Mal gusto - Semanario Brecha

Mal gusto

La era del bullying en la cocina televisada.

Exposición de suinos durante la Expoprado en el Prado de Montevideo / Foto: Adhoc Fotos, Javier Calvelo (archivo)

Hubo una vez un canal llamado Gourmet, en el que se podía viajar a través de la cocina. Narda Lepes recorría Grecia y aprendía a amasar pasta filo –esa que debe ser tan fina como una hoja de papel– con unas veteranas. O se infiltraba en los fogones de las negras de Salvador de Bahía para intentar atrapar la ancestral fórmula de una feijoada. Más seguido se iba a un parque porteño a enseñarnos recetas rápidas, bien cool, amenizadas con el mejor pop británico. Pero estaba también Donato y su antropología de la cocina italiana; con él se aprendían las variantes de la pasta a lo largo y ancho de la bota, a la que más de una vez regresaba para reencontrarse con los pueblitos. Había también una austera monja, Bernarda, que hacía recetas sencillas, sobre todo de repostería. No era precisamente carismática, pero lograba una atmósfera casi zen con el lento vaivén de sus arrugadas manos y sus ollas ennegrecidas por el uso. Y, claro, estaba también Francis Mallmann, con sus impactantes ciclos de Los Fuegos, sus recorridas por la Patagonia y su posterior espacio desde Laguna Garzón. Todo era filmado con planos cuidados y un “grano” que denotaba dominio de la técnica cinematográfica.

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Mallmann me recordaba al ya fallecido Gato Dumas, el primer cocinero de alta gama que vi en la tevé utilizar un soplete para caramelizar coberturas o confeccionar raviolones con tinta de calamar (exhibiendo las entrañas de esos deliciosos bichos para ilustrarnos sobre sus reservas negras azabache). El Gato, con su narcisismo a flor de piel, utilizaba las manos para dar vuelta todo lo que cocinaba y parecía tener alma de pirómano con sus generosas llamaradas. “El buen cocinero tiene que quemarse –vociferaba–; yo ya tengo los dedos de amianto…” Pero, para mí, Los Fuegos de Mallmann llevaron la cuestión de la cocina de autor a los cielos. Fue en ese ciclo que lo vi asar de las maneras más increíbles, incluso en un pozo que él mismo cavara en la tierra. En ese boquete que revistió con piedras, echó paladas de brasas, grandes hojas y luego abundantes cantidades de verduras y carnes envueltas, para, finalmente, sellarlo. Fue bastante después que descubrí que eso se llama “curanto patagónico” y dicen que tiene 11 mil años de antigüedad. En su ciclo de la Patagonia, lo vi botar un gomón y pescar sus truchas (con esa soberbia de pop star que es consciente de su dominio escénico). O asar entrañas finas ensartadas en varas clavadas en la tierra helada de un bosque sureño y freír tortas fritas cuadradas en una olla de hierro apostada sobre brasas. El asunto terminaba con Francis comiéndose el refuerzo de tortas fritas con el éxtasis inconfundible del bon vivant. Como buen adelantado, Mallmann ya había trocado su predilección por la alta cocina francesa por la búsqueda de los sabores regionales, una fusión entre lo europeo y lo latinoamericano, y una apuesta por la rusticidad. El chef se metía luego en una mezcla de jeep con casa rodante en la que tenía incluso un proyector y coronaba su épica receta de media hora con una película de Fellini u otro director de cineclub. Y, por último, leía unos versos, a veces un tanto edulcorados, garabateados en un cuaderno de tapa dura. En Pueblo Garzón, más o menos en la misma época en que ya se difundían en las redes capturas de cuentas de su restaurante Los Negros (un escuálido zucchini relleno superaba los 600 pesos), Mallmann seguía el estilo de sus ciclos al aire libre, pero era generoso con los proveedores nacionales, llevando a un canal colonizado por argentinos, franceses y mejicanos las bondades de los premiados tannat, los cortes de carne “cuota Hilton” y una banda de sonido con cantautores de por acá. Hasta que un día irrumpió globalmente Masterchef.

