante toda su vida por el paso del tiempo y la fatalidad de la muerte, cuando publicó La vejez Beauvoir tenía 62 años y habían transcurrido dos décadas desde la aparición de su obra más renombrada, Le deuxième sexe (1949), una lúcida reflexión sobre lo que significaba para ella ser mujer, asociada a una investigación rigurosa sobre la situación de las mujeres a lo largo de la historia. En La vejez recurrió al mismo método, cruzando áreas del conocimiento que estudian el tema a lo largo del tiempo. Al aporte interdisciplinario sumó el relato autobiográfico de lo que representaba para ella aproximarse a esa etapa de la vida. “Estudiar la condición de los viejos a través de las diversas épocas no es una empresa fácil”, señala. Y es categórica al concluir que “es imposible escribir una historia de la vejez”. Pero la escribe, y el resultado es demoledor: un alegato de enorme actualidad en favor de los ancianos.
Sin embargo, el libro no logró la recepción de El segundo sexo y pasó a ser una referencia casi desatendida en la bibliografía de la filósofa: “Admitir que yo estaba en el umbral de la vejez era decir que la vejez acecha a todas las mujeres, que ya se había apoderado de muchas”. Cuenta que le decían: “¡Qué idea! ¡Si usted no es vieja! ¡Qué tema triste! ¡Es morboso!”. Pero ella siempre quiso entender la vida y, para entenderla, debía cruzar algunos límites que intentamos ignorar, como la vejez, la decrepitud y la muerte.
Por eso escribió su libro –aunque proclamara una y otra vez que la vejez la aterrorizaba–, para perturbar la tranquilidad de los lectores y obligarlos a escuchar las voces silenciadas, para descubrir qué pasa en las cabezas y los corazones de las ancianas y los ancianos, cuáles son sus emociones y sus pensamientos, de qué dan cuenta esas subjetividades escondidas que los estereotipos desfiguran haciéndolos ver como seres que, aunque siguen vivos, ya no están en este mundo. En la misma línea escribió Saramago: “Se entra en la vejez cuando se tiene la impresión de ocupar cada vez menos lugar en el mundo. Durante la infancia y la adolescencia creemos que él es nuestro, que existe para ser nuestro. En la madurez comenzamos a sospechar que no es del todo así y luchamos para que lo parezca. Se comienza a ser viejo cuando se comprende que nuestra existencia le es indiferente al mundo. Claro que siempre lo había sido, pero no lo sabíamos”.
EL TEMOR DE HABER SIDO. Negar la fatalidad de nuestra vejez es funcional a un sistema y no asume, en palabras de la ensayista, “la totalidad de nuestra condición humana”. El encuentro con la vejez tiene para ella un valor de reconocimiento desde el cual su conciencia individual se proyecta en el ser social. Con un claro fin político, critica la sociedad de consumo: “Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no tienen los medios para hacer valer sus derechos. Es posible, pues, negarles sin escrúpulos ese mínimo que se considera necesario para llevar una vida humana. Se los condena deliberadamente a la miseria, las enfermedades, la soledad, la desesperación. Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civilización”. Medio siglo después, el envejecimiento de la población en los llamados países desarrollados opera, en cierta forma, para corregir la percepción sobre un tema que es objeto de la sociología y las políticas públicas.
No es casual que La vejez comience con el relato de un episodio en el cual Siddhartha descubre que el destino del ser humano es hacerse viejo y, en consecuencia, la conciencia social o política: “Cuando Buda era todavía el príncipe Siddhartha, encerrado por su padre en un magnífico palacio, se escapó varias veces para pasearse en coche por los alrededores. En su primera salida encontró a un hombre achacoso, desdentado, todo lleno de arrugas, canoso, encorvado, apoyado en un bastón, balbuceante y tembloroso. Ante su asombro, el cochero le explicó lo que es un viejo. Qué desgracia –exclamó el príncipe– que los seres débiles e ignorantes, embriagados por el orgullo propio de la juventud, no vean la vejez. Volvamos rápido a casa. De qué sirven los juegos y las alegrías si soy la morada de la futura vejez”. Beauvoir lo pinta en pocas palabras: “La vejez es un destino”. El descubrimiento de Siddhartha parece haber servido de poco, cuando tantos siglos después vivimos en un mundo que sobrenada al margen de esa conciencia.
Claro que no se puede hablar de la vejez como si esa palabra abarcara una realidad única, cuando lo cierto es que no está ordenada en categorías claras y definidas. No es lo mismo ser un hombre anciano que una mujer anciana, contar que no contar con recursos económicos, tener que no tener acceso a la cultura. Estas y otras variables matizan y discriminan. Se vuelven contra nosotros cuando nos negamos a reconocernos en el viejo que seremos. Decía Proust: “De todas las realidades, la vejez es quizá aquella de la que conservamos más tiempo en la vida una noción puramente abstracta”. Y Marcuse alegaba: “Se ha sustituido la conciencia desdichada por una conciencia feliz que reprueba todo sentimiento de culpa”. Al igual que la muerte, la vejez es lo opuesto al universo eufórico de un presente que pretende ser eterno y aspira a prolongar la belleza y la juventud. Beauvoir, musa inspiradora de las luchas feministas, no duda en preguntarse: “¿Cómo vivir en el cuerpo de una mujer vieja?”.
LA MIRADA DE LOS OTROS. Mucho se ha escrito sobre el “lenguaje obsceno” de la escritora francesa, que algunos críticos no perciben como lo que es, una deriva original del coraje de pensar y escribir –sin guardarse nada– sobre su propia decadencia y sobre su muerte, la de su madre y la de Sartre, reconociendo a cada paso la aparición de la vejez en el cuerpo y la mente, lugares donde se introduce sin que nos demos cuenta y sin que, una vez dentro, podamos ahuyentar. Tal vez en nuestra sociedad también resulte obsceno mirar de frente ese universo abrumador y atemorizante.
Entre temas muy variados, que van de la biología a la etnología y la filosofía, La vejez también atiende el punto de vista de los legisladores y los moralistas, la sexualidad de las personas de edad y la condición de los viejos trabajadores en los países socialistas. Una sección apasionante del libro es la de la representación de la vejez en el arte de todos los tiempos y el repaso de obras literarias que dieron al tema un lugar destacado, desde obras de poetas y dramaturgos antiguos hasta obras de intelectuales y escritores contemporáneos. Remontándose en el tiempo, Beauvoir recuerda que en la tragedia “el viejo es sujeto: se lo muestra tal como existe para sí”. Cuando la comedia florece con Aristófanes, 50 años después de Eurípides, “el viejo aparece como objeto”. El público ateniense continúa conmoviéndose con la grandeza de Edipo y Hécuba –al igual que en el mundo real, los ancianos pueden ser lo amado y lo encomiable–, pero se ríe de buena gana ante el espectáculo de los viejos ridículos. En el siglo XX Sartre escribió: “Mi vejez no es entonces algo que de por sí me enseñe algo, como sí lo hace la actitud de los demás respecto a mí. La vejez es una realidad mía que no siento, pero que los otros sienten. Me ven y dicen: ‘Ese viejo’, y son amables porque pronto moriré: los otros son mi vejez”.