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No es que no hubiese existido antes un star system de los cocineros. La película animada Ratatouille lo reflejó de modo magistral. Los chefs eran y siguen siendo dueños de restaurantes tres estrellas Michelin, generan tendencias y muchos de ellos –se sabe– destratan a sus discípulos, pero no en el horario central de la tevé. La epidemia de los realities y el modelo de jurado soretón a lo Simon Cowell, de American Idol, fagocitaron la exhibición de la gastronomía, siempre presuntuosa, sí, pero que no competía explícitamente contra nadie ni espectacularizaba el maltrato a lo Tinelli. Fue así que un día nos desayunamos con que Narda Lepes –en piel de jurado– había destratado a los concursantes en Masterchef Profesionales, Uruguay. O contemplamos que ni siquiera están a salvo los famosos: en España se hace competir a reputadas celebridades en equipos. Como en tantos otros realities a la carta de la tevé neoliberal,se instigan conspiraciones y se filman estrategias para eliminar, por ejemplo, a una actriz con el rostro deforme por las cirugías, evidentemente, no muy querida por el resto. Por supuesto que no falta la variante del formato para niños, aunque allí, seguramente con el asesoramiento de abogados y psicólogos, el guion expresa un trato más amigable y tierno.

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Tampoco es que no existieran desde siempre los concursos en la tevé. Hace décadas había uno en Uruguay en el que competían guitarristas, pero la deliberación del jurado no se representaba y lo único que se televisaba era la ejecución de los concursantes. En el formato Masterchef las estrellas son los jurados, quienes despliegan un previsible juego de roles. Hace un par de semanas, en la versión nacional, parece que había que hacer llorar a alguien. No soy televidente de Masterchef, por eso me enteré del episodio en una rutinaria visita a las redes sociales. Los tres jurados expulsaron a una concursante antes de que terminara el programa (algo, al parecer, inédito) por una falta “terrible”, ya que el solomillo de cerdo que había preparado estaba crudo en el medio. La pobre competidora debió soportar un sermón de Sergio Puglia sobre la triquinosis y un “yo no me lo como” de Ximena Torres. Creyó estar cocinando lomo bovino en vez de lomo de cerdo, porque un compañero se confundió al comprarle los ingredientes (aunque eso poco importó). La concursante pedía “otra oportunidad” entre lágrimas mientras el conductor la abrazaba, pero ese día pintó roja directa. Ya se sabe que la competencia es dura y que si querés trabajar en un restaurante (después de todo, te estamos dando pantalla e igualdad de oportunidades para que lo hagas por vos misma), vas a tener que soportar cosas peores. Y colorín colorado.

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Hoy hasta el propio canal Gourmet, tan slow y relajado años atrás, para poder competir ha tenido que incorporar realities y tours por restaurantes de lujo en Miami. Parece ser que ya son menos los que tienen paciencia para escuchar a Iwao y sus mil técnicas del sushi, o disfrutar de Los Petersen y sus bacanales descontracturadas. La adrenalina de la competencia y el morbo por ver cómo un jurado se irrita frente al peor plato que comió en su vida pagan mucho más en un mercado deprimido por la televisión on demand. Hace poco, en su blog, Sandino Núñez nos daba quizás otra clave para entender cómo esto, que puede parecer trivial, forma parte de un todo. Bajo el título “Pulsión”, comparaba el sistema en el que vivimos con el viejo y querido “flipper”, esa maquinita en la que sólo impulsabas una bola mediante dos paletas móviles y el jugador simplemente tenía que evitar que ella se escapara del sistema cerrado. Al cabo de un buen tiempo, el usuario creía que iba a ganar una recompensa, pero el premio había consistido en seguir jugando en el sistema. En durar el mayor tiempo posible en el circuito cerrado, pero sin peluche que valga.

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